En Daddy Longlegs (2009) , también conocida como Go Get Some Rosemary –la primera película dirigida a cuatro manos por los hermanos Benny y Josh Safdie– su protagonista, un hombre de mediana edad que trabaja como proyeccionista en un cine dedicado a la reposición de títulos clásicos, debe hacerse cargo de sus dos pequeños hijos durante una quincena. Amante de las bromas y la diversión, más amigo y compinche que un verdadero padre para los chicos, en cierta escena de alto impacto, pero jugada a un perfil bajísimo, aquellos que deberían estar a su cuidado y tutelaje sufren un peligro mortal, consecuencia de la falta absoluta del sentido de la responsabilidad. Si bien la historia, su tratamiento y la plasticidad de las imágenes no podrían ser más diferentes, hay algo en Uncut Gems –un nervio, una amenaza, una percepción de desastre inminente– que une a ambos largometrajes de manera indefectible y profunda. En realidad, en todas las películas de los hermanos Safdie la tensión del relato lleva inevitablemente a situaciones donde la impresión es equiparable a la de una moneda que quedara suspendida durante unos instantes sobre su canto, a la espera de que las leyes de la gravedad (o el destino o la fatalidad, lo mismo da) la hagan caer hacia un lado o hacia el otro. La última película de la dupla aterrizará en la plataforma Netflix a finales de este mes, el 31 de enero, sin pasar por salas de cine, con el inexplicable título Diamantes en bruto. No hay aquí diamantes; sí una enorme piedra con ópalos negros, que el protagonista, un joyero del barrio judío de Nueva York, deberá vender en una subasta al mejor precio posible para poder así pagar sus incontables deudas. Esa “gema sin cortar” es, desde luego, la excusa ideal para que los hermanos Safdie entreguen la que quizá sea su película más pulida hasta la fecha, una comedia que puede ser vista como tragedia o viceversa, en ambos casos excesiva y un poco estrafalaria. La película también es un regreso en gran forma de Adam Sandler, muy lejos aquí de sus peores comedias populares (que también las hay buenas), recordatorio de que el actor y comediante neoyorquino tiene muchísimos más ases debajo de la manga de lo que suele creerse y afirmarse.
Como en El exorcista, en Diamantes en bruto el prólogo transcurre en un lugar muy lejano al trasfondo geográfico del núcleo de la historia. En Etiopía, un accidente en una mina de piedras preciosas permite que un par de trabajadores logre quitar de las entrañas de la tierra, sin que nadie los vea, el enorme ópalo que un tiempo después viajará a Nueva York, a la oficina del vendedor de joyas Howard Ratner. Como en el film de William Friedkin, aquí también una extraña maldición parece acechar al protagonista, aunque en el fondo todo aquello que irá a ocurrirle a lo largo de las poco más de dos horas de proyección no será otra cosa que el corolario directo de sus propias acciones. Además de joyero de fuste –de esos que ofrecen todo tipo de mercaderías al público, no siempre de manera del todo legal, en el Diamond District neoyorquino de la calle 47–, Howard es un jugador compulsivo, aficionado en particular a la liga profesional de basquetbol, y sus acreedores han comenzado a demandar el dinero de los préstamos de manera cada vez más impaciente. En casa las cosas tampoco andan del todo bien, aunque para los más cercanos –incluidos sus hijos–no hay nada fuera de lo común en el horizonte. Su esposa sabe, sin embargo, que el hombre mantiene una vida en paralelo y que el otro departamento de la familia está ocupado por una mujer más joven. Es entonces cuando llega la piedra, el mismo día en que por su local se da una vuelta Kevin Garnett, jugador estrella de los Boston Celtics (encarnado por el propio Garnett), lo cual ubica claramente la acción unos años atrás, circa 2002. La convulsión en la joyería es mayúscula y su dueño va de acá para allá, habla por teléfono, atiende a los clientes, abre la caja llegada desde África con impaciencia. Howard tendrá los mil y un problemas y defectos, pero Diamantes en bruto nunca dejará de mirarlo a través de unos ojos comprensivos, piadosos incluso. Para Josh Safdie, según declaraciones recientes a la revista Vulture, “toda nuestra vida hemos crecido con gente llena de defectos. Y hemos tenido que ver a través de esos defectos, o bien perdonarlos, para llegar a algo que haga posible identificarse con ellos. Algo humano, con valor. En el negocio de las joyas, una gema sin cortar es una apuesta mayor. Uno debe ser un genio con los ojos para encontrar una que sea realmente valiosa”.
Una normalidad deformada
Difícil ver en acción a Adam Sandler y pensar en una “gema sin cortar”: su carrera es lo suficientemente dilatada y diversa como para imaginar a alguien que debe descubierto detrás de las capas más superficiales. Desde que el doblete Happy Gilmore y Billy Madison lo transformara en una figura reconocida en todo el mundo, a mediados de los años 90, Sandler nunca ha dejado de trabajar de forma incansable, alternando toda clase de proyectos, signados casi siempre por una persona cinematográfica usualmente excéntrica, algunas veces desagradable y otras tantas entrañable, siempre hiperactiva. Algo de eso debe haber visto Paul Thomas Anderson a la hora de convocarlo para encarnar al Barry Egan de Embriagado de amor (2002), la dolorosa comedia de un ser que no logra encontrar su lugar en el mundo, por más que lo intente. El Howard de Uncut Gems es muy distinto a aquel Barry –Howard se mueve en las calles como pez en el agua, conoce la noche y sus placeres de pies a cabeza y forma parte de varias comunidades, siguiendo sus ritos y costumbres–, pero el nerviosismo y otros rasgos excesivos es compartido. Es sintomático respecto de los comediantes en general –en particular de aquellos que han hecho una parte sustancial de su carrera cinematográfica en las filas de la comedia frontal, sin avergonzarse– que la mirada sobre roles como el de Howard Ratner convoque a la reevaluación, a la impresión de que el componente dramático supone una cierta dificultad actoral irreconocible en otros personajes. Pero, ¿acaso implica una destreza mayor transformarse en el protagonista de la película de Josh y Benny Safdie que en el peluquero israelí de No te metas con Zohan, una de las comedias sandlerianas más subvaloradas? Lo cierto es que el proyecto de Diamantes en bruto viene arrastrándose desde hace diez años, postergado por razones diversas, y para el personaje central los hermanos pensaron en actores tan disímiles como Harvey Keitel y Jonah Hill (del primero quedó la relación directa con Martin Scorsese, uno de los productores ejecutivos de esta película). Para los directores, que estuvieron hace diez años en Buenos Aires, presentando Daddy Longlegs en la Competencia Internacional del Bafici, el paso de cineastas ultra indies a las ligas de cierta envergadura fue un proceso lento y gradual, que fue dándose de manera natural.
“Hasta Good Time – Viviendo al límite ni siquiera teníamos un supervisor de guion”, afirmó Josh Safdie en la entrevista ya mencionada. A pesar de tener en el reparto a una figura como Robert Pattinson, su película previa –un notable thriller con inmejorable tensión y personajes inolvidables– fue gestada como una producción independiente, con rodaje en locaciones muchas veces sin permisos municipales o policiales a mano. Ahora, con Diamantes en bruto, “nuestro estilo de producción cambió un poquito, pero intentamos que eso no fuera tan así. Tratamos de mantener el mismo ritmo de las películas previas, moviéndonos hacia adelante constantemente, con un montón de set-ups. No nos gusta ‘bloquear’ las escenas y siempre filmamos los ensayos. Esto ha sido un paso hacia adelante y el equipo trajo consigo su profesionalismo e ideas y nos alimentamos de todo eso. Recuerdo que un día salí a la calle, en pleno distrito de las joyerías, para hacer una prueba de vestuario y al caminar unas cuadras me encontré rodeado por un enorme equipo de rodaje. En un primer momento no me di cuenta de que se trataba de nuestra propia película”. No es un dato menor: los Safdie (35 años Josh, 32 Benny) atravesaron casi toda su filmografía como realizadores auto gestionados, con presupuestos ínfimos y rodajes del tipo guerrilla. En la ópera prima de Josh, The Pleasure of Being Robbed (2008, editada en dvds argentinos bajo el título Una ladrona en apuros), el rodaje en 16mm y la influencia parcial del cine de John Cassavetes conjuraban un estilo que parecía, si no muerto y enterrado, al menos bastante olvidado. Daddy Longlegs recuperó esos timbres formales en una historia semi autobiográfica dedicada al padre de los directores y en Heaven Knows What (2004) la joven protagonista, una adicta a la heroína, recorría las calles de Nueva York en una búsqueda desesperada de sentido, sin caer en la sensiblería ni en la sordidez. Si hay algo que realmente comparten todas las películas “made in Safdie” –además de su participación como actores, en algunos casos– es la creación de mundos marginales que están, en realidad, a la vuelta de la esquina. Ya se trate de una carterista viviendo al límite o una heroinómana ídem, de un padre tan simpático como colgado, de unos ladrones improvisados o de un jugador compulsivo, la obsesión de los directores se ubica a mitad de camino entre una normalidad ligeramente deformada y la entrega a un tren de alta velocidad con estación terminal incierta. Eso, la velocidad, es de suma importancia. En Uncut Gems, como en los films anteriores, la velocidad crucero es altísima. Los diálogos –muchas veces entreverados, superpuestos–, todo lo que ocurre, las consecuencias encadenadas y muchas veces imprevisibles de los actos, se dan de forma implacablemente vertiginosa.
La batalla contra el mundo
Howard Ratner no limpia ni barre pero corre mucho, de un lado para el otro, en un infierno/paraíso circular. Del local de empeños a la oficina, desde allí a su casa y de ahí a los brazos de su “querida”, con pequeñas escalas en eventos sociales obligatorios y una inesperada visita al baúl de un auto. Pero su mundo –marcado por la riqueza del contacto multicultural, no necesariamente amable y casi siempre receloso– no es el del día de la marmota y las cosas nunca vuelven a ocurrir de la misma manera. En realidad, parecen estar más cerca del After Hours de Scorsese, aunque aquí las horas se transformen en días. Con sus noches, desde luego. La obsesión supersticiosa de Garnett, la estrella del básquet, y el préstamo del ópalo por una velada especial, es la primera pieza del efecto dominó que comienza a envolver al protagonista, obligado a partir de ese momento a hacer equilibrio como un malabarista endemoniado y, al mismo tiempo, dispuesto a ir cada vez más lejos y más alto con sus apuestas, las reales y las metafóricas. En el afiche publicitario, en un blanco y negro contrastado que recuerda a las portadas de algunos LPs clásicos de jazz, Ratner/Sandler toca su rostro en un gesto de ligero dolor, mientras de una de sus fosas nasales surge un pequeño tapón de algodón, de esos que se preparan de manera improvisada ante la pérdida de sangre. Es una imagen icónica, muy representativa de la batalla de Ratner contra el mundo y contra sí mismo. Envuelto en una maraña de acontecimientos que imagina erróneamente bajo su control, el héroe transita las distintas etapas de su odisea sin saber exactamente qué ocurrirá a continuación, a la espera de que sus apuestas coincidan con el caballo ganador. Diamantes en bruto está repleta de giros espectaculares y desvíos sorprendentes, pero también de brillos secundarios que, de pronto, adquieren una importancia inusitada. A tal punto que aquellos que parecían envueltos en las sombras del telón de fondo pasan al frente sin solución de continuidad. Ese es otro de los detalles sobresalientes de la película, la gran apuesta de los hermanos Safdie que, luego de una década de desarrollo, termina ganando por goleada en términos cinematográficos. Los otros premios, los dorados –los globos, los tíos Oscar y demás medallas–, de ganarse, se llevarán como los relojes de imitación que Howard, farolero como pocos, ostenta con orgullo durante su travesía hacia un lugar desconocido.