Hay series que no necesitan grandes declaraciones de principios ni engañosos trailers con gancho: basta darle la oportunidad a sus primeros cinco minutos para darse cuenta de que, en un universo abigarrado de opciones, se está ante algo diferente.
The End of the F***ing World es diferente. Muy diferente.
No es novedad: las series británicas suelen ofrecer un plus. Y la serie adaptada por Charlie Covell sobre la novela gráfica de Charles Forsman tiene mucho de eso. ¿Cómo no desear saber cómo sigue el asunto, si en los primeros minutos nomás aparece James, el pibe que metió la mano en una freidora “a ver qué se sentía” y que a los 17 años disfruta matando animales y tiene fantasías de pasar a los humanos? ¿Cómo no engancharse con Alyssa y sus frases de ácido muriático? ¿Cómo no volverse adicto, si encima tiene música incidental compuesta por Graham Coxon -guitarrista de Blur- y una banda de sonido con canciones que siempre ofrecen el tono justo?
Las dos temporadas de El fin del jodido mundo pasan como un suspiro, y no solo porque sus capítulos no superan los 24 minutos. Por momentos siniestro, hilarante en sordina, siempre impredecible, el road trip de James y Alyssa da cuenta de dos almas que no saben dónde van ni tampoco les interesa demasiado: entendieron hace rato que es inútil intentar encontrarle un sentido a un siglo XXI desmadejado, irrescatable, absurdo. Quizás se aman, quizás se detestan: no importa. Todo está ahí adelante en el camino, pero si por una desatención a ese “todo” le pasan por encima con el auto pues mala suerte, a seguir avanzando, quizá haya algo más. O no. A quién le importa.
Covell pone el brillante material, y Alex Lawther y Jessica Barden hacen el resto: The End of the F***ing World es un festín de diálogos que parecen deshilachados pero son perfectas piezas de relojería. Alyssa o James pueden contestar con un seco, apático o apenas irónico “OK” a las frases más deliciosamente absurdas, a declaraciones dignas de un Sombrerero Loco pasado de ácido. Por eso pueden cruzarse con personajes como el lascivo profesor Clive o la pareja de detectives Tarego & Noon (Gemma Whelan, la inolvidable Yara Greyjoy de Game of Thrones) y todo parece tener lógica. En el camino del dúo bien podría cruzarse un Yeti vestido de frac y sería recibido con total naturalidad.
Por eso, tras el cliffhanger con el que cierra la primera temporada, cualquier duda que pudiera surgir sobre la necesidad o el sentido o el riesgo de continuar quedó disipada con la aparición de Bonnie (Naomie Ackie, la ex Stormtrooper que dialoga con Finn en El ascenso de Skywalker). Cuando uno creía que era difícil empardar el punto de psicopatía de Alyssa y James, apareció un personaje tan a la altura que ni siquiera la pareja en fuga sabe hasta qué punto está en peligro. Al cuerno con eso de las segundas partes o segundas temporadas: los ocho episodios subidos a Netflix en noviembre del año pasado son otra invitación al maratoneo implacable.
Las motivaciones de Bonnie. Alyssa atravesando buena parte de los episodios vestida de novia. James llevando una urna funeraria a todas partes. El pobre tipo con un motel en el medio de la nada. La madre de Alyssa llevando el término "tóxica" a nuevas fronteras. Y la música, siempre la música, cereza en la torta de una de esas series que reenganchan al espectador con el formato, que ofrecen algo distinto, que se apartan de todo sendero trillado. Y que, al cabo, no deja de ser una historia de amor. Retorcido. Incoherente. Por momentos demencial, en varios sentidos del término. Pero, en última instancia, con un grado de sensibilidad que le gana a todo cinismo. Hasta el final del fucking mundo: no le den patadas a los locos.