EL CUENTO POR SU AUTOR

Debería ser costumbre de les escritores visitarse en sus talleres literarios. Digo mal visitarse: ir de alumnos. ¿En qué otra instancia te podés juntar con alguien a analizar un gran cuento durante dos horas? Fijate cómo la mina hizo esto, lo otro, cómo consiguió darle “temperatura”, tempo, clima, cómo aceleró, cómo desaceleró. Si el tipo lo trabajó desde la forma, si desde la sintaxis, si evitó descripciones o se jugó a hacerlas a riesgo de perder ritmo. Si metió verbo tras verbo tras verbo, si mandó enumeraciones al estilo el Aleph, si retaceó la propia emoción, objetivándose.

¿En qué confitería, en qué plaza, en qué cruce de esquina vas a decir: sí, mirá cómo armó una microtrama dentro de la trama, mirá cuántas polisemias se banca el texto al renegar del realismo estricto, mirá acá, ¡mirá cómo lo hizo acá!!? En ninguna.

Mis intercambios con amigues escritores no habían conseguido ir más allá de:

-¿Qué estás leyendo?

-A Lucía Berlin

-Tremenda.

-Tremenda.

Y es que tendríamos que leer algo ahí juntos para poder hacer otra cosa.

En un taller somos 7, 8 o 9 personas, el amigo-escritor-profesor y el texto. Te vas que te explota la cabeza. Llegás a tu casa y te ponés a escribir. Cuando llevás tu cuento a la semana siguiente, te encontrás con el mate y la ronda de miradas, incluyendo la de tu amigo-escritor-profesor, que te ayudan a mejorar, o te confirman que querés persistir en el error.

Digo así acá porque este año, cuando terminé de dar mis propios talleres, se me ocurrió preguntarle a Jorge Consiglio si me podía sumar al suyo. No hay persona más querible que Jorge Consiglio. Una dice Jorge Consiglio y quien sea que está enfrente dice: “Tipazo”, y es verdad. Así que me alegré de que le quedaran cuatro clases. Ahí pasó todo eso, y ahí llevé este cuento para compartir y ponerlo a consideración del grupo así que Jorge, Ana, Martina, Beatriz, Marcela, Bernardita y Marcelo: muchísimas gracias.  


ERA EL MATAFUEGOS

Nos fuimos al carajo en Navidad, por eso estoy contenta de poder llevarlos. Fernando y yo somos jodidos, peleamos por si una mosca se paró de un lado del vaso o del otro, pero también podemos hacer algo para reparar. Tampoco fue tan grave lo de Navidad, pero incómodo, una sensación fea para todos. Innecesario. Fernando se equivocaba en los acordes, yo lo acusé de hacerme desafinar, él dijo que no seguía tocando y mamá me saltó desde dos sillas más lejos, por qué lo provocás, Celeste. No era común que se alterara, por eso me dio más bronca. En la cocina le reproché que me hubiera desautorizado frente a mi pareja, que no se hubiera aliado conmigo, que si acaso los varones eran siempre lo más importante. Ella me pidió tengamos la fiesta en paz y yo volví callada. Mica y Diego ahí remándola. Fernando mismo, buscándome con los ojos y tratando de agarrarme la mano. La retiré con un movimiento horizontal y seco, sin mirarlo, como si repartiera cartas de un mazo en un partido definitorio. Y nadie consiguió que volviera a hacer ni una sonrisa ni a dar una respuesta de más de dos palabras en toda la noche.

Era el matafuegos.

Ahí baja Mica. Trae un bolso como para diez personas, o para dos meses. Fernando reacciona antes y en un segundo baja del auto y la está ayudando. Era el matafuegos. Viene muy cargada. En cambio Diego no. Mi cuñado es práctico, una mochila al hombro nomás, lo lógico para cinco días. El auto se bambolea cuando Fernando hace fuerza para encajar el bolso de Mica en el baúl. Pero nadie le dice nada. Después el chac, seco y seguro, baúl cerrado y todos adentro. Listos para salir. Pensar que ahí, ahí mismo en el baúl, estaba el matafuegos.

Me siento bien de haberle dejado el asiento de adelante a Diego. Los varones tienen una manera de entenderse, ya se están riendo. Y yo puedo ir entre Mica y mamá. Era el matafuegos. Quiero estar un poco cerquita de mamá también. No es que piense como Mica. Porque yo sé lo que pensó. Mica pensó “vos con esta escena, y puede ser la última Navidad de mamá”. Yo no lo pienso así. Era el matafuegos. Mamá no está enferma. Y tiene 71 años. La gente se muere de joven, en tragedias, o de vieja, después de los ochenta largos. Lo único es que mamá va mucho a médicos. De un especialista a otro, por pavadas. Y nos tiene al tanto de cada cosita que le dicen. Se hace estudios con sedación y contraste, tiene que ir acompañada, nosotras agendamos, estudio mamá, control mamá, dormir en lo de mamá, y todo eso al final arma una especie de alerta, pero más para Mica que para mí. Era el matafuegos.

En el camino hay vacas. Siempre me da paz mirarlas. Y estoy charlando con Mica mientras me recosté en el hombro de mamá, pero no puedo dejar de escuchar algo que dice Diego, sobre el colegio salesiano. “La agrotécnica”, dice él. Es el colegio donde lo mandaron pupilo al secundario, a aprender tareas del campo. En la agrotécnica había un inseminador de vacas, dice. Ni sé de qué hablábamos con Mica pero nos callamos. Él se da vuelta. Ve que también lo escuchamos y habla con el cuello girado. Un inseminador de vacas. Un japonés. Venía especialmente cada dos meses. ¿El tipo inseminaba las vacas?, pregunto. Sí. ¡¿Él mismo?! No, Celeste. Era una inseminación artificial. Todos se ríen de mí. Era el matafuegos. Traía la técnica de Japón, dice Diego. Llegaba y se arremangaba, y lo primero que hacía era vaciar bien a la vaca. ¿Vaciar?, pregunto. Vaciarla de bosta, me explica. Le metía la mano y sacaba todo, así nomás, sin guante, porque la bosta de vaca es liviana, si lo pensás es pasto. La vaciaba bien vaciada, y después le ponía la cánula en la entrada del útero. Es un lugar especial, hay que ponerla justo ahí. ¿Qué tiene que ver la bosta con el útero, Diego? Se llega por el mismo lado, me dice. No, ¡no es por el mismo lado! Sí, están conectados. No, por favor, mamá, decile que no están conectados, qué asco. Pero mi cuñado siguió contándole la historia a Fernando y lo único que volví a escuchar entre el ruido del motor y el viento fue: “el tipo tenía todo el antebrazo teñido de verde... Desde la mano hasta el codo”.

Era el matafuegos.

Qué linda es la casa de Gesell. Cada vez que la veo aparecer en la loma me da orgullo. La verdad es que somos insoportables, peleando dos días sí y uno no. Pero una casita así en la costa ayuda a resolver los problemas. La plata no hace la felicidad, dicen, pero contribuye bastante. Tampoco es que tengamos tanta plata. Pero tenemos esta casa. Era el matafuegos. Y estoy contenta de haberlos podido traer.

Nos hicimos el pacto de no pelear absolutamente por nada. La guitarra no se toca. Fernando dice que vamos a ir a correr a las tres. Es una hora de mierda, pero le digo que sí. Son las dos y media y ya lo veo con la remera de Asics y sus botellitas de agua en la riñonera. Camina de un lado al otro del living. Me mira los jeans y las pantuflas. Subo, me pongo un shorcito así nomás, protector solar y a las tres en punto estamos trotando. Era el matafuegos.

Hay que traer pescado para hacer pescado al roquefort, voy. El tipo saca una tira rosada y plateada de entre unos hielos, levanta la punta y la extiende para mostrarme, siento vacío en la panza. Ya sé que no tiene sentido decirle que soy vegetariana. Le digo que está bien. Ato la bolsita al manubrio de la bici y pedaleo lo más rápido que puedo. Pesa. Mucho más que si fuera ropa, que si fuera verdura, pesa como un cuerpo. Agarro la rotonda de la entrada, pedaleo más fuerte para cortar por el bulevar y enganchar la loma de la 106. Siento la rodilla mojada. Es la bolsa que empezó a gotear. Trato de esquivar el goteo sin dejar de pedalear. Muevo la rodilla hacia un costado. Pierdo el equilibrio. No tengo otro lugar para la bolsa, no tengo otra manera de pedalear. Me apuro. Hago todo el camino con agua de pescado chorreando sobre mi calza.

Fernando prepara un plato que lleva roquefort, ajo, berenjena y muchísimo limón. Acompañan con arroz, que es lo que yo como. Mi hermana tiene la cara rosada por haber caminado por la orilla a la mañana, por el torrontés que abrimos. Me abraza y pega su mejilla a la mía. Fernando y yo nos felicitamos con la mirada.

Al día siguiente viene ese perrito. Petiso, playerito, de pelo blanco corto y duro con dos manchas marrones, más no le entrarían en el cuerpo. Mueve la cola todo el tiempo. Me agacho y le acaricio la trompa. ¿Vos quién sos?, le digo. Y miro adelante y a los costados. Pero no hay nadie. Estamos sólo mamá, Mica y yo. Es de esos perros que parece que tuvieran una sonrisita dibujada. Tiene la boca abierta, la lengua un poco afuera, y se sonríe. ¿Lo conocés?, me dice Mica. No. Ah, como fue directo hacia vos. No sé, será por la bici. Le gustaba seguir la bici, sí, apenas avanzamos. Y le gustaba unir a la bici con Mica y a Mica con mamá y a mamá con la bici. Saltando y como si fuera la primera vez. A nosotras también parecía producirnos ese efecto, porque cuando venía le decíamos ¡Hola! ¡Hola petiso!, como si no lo hubiéramos visto dos segundos antes.

Jugaba con todos los perros que nos cruzábamos, se olían, movían las colas. Por momentos era una manchita blanca. Pero volvía con nosotras. Hizo todo el camino al Pinar ida y vuelta uniendo a la bici, a Mica, a mamá. Y cuando ya pensamos que se iba a cansar, que se iba a volver, a meter en alguna de las casas o que alguien lo iba a llamar, nos siguió hasta la puerta y se quedó ahí. “Chau, precioso” le dije y entramos. Cantamos turnos para bañarnos, picoteamos los quesitos y los maníes que trae Fernando. Mica agarra un toallón y sube. Yo me tiro en el sillón del living, abro los cuentos de Keret en el kindle. Y mamá está parada sin hacer nada, en un lugar de la casa que tampoco es nada. Ni la cocina, ni el lavadero integrado, ni el living con sus cuatro sillones alrededor del hogar. Está en el paso, se diría, aunque ahora nadie pasa por ahí. Y no se mueve. Hasta que va hacia la ventana de la entrada y mira. Y después vuelve rápido, llena un plato con agua de la canilla y sale. A la media hora entra, como si volviera de una fiesta o de haberse dado su primer beso. Tenía mucha sed, me dice. Ahora se durmió.

Fernando empieza llamándome por las partes del cuerpo. Hola culo, me dice cuando paso por delante de la cama para colgar una campera. Ya se acostó, y jugaba al ajedrez en la notebook pero ahora el deseo le compartimentó la mirada. Hola tetas chiquitas, cuando me acuesto yo también, en musculosa y bombacha. Hola tetas grandotas chiquitas, cuando me quejo y digo que tienen su tamaño respetable. Hola cuellito lindo, dándome besos que me hacen poner la piel de gallina. No, le digo, no podemos. ¿Por qué? si no se escucha. ¿Te parece? Sí, son dos pisos de diferencia, nogal con cámara de aire, hola oreja hermosa, y me da más besos. Me muero de ganas pero no puedo. No puedo amor, perdoname. ¿Por qué? No es el ruido. ¿Y entonces? Es el brazo verde. Fernando no entiende. El brazo verde del inseminador de vacas. Nos reímos. Creo que de lo mismo. ¿Qué tiene que ver con garchar? me dice él todavía tentado. No sé, algo. Algo tiene que ver; me impresiona. Nos seguimos riendo. A él le da risa mi desesperación, mi querer nunca haber escuchado la historia, y mi pronunciamiento trágico: no sé cómo voy a hacer para que vuelvas a meterme algo en el cuerpo sin pensar en el brazo verde. Nos reímos tanto que agradezco que sean dos pisos de nogal con cámara de aire. Me abraza. Le acaricio despacio los rulos hasta que la respiración se le vuelve pesada. De afuera se escuchan grillitos. Después me duermo yo también.

Hoy hacen asado. Era el matafuegos. No me gusta ese ritual de estar ahí al lado del humo, a la luz de ese velador que trajeron con un cable desde el living y que sólo ilumina la carne, en medio del rocío, agarrada al vaso de vino como a mi última esperanza. Todos se ríen pero prefiero entrar. Petiso viene conmigo. Está tan limpito que lo subo al sillón y lo acaricio. ¿No te gusta estar ahí, no querés carne? Sabe que después le va a tocar, dice Fernando que entró a buscar la sal y no sé qué otro ingrediente imprescindible. No entiendo Fer, vení, vení, le digo y estiro un brazo hacia el lugar por donde se fue. No, vení vos –escucho– dale, estamos todos allá. No, vení vos. Viene. Petiso le mueve la cola. ¿Qué hacés en el sillón, Petiso? Lo subí yo, le digo. Creo que está por decirme que lo baje y que los perros tienen que estar afuera y en cambio dice: y sí, solo no llega, mirá lo que son esas patitas. Le agarra una. Es muy cortita, con almohaditas negras. Me mira y me da un beso. Mi amor. ¿No venís para allá con nosotros? No me gusta, amor. ¿Por lo de la vaca? ¿La inseminación? Nos reímos. No, no me gusta el humo. ¿Por qué dijiste que después le va a tocar? A Petiso. Porque después le damos los huesitos del asado. Con los perros de Gessel es así, me explica. Van de casa en casa, vos les das asado y ellos te cuidan toda la noche. Era el matafuegos.

Los huesitos del asado van a alcanzar para los cinco días que nos quedamos. No es que Petiso no coma, porque come. Pero a lo mejor un cuerpo tan chiquito no necesita tanta cantidad. Mi cuñado es el que se levanta más temprano. Se hace unos mates, agarra la radio y sale al jardín. Cuando llego yo Petiso corre en círculos, y después se tira panza arriba y se refriega contra el pasto. Mi cuñado hace lo mismo, semejante grandulón. Entro a la cocina, saco la fuente de la heladera, les tiro un huesito a cada uno. Vuelvo a lavarme la grasa de los dedos. Mi cuñado se ríe. Me siento en el pasto con ellos. Petiso come los dos huesitos. Llega Mica y se sube a la bici. ¡Vení Petiso! ¡Vení!, dice con una mano en el manubrio y la otra palmeándose el muslo. Él la sigue, va tan rápido que por un segundo las cuatro patitas están en el aire. Dejamos de verlos después de la loma de la 106. Y a la noche, es como dijo Fernando. Petiso se va a la entrada del fondo. Yo no lo había pensado, pero esa entrada, quizás más que la de la calle a la vista de todos, es la que usaría alguien para robar. En la puerta del fondo dejé el barrenador violeta, y ahí, antes de que pudiera entrarlo, se durmió Petiso, de una forma que me hace pensar en una factura, en esas rosquitas o medialunas que se cierran sobre sí mismas. Con la última mirada que pegamos, afuera está todo negro, salvo esa facturita blanca.

No parecía que fuera a hacer frío en octubre. Quizás son más las ganas de prender el hogar por prenderlo. Selecciono las mejores piñas, Fernando abolla los diarios, arma la pira. Al rato estamos todos instalados en los sillones, en círculo frente al fueguito. Sirvo vino, hasta mamá acepta una copa. Abro el Trivial Pursuit. Arte y Literatura: ¿La independencia de qué país defendía Lord Byron cuando murió? La de Chipre / la de Grecia / la de Turquía. ¿Eso qué tiene que ver con arte y literatura? Bueno, contestá igual. No sé, dice mi hermana, la de Chipre. No, la de Grecia. Mamá, ¿qué Papa renovó el calendario en 1582? Gregorio XIII / Pío IX / Julio X. Emm, Gregorio XIII. ¡Sí! Por el calendario gregoriano, agrega ella. Fer, cuántas vueltas da el segundero del reloj en 12 horas: 60 / 12 / 720, no vale, es facilísimo. No me parece tan fácil, dice Diego. Pero Fernando contesta enseguida 720 y sí, ¿no ves que es refácil? ¿Qué Beatle tocó en Madrid con un sombrero cordobés?: John Lennon / Ringo Starr / Paul McCartney. Tiene que ser uno de los que viven, pienso, Ringo. ¿Ringo está vivo? Ringo, digo. No, me dice Fernando, Lennon. ¿Lennon? Si no tuvo tiempo de hacer nada. ¿Cuándo vino a la Argentina? No dice a la Argentina. ¿A Córdoba no dice? No, sombrero cordobés, sombrero cordobés en Madrid. Ahhhh. Petiso mira a cada uno como si fuera un ping pong. Finalmente va y se acurruca al lado de mamá. Espectáculos: ¿Quién fue pareja humorística de José Luis Coll?: Chiquito de la Calzada / Luis Sánchez Poll Tip / Andrés Pajares. ¿Pero de qué país es este juego? ¿Quién los conoce? No sé de qué país… trato de encontrar algo en la caja. ¡Luis Sánchez Poll Tip!, dice mamá. Fernando da vuelta la tarjeta. ¡Sí, señora! ¡¿Cómo sabías?! Me trajo suerte él –mamá baja la mano y Petiso le da lamiditas.

Vamos acomodando y subimos a hacer los bolsos porque mañana salimos temprano. Quedan unas brasas, le digo a Fernando, ¿no conviene apagarlas? Alejá los sillones nomás. Los pongo bien lejos del hogar. Por las dudas también empujo las brasas prendidas hacia el fondo. Era el matafuegos. El matafuegos del auto. Afuera hay viento y Petiso se puso de nuevo abajo del sillón donde había estado mamá. Lo ayudo a subirse y se acurruca, con esa forma de facturita.

Era el matafuegos. Sí, el matafuegos. Fernando me tiene que traer un té con limón para que pueda abrir un ojo; la mañana no es mi momento. Semidormida lavo el exprimidor, tiro el medio limón a la basura, pregunto si no hay más basura, como no hay más cierro la bolsa y la llevo hasta el canasto de la entrada. Sale Mica con su bolso enorme, aunque ya parece más liviano. Diego viene atrás acompañando a mamá, hablan del programa de Dolina. Fernando abre el baúl y dice vayan pasándome. Le doy mi bolso, Diego le alcanza el de mamá. Petiso nos anda entre las piernas. ¿Hasta dónde nos vas a seguir, Petiso? dice Mica y se agacha para mimarlo, y después le pasa su bolso a Fernando cuando aparecen dos perros marrones, atigrados, de cabeza ancha. Dan vueltas al auto, hacen pis, ¿estos de dónde son? digo y uno agarra a Petiso del cuello y lo zarandea. Escucho su llanto, muy cortito. Después el otro perro que ladra. Después mi hermana que grita “¡soltalo, hijo de puta!”. Y el perro que no lo suelta y lo vuelve a zarandear.

Entonces saco el matafuegos del baúl del auto. Tiro del seguro, rompo el precinto, aprieto la palanca y sale un chorro impresionante. Se lo apunto bien a la boca del perro marrón, que la abre y se va llorando. Cuando se acerca el otro lo rocío también, entero, cierra los ojos y desaparece en un segundo. Corremos hacia Petiso. Lo acariciamos. Se para, nos mueve la cola. Mi hermana llora y se ríe y él le lame toda la cara.

No tiramos ramas y piñas que no sirven para nada. No agarro ese pote de crema Nivea, ridículo, que llevo en la mochila. No rebota en el cráneo duro del perro sin lograr que destrabe la mandíbula. No se baja una chica de un auto con un palo a ayudarnos y el perro la esquiva como jugando, con Petiso colgando de la boca. Petiso no parece un muñeco de trapo. Los vecinos no llaman a la policía por los gritos. Mamá no junta las manos como pidiéndome algo ni dice por qué, por qué, y yo no pienso por primera vez que sí, que está grande, y que quizás se puede morir. No la abrazo, no le digo no mires, vamos a estar bien. No vienen dos camionetas de la policía costera, no se ponen a correr al perro que sigue arrastrando a Petiso. No lo agarran al final por cansancio y se lo sacan de la boca. Las policías mujeres no se tapan la cara, no nos dicen que hagamos la denuncia en zoonosis. No tratan de ver de dónde salieron los perros. No tocan timbre en la casa alpina, donde no hay nadie, sólo un cerco bajo que los perros vuelven a saltar. No vamos a zoonosis ni nos dicen que las peleas entre perros no son de su incumbencia. No nos volvemos cinco horas en la ruta sin hablar. No paramos en la mitad porque yo grito y es peligroso manejar así en el tramo doble mano. No volvemos cada uno a sus cosas, no dejamos de llamarnos sin proponérnoslo.

No se me ocurre lo del matafuegos una semana después.