UNO El 31 de diciembre --para variar, para ver si algo variaba-- Rodríguez decidió no prometer o prometerse gran cosa. "Seamos humildes y cautos", se dijo en ese momento definitivo en el que las festivas campanitas navideñas de sonido diminutivo mutan a ominosas y mayestáticas campanas findeañeras. Así que --con precaución, como quien se asoma al abismo para comprobar altura vertiginosa o se moja las puntas de los pies en la orilla del océano-- tan sólo se comprometió a dos cosas. Dos desafíos asumibles y realizables para salir con la sensación, sino el convencimiento, de ir ganando o, al menos, perdiendo lo menos posible.
El primero de ellos (el más difícil de todos) era el de ya no leer periódicos o ver noticieros para enterarse de cómo iba eso de las inquietantes e inamovibles y opacas de tan discretas negociaciones secretas a voces entre la coalición PSOE/Unidas Podemos con --para disgusto de Junts per Catalunya-- la abstinente Esquerra Republicana de Catalunya (ahora mismo, entre roscas y roscones, con feriado entre una y otra votación) e investir en pleno, pero no plenamente, a Pedro Sánchez como jefe de gobierno y todo eso. Basta ya de idas y vueltas, de marchas y contramarchas, de pedidos y ofertas, de veredictos y sentencias, del encarcelado Junqueras y del fugado/exiliado Puigdemont y de lo que elija Torra, de Pablo Iglesias y de los Apocalípticos de la Derecha e integrados de la Patronal presagiando el fin de los tiempos. Y suficiente del Rey Donald vaciando sus alforjas de petardos por Medio Desoriente.
La segunda prueba a superar era, en cambio, tanto más gratificante. Y a tono con la muy popular por aquí cabalgata de Reyes --sólo explicable porque subliminalmente fortalece ideal monárquico como regalo a la sociedad toda y a los elfos olfas que hacen la revista ¡Hola!-- tenía que ver con dedicarse a la lectura de, sí, three wise men: tres hombres sabios. La acepción no mágica ni sangre azul de los difusos Melchor y Gaspar y Baltazar (quien, en un primer boceto para la postal de los ultra de Vox en la sucursal de Cádiz aparecía blanqueado) sino de tres hechiceros reales y sólidos.
DOS De ahí que Rodríguez fuese caminando hasta su librería de cabecera. (Las tarjetas/abonos para el transporte público han cambiado de modelos este 1 de enero para así pretender enmascarar aumentos varios en lo que la inefable alcaldesa de la ciudad, Ada Colau, definió como "una revolución tarifaria y un cambio de paradigma". Adiós a la querida T-10 --en las redes se bromea con amargura acerca de la creación de la tarjeta T-Jodes o T-Cuelas-- y hola a la más cara T-Casual o a la más barata pero con menos viajes T-Familiar; y nadie parece muy feliz salvo Ada madrina siempre con ese aire de satisfacción culposa. La irritante cuestión se ha visto aún más potenciada con la entrada en vigor de las pertinentes restricciones de circulación por Barcelona a vehículos contaminantes y al impertinente enigma de cómo redes de metro y autobús sin mejora o ampliación absorberán a todos esos nuevos reducidos a la ficción-auto.) En cualquier caso, a Rodríguez no le viene mal caminar y sentir el frío y entra en su librería. Y, como corresponde, sale cargado (son tres volúmenes contundentes) con libros de otros al escribirlos que, ahora, son también suyos al leerlos.
TRES A los dos primeros de ellos les tenía echado el ojo y ganadas las ganas desde hace tiempo. Así --cada noche antes de apagar la luz-- leer uno de los luminosos Ensayos de Michel de Montaigne. Hombre perfecto por imperativo de padre burgués que deseaba para su hijo la aristocracia del espíritu, caído del caballo a los treinta y cinco años y a partir de ese golpe retirado de cuestiones mundanas, Montaigne se puso a pensar y a filosofar sobre todo con la más eufórica de las melancolías mientras a su alrededor todo parecía venirse a bajo. El ensayo que le toca hoy a Rodríguez se titula "Nuestros sentimientos se arrastran más allá de nosotros" y allí lee que "Quienes acusan a los hombres de andar siempre embelesados tras las cosas futuras y nos enseñan a aferrar los bienes presentes y a enraizarnos en ellos, dado que no tenemos poder alguno sobre el porvenir, bastante menos aún que sobre el pasado, tocan el más común de los errores humanos". Y líneas después: "Nunca estamos en nuestro propio terreno, siempre estamos más allá".
Y Rodríguez --libro 2-- desayunará durante meses con los dichos y escritos de otro francés crepuscular: Chautebriand y sus Memorias de ultratumba. Otra encandiladora sombra desplazándose por tiempos tenebrosos. Otro noble desengañado que --como Montaigne-- aparta la vista y el oído del atronador y mundanal ruido tan solo para poder ponerlo armoniosa y claramente por escrito advirtiendo, en su prefacio, que todo lo que seguirá "es el fruto de la inconstancia de mi suerte: las tempestades no me han dejado a menudo otra mesa de trabajo para escribir que el escollo de mi naufragio". Allí y allá, el todos los tiempos el tiempo de Proust, quien sería uno de los mejores alumnos de Montaigne y de Chautebriand (de sus "vivirse a sí mismo" en la montaña o de ese recordar desde "un templo de la muerte erigido a mis recuerdos") y, también, uno de los contados admirados del Hombre Sabio N. 3 que se ha regalado Rodríguez.
El autor del tercer libro --otra víctima de sus tiempos-- es Vladimir Nabokov. Y su título es Think, Write, Speak: Uncollected Essays, Reviews, Interviews and Letters to the Editor. ¿Y qué es lo que más le ha perturbado siempre a Rodríguez de este ruso cósmico --nunca entre sus favoritos-- para el que pocas cosas había más sobrevaloradas que "la realidad, término que siempre debería escribirse entre comillas" y quien se autodefinió, con humilde soberbia, con un "pienso como un genio, escribo como un autor respetable y hablo como un niño"? No es, desde ya, ninguna de esas acusaciones sin fundamento que de un tiempo a esta parte se le vuelven a hacer por haber cometido el crimen de escribir una perturbadora obra maestra como Lolita. Tampoco --tal vez un poco-- su adicción al arlequinesco juego de palabras y a la soberbia autorreferencia. Pero sí --y tal vez lo que de verdad más le enerva y en "realidad" le envidia a Nabokov-- sea su resistencia y gracia más allá de toda dificultad, su capacidad para no dejar de moverse mientras escribía, su absoluta indiferencia a todo lo que lo rodeaba ya fuesen revolucionarios soviéticos o avanzadas nazis o mediocres académicos y críticos, y su absoluta creencia en el propio genio. Meterse con y en Nabokov equivale a descubrirse quejoso y débil y malversador de la propia vida que nunca devendrá en obra, piensa Rodríguez.
El flamante volumen de Nabokov --el más portátil de los tres, dentro de todo, aunque con algo más de 500 páginas-- es el que Rodríguez lleva encima para leer en metros y autobuses y el que, ya familiarmente, abre con modales casuales por cualquier parte.
Y así, llegando a la subterránea estación de Gràcia, Rodríguez se encuentra con la dádiva de esta ardiente y transparente y mariposeante frasecita clavada por Nabokov en una entrevista: "La tristeza es una gran escuela, pero la alegría es la mejor universidad".
Y --al menos por unos minutos-- Rodríguez se baja allí para subir tan alto.