PERRO
Mientras intercambiaban estas palabras entre ellos, un perro echado levantó la cabeza y las orejas; era Argos, el perro que el valiente Ulises terminaba de criar cuando debió partir hacia la Santa Ilión, sin haber podido disfrutarlo. Con los jóvenes, Argos vivió corriendo el ciervo, la liebre y las cabras salvajes. Ahora, desatendido, en ausencia del amo, yacía, echado todo a lo largo ante el pórtico, sobre el montón de estiércol de mulas y bueyes adonde los sirvientes de Ulises iban a buscar con qué abonar el gran terreno; era allí donde Argos estaba echado cubierto de pulgas. Reconoció a Ulises en el hombre que venía y, moviendo la cola, dobló ambas orejas: carecía de la fuerza para acercarse a su amo. Ulises lo había visto, volteó la cabeza, enjugándose una lágrima, y para mejor disimular ante Eumeo, que no vio nada, se apresuró a decir:
-¡Eumeo!...El extraño perro acostado sobre el estiércol es de buena raza, pero ya no se puede ver si su rapidez en la caza igualaba a su belleza; quizás solo se trata de uno de esos perros de mesa a los que las atenciones de los reyes convierten en meros adornos.
Más tú, porquerizo Eumeo, le dices en respuesta:
-Es el perro de ese amo que murió lejos de nosotros ¡si pudieras verlo todavía activo y bello, como cuando Ulises, partiendo para Troya, nos lo dejó! ¡Alabarías de inmediato su rapidez y su fuerza! En lo más profundo del bosque, apenas veía a las fieras, ni una se le escapaba. No hay sabueso como él. Pero helo ahí tullido. Su amo ha desaparecido lejos del lugar natal; las mujeres ya no se ocupan de él, se lo desatiende… Tan pronto como dejan de estar bajo la mano férrea del amo, los sirvientes ya no ponen mucho celo en la tarea; Zeus de tronante voz priva a un hombre de la mitad de su valor cuando abate sobre él el día de la esclavitud.
Con estas palabras entró al gran cuerpo de la morada y, derecho hacia el gran salón, fue a encontrarse con los nobles pretendientes. Pero Argos ya no estaba: las sombras de la muerte habían cubierto sus ojos que acababan de volver a ver a Ulises después de veinte años.
De Odisea
RATON
Un día el ratón del campo al ratón urbano acogió en su pobre agujero: huésped y anfitrión viejos amigos. Frugal en su almacén en actos hospitalarios, rudamente comía, pese a lo cual podía abrir su ahorrativo ánimo en actos hospitalarios. Aquel no negó sus reservados garbanzos ni sus avenas, y árido grano con la boca llevó, y roídos trozos de lardo dio, ansiando vencer, con la cena variada, el fastidio del que apenas tocaba esas cosas con diente soberbio, cuando el amo mismo de la casa, tendido en paja fresca, comía espelta y joyo, dejando lo mejor del banquete al amigo. Por fin a este dice el urbano:
-¡Qué te alegra, amigo, del vivir sufriente bajo el dorso del bosque escarpado? ¿Quieres tú a las fieras selvas anteponer hombres y urbe? Toma el camino conmigo, créeme, compañero; pues en la medida que toda criatura que vive sobre la tierra tiene alma mortal, por consiguiente, mientras puedas, vive feliz entre placeres, vive siempre consciente de lo breve que es tu tiempo.
Cuando estos dichos al agreste golpearon, leve saltó de su casa; después, ambos cumplen el propuesto camino, deseando de la urbe, nocturnos, pasar las murallas por debajo.
Y tenía la noche ya el medio espacio del cielo, cuando ambos ponen en opulenta casa sus huellas, donde, en púrpura roja teñida, esplendía la tela sobre lechos ebúrneos, y de una magna cena sobraban muchos manjares que estaban desde ayer en hacinadas canastas.
Luego, cuando colocó en la purpúrea tela tendido al rústico, como camarero de aquí a allá corre el huésped, sirviendo un plato tras otro y haciendo las labores del esclavo criado en casa, probando primero todo lo que sirve. El otro, recostado a su antojo, goza la mudada suerte, y de las buenas cosas se hace alegre convidado, cuando ingente, de súbito, un estrépito de puertas a ambos sacudió de sus lechos. Corrían en pánico por la entera cámara, y más temblaban, exánimes, en cuanto resonó la alta casa por los molosos canes. Entonces dijo el rústico:
-Esta vida no es para mí, así que adiós y consérvate. Mi bosque y mi agujero, seguro de alarmas, me consolarán con sencilla lenteja.
De Sátiras de Horacio
SAPO
Un animal ha estado mucho tiempo entre nosotros y sin embargo para muchas personas es sin embargo objeto de una profunda aversión. A decir verdad, su aspecto no tiene nada de atractivo, y se ha pretendido por añadidura que destilaba un fluido extraordinariamente venenoso. Hablo del sapo, pobre animal que he visto a menudo martirizar por la sola causa de su fealdad y que, sin embargo, si lo observamos con atención, debería ganarse las simpatías por la dulzura verdaderamente notable de su mirada. Por otra parte, el sapo es todavía uno de los mejores auxiliares de los cultivos por el gran número de insectos, larvas, babosas que destruye para alimentarse.
Los habitantes de las Antillas lo saben bien, ellos que tienen como huéspedes habituales cierto número de sapos que vienen a las casas a cazar cucarachas. Estos cazadores rampantes andan por todas partes sin que los molesten; ni siquiera las mujeres se asustan cuando los ven pasar bajo sus faldas, pues están absolutamente convencidas de que no tienen nada contra ellas.
Cuentan que un inglés, llegado un día a una hostería, hizo mucho ruido porque había visto dos o tres sapos en su habitación.
-Llévelos, mátelos- gritaba.
Entonces el muchacho de la casa replicó:
-Bueno, señor, qué tanto, son sapos. No tiene por qué agitarse así. Llevarlos, me los llevo, pero matarlos, ¡de ningún modo!
El joven agarró delicadamente a los sapos cuya presencia tanto importunaba al forastero y salió no sin haberse alzado de hombros ante la idea de que un animal tan respetable pudiera inspirar aversión.
Además, el sapo puede convertirse en el más amable de los comensales. Lacépède, en su Historia de los cuadrúpedos ovíparos, habla de un sapo que vivió más de treinta y seis años en una especie de domesticidad.
“Este batracio”, escribe, “nunca adquirió en realidad el tipo de afecto que se observa en otros animales, y que por otra parte habría sido incompatible con su organización, pero se había vuelto no obstante muy familiar.
“La luz de las bujías había sido por mucho tiempo para él señal de que iba a recibir su alimento, así que no sólo la contemplaba sin temor sino que la buscaba. Ya era bastante grande cuando fue observado por primera vez; habitaba debajo de una escalera frente a la puerta de la casa. Aparecía todas las noches, en el momento en que percibía la luz, y levantaba los ojos como si estuviese esperando que lo agarraran y lo depositaran sobre una mesa donde encontraba sus insectos, cochinillas y sobre todo pequeñas larvas, que prefería tal vez a causa de su continua agitación. Fijaba la vista sobre su presa; de repente lanzaba su lengua con rapidez de dardo, y los insectos o larvas quedaban pegados a causa del humor viscoso con que está dotada la extremidad de su lengua.
Como nunca le habían hecho daño, no se irritaba cuando lo tocaban. Se convirtió en objeto de una curiosidad general, e incluso las damas pedían ver al sapo familiar.
“Como hemos dicho vivió así más de treinta y seis años. Habría vivido más tiempo, quizás, si un cuervo, domesticado como él, no lo hubiese atacado en la entrada de un agujero y no le hubiese reventado un ojo pese a todos los esfuerzos que se hicieron para evitarlo.
“Ya no pudo atrapar presas con la misma facilidad, porque no podía juzgar con exactitud el verdadero sitio de estas. Así pereció de languidez al cabo de un año.
De Les animaux celèbres de Eugène Muller
Estos textos pertenecen a Zoografías: literatura animal, que acaba de publicar Adriana Hidalgo, una antología donde se recopilan fragmentos y textos acerca de características, usos y formas de los animales en la literatura desde la antigüedad. La edición crítica es de Mariano García.