Estaba en su casa cuando entraron para matarla. Un disparo en el cuello con orificio de salida en el pómulo izquierdo la tiró al suelo. Un calibre 9 mm y una muerte instantánea. Tenía cuarenta y nueve años y era una activista ambiental que luchaba para detener la tala ilegal de madera en la bahía de Tela, ciudad puerto del Caribe hondureño. Como mataron a Blanca en 1995 también mataron a Berta Cáceres en 2016 y a otrxs ciento veinte ecologistas según el Global Witness (ochenta y tres solo en 2018). Mientras retruenan los disparos, la impunidad asesina que enturbia la investigación, judicializa y detiene a lxs que aún no pudo matar. Como si el homenaje al ciudadano ilustre hiciera justicia, el año pasado Blanca (que es el nombre de una promoción académica, de un Parque Nacional y la cara de una estampilla) tuvo el suyo mientras el Estado repartía zonas mineras a empresas extranjeras y los asesinos –los que gatillan y los que mandan gatillar– seguían y siguen con el arma siempre a mano. Medalla, aplauso y beso, y se corta cinta y hay que cortar, para la férrea vocación de impunidad que pronto cumple veinticinco años. Acto cerrado, que pase el que sigue.
Del otro lado, el pueblo de La Tigra lucha contra un proyecto habitacional en los Bosques de Santa María y miles de Blancas piden justicia mientras protegen el bosque de Lancetilla, santuario de plantas y vergel (el más grande del hemisferio este) del mangosteen, mangostino, mangostán o jobo de la India, y donde también viven el kepel, un fruto que según lxs que lo probaron sabe a leche condensada y actúa como desodorante corporal (aliento, sudor y orina con olor a violetas) y la fruta mágica o mata sabor, esa roja intensa y ovalada que convierte lo ácido en dulce.
Blanca estudió contabilidad, trabajó en la década del setenta en instituciones financieras, se casó, tuvo dos hijxs y vivió un tiempo en Nueva Orleans. En los años noventa ya estaba trabajando en la preservación de la franja costera de cuarenta kilómetros de su tierra natal en una asociación hondureña de ecología. Los números que ahora le interesaban a la contadora tenían que ver con las casi cuatrocientas cincuenta especies de plantas que cubrían lagunas costeras, playas y selvas. Un jardín para el mundo donde flotarían siestas los elefantes de Kisung Koh, se convirtió en un botín de rapiña para los empresarios que pidieron la cabeza de Blanca.
En 2009 una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos confirmó como responsable del asesinato de Blanca al gobierno hondureño, señalando además que no había investigado el crimen y que un coronel del ejército podría haber ayudado a planearlo. Nadie olvida que unos días antes de aquel lunes seis de febrero de 1995 cuando dos hombres bajaron de una camioneta y se metieron en su casa, Blanca estaba en las calles de Tela protestando contra un gobierno que repartía tierras del Parque Nacional Punta Sal. A Blanca, la creadora de PROLANSATE, una fundación para la Protección de los Parques Nacionales Lancetilla, Punta Sal, PuntaIzopo y Texiguat, la mataron por denunciar hace veinticinco años a quienes hoy destruyen bosques tropicales y manglares. Sin homenaje falso, a nado, a pie y en la adversidad ida y vuelta, mujeres sucesivas en anhelo perenne repiten y mejoran la voz de Blanca en la concentrada curva de la admiración, ahí, cuando se vuelve lucha.
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