Casi toda mi vida --creo que desde que tengo 12 años hasta hoy-- ha sido un maravilloso y continuo descubrimiento del arte sonoro. El éxtasis de sentirse sumergido en una plétora constante de ondas sonoras fue mi salvación. El aire puro no me alcanzaba para llenar de oxígeno mis pulmones (tuve bronquitis asmática desde niño) y menos para acallar las angustiantes y urgentes preguntas sobre mi ser y el de los demás, ¿Qué era eso de estar en el mundo? ¿Qué es el tiempo, el amor, la frustración, etc. etc. etc.?
Pero el sonido fue un poderoso imán para la raza humana, aunque siempre lo haya tratado de controlar, de esclavizar su ritmo, melodía, armonía y contrapunto.
Es decir convertir el sonido puro en lo que llamamos música: clásica, electrónica, popular, rock, jazz, música de los pueblos originarios, voces cantando melodías exuberantes, miles de extraños instrumentos que producían inigualables timbres y sonoridades. Los instrumentos musicales son objetos tecnológicos que ayudaron a la humanidad a serenar sus furias y enaltecer sus sentimientos.
La vida y la muerte sólo se pueden sentir y enfrentar a través de la música pues lo inalcanzable solo se comprende por lo abstracto, lo secreto, lo bello, la furia: eso es la música para mi.
Cuando era adolescente empecé a componer y tocar música “progresiva”: una especie de fusión entre jazz, rock, orquestal, sintetizadores, virtuosismo, composición complicada. Luego fui pasando al jazz y luego a la música académica.
Compraba todos los vinilos que podía (perdón era la época donde sólo había vinilos), había producción nacional pero los mejores los compraba en El Agujerito, una disquería en la antológica y super hippie Galería del Este que vendía los mejores discos del mundo. Los compraba y los recubría con contact (que era una lámina transparente de plástico auto adherente) así no se arruinaban. Sonaban increíblemente mejor que los nacionales.
Así que cuando vi el vinilo con un título tan raro y un compositor aun desconocido, no dudé en comprarlo. Lo llevé a mi cueva secreta, rasgué su celofán original, olía a perfección. El vinilo negro, inmaculado estaba listo para ser desvirgado. Algo me sucedió cuando descubrí a Igor Stravinsky.
Esa fue la primera vez --seguida de otras cientos que seguirán-- que escuché La Consagración de la Primavera (1913). Esta composición era parte integrante de la serie de ballets creados para la compañía de Serguéi Diáguilev, «Les Ballets Russes», presentados en París en la década de 1910.
Creo que era por el año 1976. Estaba en mi cuarto, que se situaba en el fondo del jardín de nuestra casa familiar. Vivía con mis padres y tres hermanas en un barrio de la provincia de Buenos Aires. Era un pequeño cuarto, lindo, un poco húmedo, con un palier, más un baño. Sólo me rodeaba el silencio del jardín que era continuamente roto por la música que salía de mi fantástico equipo de música con grandes parlantes, amplificador y bandeja marca Audinac.
Ese lugar era soñado para escuchar y tocar música con mis compinches, lejos de la mirada acusadora y suspicaz de nuestros padres, hermanos, vecinos. Un refugio donde se escuchaba todo tipo de música y se fumaba buena hierba, se tenían conversaciones donde intercambiábamos ideas revolucionarias que descubrían el mundo de la belleza y lo absurdo.
Tenía unos 19 años, era un joven conflictuado lleno de inseguridades y hormonas.
Estudiaba economía (sufría y me aburría, más bien) en la universidad. Pero también había empezado a estudiar en el Conservatorio Municipal de La Lucila. Clarinete, audio perceptiva, historia de la música, piano etc.
Estaban algunos de mis amigos y amigas, seres extravagantes, exploradores de las nuevas tendencias musicales, del pensamiento y de lo metafísico: José Casanova, un gran esgrimista campeón de sable y amante de la filosofía, que a veces venía acompañado por su amigo Miguel Zabaleta (futuro músico famoso), también, los hermanos De la Vega , uno era estudiante de arquitectura y una especie de duende en bicicleta, el otro un gran flautista y admirador de Ian Anderson, el flautista de Jethro Tull, Cecilia e Ignacio Pavón con los cuales pasamos muchos momentos de locuras y baile.
Todos sentados, o mas bien, tirados, en ese mini templo que yo ofrecía para los rituales musicales y donde aguantamos, en todas sus formas, esos tiempos oscuros de la Argentina. Militares, policías y oscuros civiles cómplices del régimen que pululaban por las calles buscando a quién culpar. Y así fue, pero el sacudido fui yo y mis acompañantes, a los que había invitado a descubrir una música nueva.
Se me abrieron los pulmones y mis neuronas y lo que llaman mis sensaciones y sentimientos comenzaron a explotar y florecer y nunca mas terminaron de producirme una intrigante sensación de duda, de paz, de descubrimientos místicos, de belleza fundamental.
La explosión sonora de la orquesta en sus partes rítmicas Les augures printaniers (Danses des adolescentes) - Augurios primaverales (Danza de las adolescentes) eran mejor que un solo de la mega batería de Carl Palmer (el de ELP), el fagot del comienzo sonaba mas psicodélico que una guitarra incendiada de Jimi Hendrix, el misterio brumoso de de la Introducción de la Parte 2 me hacia ver las galaxias lejanas mas que cualquier tema de Yes o de Pescado Rabioso.
Nada de ritmos regulares ni de melodías románticas, todo era una furiosa expresión de genial brutalidad primordial. Nada de armonías tradicionales ni de cuidadosas estructuras apolíneas y clásicas. Me imaginaba, basándome en los títulos de las escenas, la coreografía de ese primitivo ballet. ¡Yo quería componer así! ¡Se acabó el rock para mí! Quería escribir con esa complejidad y naturalidad ¿Cómo hacer?
¡Se nos reveló todo el poder inmenso de la música! Sonoridades, ritmos, colores, flashes psicodélicos, aventuras contrapuntísticas, irregularidades en todos los sentidos, no sabíamos de donde nos iban a atacar, qué locura nos iba a mostrar este aristócrata ruso. Salí disparado de la habitación trastabillando de tan trastornado que quedé.
Más tarde devoré su escritos que me marcaron como a un toro furioso. Una de ellas “La música es incapaz de expresar un sentimiento”. La música va mas allá de un sentimiento subjetivo, es libre de ataduras e interpretaciones, es imposible de encasillar.
Esta obra me salvó, me ayudó a respirar. Lo que sucedió luego de salir de mi cuarto, ya inundado de música y humo se los contare la próxima vez.
Gabriel Chwojnik nació en 1957 en La ciudad de Buenos Aires y sigue viviendo aquí. Porteño cien por ciento. Estudió música en el Conservatorio Municipal de la Pcia de Buenos Aires y el Manuel de Falla. No los terminó. Luego continuó la Licenciatura en Teoría Musical en la Academia Rubin de Música y danza en Jerusalem, Israel. A partir de allí se dedicó a componer música para cine (Balnearios, Historias Extraordinarias, La Flor, de Mariano Llinás; El escarabajo de Oro y Por el dinero de Alejo Moguillansky, Medianeras y Las Insoladas de Gustavo Taretto, Ostende de Laura Citarella y más), teatro ( Fantomas, Brecht, La guerra de los mundos con Agustin Mendilaharzu y Walter Jakob), danza, (Cosas que pasan de Luis Biasotto, Vernáculos y Sapiens rabia de Lisi Estarás) concierto (Quinteto de vientos Homenaje a G.l, Concierto para la Batalla de El Tala), publicidad, documentales, etc.