Hija privilegiada de los melodramas surcoreanos (conocidos desde su explosión en la televisión internacional como K-dramas), Kingdom es de las mejores reactualizaciones de la tradición zombi del terror en la era contemporánea. Ambientada en una Corea feudal regida por un rey enfermo de viruela y cercado por el clan dominante, pone en el eje de la discusión no solo un escenario apocalíptico de epidemias incontrolables y muertos que resucitan, sino el termómetro moral que pesa sobre los líderes en los tiempos de crisis. Su construcción es compleja y minuciosa, y en consonancia con las piezas fundamentales del género –desde el gore más sangriento hasta la paranoia frente a la diferencia- despliega un amplio mapa del creciente apocalipsis que funciona como trasfondo de la lucha por el poder y el trono, al mismo tiempo que desnuda las profundas grietas que determinan que cualquier sociedad, por más avanzada que sea, colapse desde sus mismas raíces.
Alojada en el frondoso catálogo de Netflix, Kingdom está basada en el webcomic The Kingdom of the Gods de la escritora Kim Eun-hee, que combina la época feudal de la tradición oriental, con sus guerreros leales y sus imponentes ceremonias, con las modernas historias occidentales de plagas que se propagan y consumen poblaciones en pocos días. De esa bienvenida alquimia surge una ficción que se inspira en una célebre plaga que azotó a Corea en la era medieval, durante el dominio de la dinastía Joseon, para trenzarla con los ánimos del fantástico contemporáneo, con zombis imparables y mezquindades humanas que sellan ese escenario como el más atroz. Dirigida por Kim Seong-hun (el director del hit del 2016, Tunnel) y con guion de la misma Kim Eun-hee, la historia asume la ambición territorial como premisa: no se trata de un grupo simbólico de personajes, o de un espacio delimitado y concentrado, sino de todo un país que se ve sacudido por una guerra intestina por la sucesión, por las disputas entre los clanes por el poder, en el marco de una creciente epidemia que convierte los valles y palacios en los más cruentos campos de batalla.
“El rey ha muerto” es el rumor que atraviesa la región de Hanyang, sede del Palacio Real, luego de la nocturna visita del ceremonioso médico y su ayudante. El silencio de la viruela da paso a los rugidos de una fiera que ahora habita en los aposentos de su majestad, alimentada por la “planta de la resurrección” y controlada por el consejo de gobierno, al mando del poderoso clan Haewon Cho. El inicio de la plaga se amalgama entonces con la guerra política y militar por el trono, que origina la masacre de los eruditos del reino y la persecución del príncipe heredero bajo el cargo de traición. El retrato de esa sociedad signada por la ambición desmedida de los poderosos y la hambruna y desesperación que azota al pueblo encuentra en la figura del zombi la mejor representación: los enfermos se dispersan sin límites, con una voracidad que nunca se sacia, invadiendo los encuadres como una fuerza imparable, originada en la desidia y el abandono. Esa lógica es la que mejor aceita la serie, sin perder de vista los vaivenes políticos del palacio como el feroz complemento de la violencia en los extensos límites del reino.
Como ocurre como las ficciones apocalípticas, el mundo conocido es el que se encuentra amenazado. Una guerra reciente con el Japón ha dejado al pueblo sumido en el caos y el hambre. La serie utiliza ese elemento para situar el origen de la epidemia en un campo de refugiados, sitiados por el abandono y el desinterés del poder. Así, las reglas para la evolución de la plaga son simples, heredadas de la tradición de un género que ha sido consagrado como la mejor metáfora política desde los tiempos de la saga de George Romero. Aquí, la salida del sol es la que inaugura un tiempo de tregua, con los enfermos escondidos en la base de la montaña o bajo la vegetación, como vampiros en reposo que esperan la llegada de la noche. Ese juego de espera y enfrentamiento le permite a la serie resolver la lógica entre la trama política, que se juega en las intrigas palaciegas y las espurias alianzas, y la épica de las batallas, con guerreros de sable en mano, cortando las cabezas de los feroces muertos vivos.
Como toda épica, Kingdom tiene un héroe a su medida. Lee Chang (interpretado por el popular actor coreano Ju Ji-Hoon) no solo es el príncipe heredero al trono, hijo de una antigua concubina del rey desplazada por la joven reina del clan Haewon Cho, sino un hombre de firmes convicciones y probadas lealtades. Su camino en ese tiempo desesperado no solo consiste en enfrentar la ambición de sus enemigos y la implacable amenaza de la plaga, sino lidiar con sus culpas y debilidades: el acto más honorable nunca es en el campo de batalla sino frente a la indiferencia de los privilegiados. En ese dilema, Chang se pone a prueba a sí mismo, con alianzas impensadas junto a Yeong –sin (Kim Sung-kyu), un guerreo hábil y misterioso, a Seo-bi (Bae Doona, la actriz de la serie Sense8), una médica valiente y decidida, y a los resistentes que parecen emerger allí donde menos se los esperaba.
Lo más interesante de Kingdom es su consciente juego con la sátira sin nunca ahogar la potente oscuridad que domina los escenarios, en los que los zombis se convierten en los nuevos reyes de la noche. El retrato de los magistrados de las distintas regiones, cuya conducta combina el egoísmo y la cobardía en partes iguales, coquetea con el ridículo de manera tal de evitar cualquier atisbo de solemnidad que pueda convertirla en una mera denuncia sobre las atrocidades del poder. Nada de eso: el respeto de las reglas de la ficción y el compromiso con la tensión propia del terror nutre a la serie de una vitalidad que ofrece una lectura del presente sin ser ahogada por ella. El vértigo de las acciones, la precisión de la puesta en escena, y los crecientes interrogantes sobre una cura, nuevas propagaciones, o sobre el futuro del trono, hacen que seamos parte de ese universo sin nunca olvidar lo mucho que se parece al nuestro.