“¿Y qué serie estás viendo?” Ese tema de conversación alcanzó status de tópico durante la década que se terminó, y fue resultado del cambio cultural que se dio desde septiembre de 2011 . La idea de ver series está en tiempo presente (y continuo); y terminar una serie es, paradójicamente, quedarse fuera, empezar a soltar. Desde la llegada de Netflix al mercado argentino –sí, en septiembre de 2011–, el fenómeno de estar viendo una serie nos integra en tiempo real a un colectivo mundial: pasamos a ser parte del mismo universo de gente que está viendo el mismo partido... que puede durar varios años.
Este modelo brinda un placer íntimo, entre la pantalla y el espectador, que permite autogestionar los tiempos porque puede colarse en cada momento. Desde las sesiones 24/7 de los maratones con dulces en el sofá a los vistazos furtivos, fragmentados, picados en el transporte público, en ratos de inodoro o en las últimas hebras de vigilia en la trasnoche. El streaming no sólo nos ha permitido ver series (o películas) el día que se nos antoja y a la hora que se nos canta. También nos ha permitido un uso más “eficiente” del tiempo dedicado a la pantalla. ¿Para qué desperdiciar 11 minutos vagando vía zapping entre programas y cosas horribles que jamás vería cuando puedo dedicar esos mismos 11 minutos a disfrutar otro pedacito de mi historia favorita de espadas, narcotraficantes, detectives, monstruos y/o cazarrecompensas? Viva la vida.
“¿Y cuál es tu serie favorita?” Este uso “eficiente” del tiempo ante la pantalla ha redundado en récords individuales invisibles. Si sos fan de Game of Thrones y viste sus 73 episodios , que duran casi todos entre 50 y 80 minutos... sacá cuentas de cuántas horas de tu vida le diste a Jon Snow. El mismo razonamiento vale para los 62 capítulos de Breaking Bad más sus spinoffs, la acuosa película El camino y la espesa serie Better Call Saul: ¿cuántos minutos de tu existencia fueron para Walter White, Jesse Pinkman y Los Pollos Hermanos? Y ni hablar de los 139 episodios de The Walking Dead más los 69 de su spinoff Fear the Walking Dead, y andá contando los de la nueva serie que estrenará este año. ¿A qué le dedicaste más ratos? ¿A empalar cadáveres con Rick Grimes, a montar dragones con Daenerys Targaryen, a hacer ejercicio o a tomar mate con tus abuelos? Ouch.
Está claro: no hay información genética en los centennials que recuerde una forma diferente de ver series. Es que ya suena curioso, sino absurdo, cómo antes del streaming el fan debía estar firme frente a la televisión los miércoles a las 22, sí o sí, para no perderse el nuevo episodio de su serie preferida. Y si ese día jugaba Boca, había una visita no deseada a la guardia de Traumatología o cumplía años Mamá... te jodías. O había que elegir. Todo no se podía. La llegada de plataformas como Netflix zanjó ese problema: bienvenida la opción de ver la serie más tarde, después del partido, después del cumpleaños, después de la radiografía de tobillo.
Desde 2011, “Netflix” opera como metonimia –¡golazo del marketing!– para sustituir “plataforma de streaming”, así como pasa con “Birome” y “bolígrafo” o con “Coca” y “gaseosa”. Ya contaba con cuatro años de experiencia en Estados Unidos y Canadá cuando irrumpió en Argentina y toda América latina. Por entonces, el abono aquí costaba 39 pesos, con el dólar a $4,20. A sus competidores les llevó años organizarse: recién en 2016 llegaron a nuestro mercado otras plataformas como Amazon Prime Video o HBO. En 2019 se sumaron Starzplay y YouTube Originals, y este año seguirá Disney+, para un plantel que también incluye a otros jugadores como Hulu, Facebook o Fox Play. Todos ellos vienen con camionadas de series internacionales de alto perfil, producciones propias y hasta rescates emotivos de programas del pasado.
Es que el formato, evidentemente, no es nuevo: hace décadas que existen las grandes series. Las hubo en los ‘60 (Superagente '‘86, Batman), en los ‘70 (Kung Fu, El show de los Muppets), en los ‘80 (Magnum, División Miami), en los ‘90 (Seinfeld, la revivida The X-Files , Los Simpson), en los 2000 (Breaking Bad, Lost, Los Simuladores) y todas han envejecido con dignidad. No obstante, esta transformación en la dinámica del consumo pantallero resultó un gran estímulo para el género, al punto que la década 2010-2019 recibió el mote de “era dorada” de las series.
Este ciclo 2010-2019 prohijó series de alto impacto y un abanico temático en permanente expansión. Si viviste en esta década, seguramente hayas conectado con la mística medieval de Game of Thrones, con el espionaje familiar de The Americans, con el revival teen de los monstruos de Stranger Things, con las hordas caminantes de The Walking Dead, con el verano sobrenatural de Gravity Falls , con la escobarmanía americanista de Narcos, con las lecturas de género de The Handmaid's Tale, con las intrigas made in Buckingham de The Crown, con el flash after Star Wars de The Mandalorian, con el universo agrio de Louie, con la épica hacker de Mr. Robot, con la angustia esquimal de The Terror...
O con los fantasmas de la tecnología y las redes en Black Mirror. Este serie inglesa de piezas unitarias vinculadas con los desafíos cambiantes de la era digital trazó, sin querer, toda una alegoría: pasó casi desapercibida cuando apareció en la TV tradicional –aquí tuvo aire en la pantalla de culto de la señal I.Sat– pero se convirtió en fenómeno de masas cuando fue incorporada al menú de Netflix. En la década que se fue, series se escribió con S de streaming.