Había un cuadro en la casa de mis abuelos que nos aterrorizaba a todos los nietos. Estaba ubicado estratégicamente, justo al final de un largo pasillo que iba de la parte de adelante de la casa, donde estaba el living y la cocina, hasta la de atrás, donde estaban los cuartos. Era el retrato de una mujer mayor que miraba severa al frente, parecía vigilarnos cuando nos atrevíamos a aventurarnos por ese pasillo alfombrado, sin una ventana al exterior. Eso hacía que la larga caminata que iba de la parte social del departamento hasta su parte privada sucediese casi en otro mundo, siempre bajo su influencia inquietante.
No recuerdo qué era peor, si emprender esa travesía con la luz encendida, esquivándole la mirada, o hacerlo con la luz apagada, evitándola, pero sabiendo –sintiendo– que estaba ahí. Por las dudas, siempre me preocupé de que la luz estuviese encendida cada vez que tuve que emprender ese camino en soledad, y hablando con mis primos constaté que todos le teníamos miedo y hacíamos lo mismo cuando debíamos encarar por las nuestras ese trayecto encapsulado. Apenas dejamos de ser niños con mis hermanos le confesamos a nuestros padres el pavor que nos provocaba el cuadro y, pese a las risas ante el relato, ellos también confesaron que es verdad que tenía algo especial. Y mi padre nos reveló que aquella señora retratada era la madre de sus padres, nuestra bisabuela, y que efectivamente era un personaje que también en vida daba miedo de tan severa.
Cuando pienso en Luna, la gata de Ana y de su madre Elina, no puedo evitar pensar en aquella bisabuela a la que nunca conocí, pero que me vigiló atenta desde el final de ese pasillo durante toda mi infancia, con una intensidad que me ponía siempre la piel de gallina. Ana insiste que Luna siempre fue un amor, una gata cariñosa cuando era cachorra, pero yo la conocí ya entrada en años, casi tan viejita como aquella bisabuela inmortalizada en el retrato, y su mirada siempre fue similar a la de ese cuadro.
Luna me vigiló siempre, me meó la cama cada vez que aparecía de visita en su hogar, y me miraba altiva y desdeñosa cada vez que se topaba conmigo, como preguntando en voz alta una y otra vez: este señor quién es y qué hace acá. Llegaba incluso a sisearme desafiante al cruzarse conmigo ante alguna puerta, como reclamando que le dejase libre el paso. Supongo que se lo había ganado, solo por haber sobrevivido a un cáncer y a la sentencia del veterinario que le había dado apenas seis meses de vida, y que ella contrarió –mucho mas severa que lo que era conmigo– sobreviviendo casi una década extra.
Intenté ganarme su confianza y cariño de mil maneras: llené su plato de comida, limpié sus piedras sanitarias, me presenté ante ella una y otra vez, con las defensas bajas y demostrándole admiración y respeto. No hubo caso. Primero me ignoraba, después meaba mis cosas y más tarde cuando quedábamos frente a frente directamente me siseaba. A lo más que llegué fue a que me dejase acariciarla cuando dominaba majestuosa la cama de la madre de Ana, y yo no presentaba ninguna amenaza a su reinado. Pero no mucho, eh. Apenas creía haberme ganado algo de su confianza, me siseaba otra vez y a veces incluso venía el zarpazo. Supongo que estaría defendiendo fielmente el lugar del marido de la madre de Ana, para ella el único varón de la casa.
Hasta donde yo recuerdo, desde que la conocí, Luna siempre se estuvo muriendo. Primero tenía el cuerpito lleno de llagas, luego meaba todo y por todos lados, como insultando al mundo por no llevársela de una vez. Revivía con cada verano, en la costa, cuando se paseaba a sus anchas por la casa estival de siempre e incluso sus alrededores. Y languidecía de regreso, paseándose cabizbaja por el hogar, como si estuviese repasando todas las promesas no cumplidas del verano. En su último tiempo había revivido, se había amigado con el mundo, ya no tenía llagas, y su pelo brillaba. Pero 19 años –¡19!– eran demasiados, y finalmente supimos que le costaba tanto respirar que no podía hacerse un ovillo para dormir, y hubo llantos ante la inminencia de la despedida tanto por parte de la madre como de la hija, sus dueñas compartidas. La misma severidad con la que nunca me cedió ni un centímetro en sus dominios fue entereza a la hora de no dejar que la sacrificasen, al exhalar solita su último suspiro justo la mañana en que la llevaron en la última visita al veterinario, pobrecita. Siempre te respeté, Lunita, por haber entrado en el corazón de tus humanas, por defender tu lugar y no regalar nada ni a mí ni a la muerte, y aún más por semejante despedida. Por eso, a tres años de aquellos llantos, vaya este recuerdo. Ojalá que hayas tenido un buen viaje, gataza.