Guillaume Nicloux es de esos directores de la segunda línea francesa que cada tanto asoman en la portada con cierta arrogancia inesperada. Cultor de los géneros populares, hacedor de un cine tenso, con aires de psicodelia y heredero del ritmo y los colores de los primeros 90, esos del reinado del primer Assayas, de las explosiones posmodernas de Léos Carax o de las primeras películas de Jacques Audiard, Nicloux ha hecho de sus intrincadas narrativas, de sus juegos con el más allá de lo real y los fantasmas interiores de sus personajes, un sello inconfundible. Ha dirigido estrellas como Isabelle Huppert y Gérard Depardieu, padres en pena que buscan una señal de su hijo muerto en el Valle de la Muerte californiano; ha narrado el tormento de una joven religiosa en la Francia del 1700 y el secuestro del célebre Michel Houellebecq por un grupo de ridículos aficionados al crimen, y en todas ellas ha quebrado cualquier posible armonía de estilo con sus guiños de extrañeza, con esa puesta en escena lindante con el artificio exhibido, enhebrando personajes diletantes y habitantes de efímeras pesadillas.

Uno de sus caprichos recurrentes es la recreación, desde distintas perspectivas, de la tradición del polar francés. Polar por “roman policier” pero también por el tono frío y desapasionado de su estilo. Este género amado por los franceses, que ha tenido maestros como Jean-Pierre Melville y cultores como Claude Chabrol, encuentra en las manos de Nicloux un territorio de desafíos y experimentación. A veces más cercano a la convención, otras nutrido de coqueteos fantásticos, que abren sus historias a un inusual extrañamiento. Algo de ello exploró en la trilogía policial integrada por Une affaire privée (2002) –con una jovencísima Marion Cotillard-, Cette femme-là (2003) y La llave (2007), todas ellas dominadas por investigaciones que se realizan a tientas, asediadas por engaños y secretos, que conducen sin remedio a un camino de incertidumbre. Sus asumidos detectives siempre persiguen fantasmas, hechos reales que recuerdan a los imaginados, mundos preciados que se desnudan en visiones imposibles. Son esas trampas que padecen sus personajes, y con las que enreda a sus espectadores, las que Nicloux mejor maneja y disfruta.

Ahora le ha llegado el tiempo de probarse en el competitivo mundo del streaming con la miniserie Érase una segunda vez, escrita para el Canal Arte junto a Nathalie Leuthreau –con quien ya había colaborado en la comedia negra Holiday (2010)-, que Netflix ha estrenado el pasado diciembre. Todo lo que puede parecer pretencioso en el sombrío comienzo de la vida de Vicent Dauda (el siempre bienvenido Gaspard Ulliel) se revela teñido de una extraña ironía, como si el sino trágico que parece perseguirlo se empeñara en reírse de él. Las primeras escenas lo muestran en una fiesta con sus amigos, teniendo sexo con una chica en una habitación, consumiendo drogas y alcohol. Su extravío se nutre de ese placer elusivo, del vómito de la mañana siguiente, de una confusión permanente que nunca lo deja hacer pie. Su casa es también un extraño presidio de su pasado, heredada de una familia marcada por la muerte y la locura, lindante con un vecino de apariciones imprevistas e inquietantes, expuesta a una mirada vigilante que nunca termina de hacerse presente, y que Vincent intuye en ese malestar que sigue a su fiesta de madrugada.

A la mañana siguiente, Vincent recibe una inesperada visita. Un mensajero trae una serie de enormes paquetes: son las piezas de un aparato para ejercicios que decide alojar en el sótano. El encuentro con el mensajero, un hombre negro y corpulento, verborrágico inmigrante de Lituania que lo instruye en la dinámica del correo, instala un clima premonitorio. “La gente no se da cuenta. Por eso el sistema falla. Hablamos de la ‘gente’ pero no sabemos quiénes son”. Esa frase que parece referida a la logística del reparto termina adquiriendo ecos filosóficos en la vida de Vincent. Los paquetes quedan en el sótano mientras Vincent reconstruye los sucesos de la noche anterior: el encuentro sexual, las pastillas, un choque estúpido, un altercado con el vecino de la otra cuadra. El día de Vincent se sumerge en esas “fallas del sistema” que definen su existencia: los retrasos en su trabajo en un acuario que reemplaza su fallida vocación de ser veterinario; el descuido de su hijo de 10 años, al que quiere pero olvida de manera patológica; las permanentes disculpas que debe dar a sus vecinos, a su jefe, a quien escucha sus insistentes fracasos. ¿Qué le pasa a Vincent? ¿Qué fuerza extraña lo gobierna?

Lo que a Vincent lo persigue de día y de noche es su ruptura con Louise (Freya Mavor), una joven inglesa con la que mantuvo un fugaz y tormentoso romance de unos meses. La idea de perfección es la que preside el recuerdo de Vincent y la que lo atormenta por la pérdida. Nicloux decide que Louise sea un misterio para nosotros al igual que para el enamorado. Su presente en Londres consta del reencuentro con su padre, de los dilemas de una tesis, del recorrido por un cementerio y la pelea a puntazos con una tumba. Esos fragmentos que apenas la delinean acentúan lo inexplicable de la fascinación de Vincent, adherido a una pena incómoda, a una especie de trance que nunca lo deja volver a funcionar. Es en esas noches de insomnio cuando baja al sótano a desarmar los paquetes del lituano. Entre ellos, una caja misteriosa permanece erguida en el centro del sótano, rodeada de una extraña iluminación, que parece llamarlo de manera sensual. El viaje a través de ella resulta un viaje en el tiempo, sin máquinas, ni explosiones, ni efectos especiales. Nicloux lo sitúa en la cocina de su casa, simple y cotidiana, donde Louise lo espera con un jugo de naranja.

 

El eje sobre el que pendula la serie es la idea de la falla y el desdoblamiento. Si el encuentro con Louise era la perfección, su pérdida resulta la falla inexplicable, y el cubo en el sótano la posibilidad de repararla. Los viajes desdoblan a Vincent entre pasado y presente, conjugando en esos nuevos extravíos sus fracasos como padre, como empleado, como amigo. Es de esa disyuntiva entre el destino y el libre albedrío de lo que se nutre la propuesta de Nicloux, sombría como los mejores polars, teñida de esa diletancia esteticista de la que Melville hizo gala, pero con una cotidianeidad abrumadora. ¿Es tan pedestre el mundo de Vincent que debe encontrar la grandeza al otro lado del cubo? ¿Existe esa perfección anhelada o estamos condenados a aceptar las infinitas fallas del sistema que nos envuelve? Son esos interrogantes con los que Nicloux juega, yendo y viniendo en el tiempo, reescribiendo las mismas reglas del género al calor de los extravíos de su personaje, prometiendo un mundo fantástico que no es más que el reverso inesperado de nuestro mundo cotidiano.