Todos los años, cual mito fundacional que se reitera para que el mundo siga andando, los medios nos deleitan con notas que prometen la receta para llegar espléndide al verano. Como el feminismo y el activismo por la diversidad corporal se han vuelto virales, suelen añadir el adjetivo “saludable” a su caracterización del cuerpo ideal, delgado y fibroso, único tipo corporal que merece aparecer con poca ropa. Ya nadie usa la palabra “régimen” ni cuenta calorías: hace tiempo que la industria de la dieta ha eliminado ese significante constitutivo. Se ha cambiado el elemento disciplinario por el impreciso “cuidarse”, más afín al emprendedorismo y la meritocracia de la gobernanza neoliberal y sus magropolíticas. Así, se cuida la salud o se aspira a eso para cumplir con la expectativa y exigencia de delgadez. La fantasía que se explota es, sin embargo, la misma que animaba a nuestras madres o abuelas a atiborrarse de anfetaminas para adelgazar: la promesa de un futuro donde ya no seamos gordes, fofes o tengamos celulitis. Un futuro donde, esfuerzo mediante, la malla y la ropa ligera puedan lucirse sin complejos, atrayendo miradas de deseo y no ya de repulsión.

Las promesas neoliberales nunca incluyen acabar con la opresión estructural, sino que venden un futuro donde, gracias a nuestra voluntad, alcanzamos el lugar de privilegio y no nos atacan más. En un mundo donde el racismo, el sexismo, el cisexismo, el capacitismo o el clasismo operan imbricados para que los derechos fundamentales sean menoscabados mediante violencia, estigma y discriminación, nos han hecho creer que el principal problema post fiestas somos nosotres, gordes irredimibles, que no cerramos la boca ni nos controlamos. Los discursos mediáticos y publicitarios explotan la asociación entre gordura y falta de salud. Lo que no dicen es que también moralizan la enfermedad -que se ha vuelto un estado corporal imposible, que puede conjurarse mediante buenos hábitos individuales-, castigando a aquellas que se suponen el resultado de malas elecciones de vida. Los discursos tecno científicos no son neutrales ni ajenos a este dispositivo de corporalidad, que es particularmente cruel con todas las formas de vida que se escapan a su moral de la buena forma. El discurso biomédico impregna las páginas de las revistas o las redes de les influencers que nos muestran sus estilos de vida saludables. La reprobación moral de ciertos cuerpos habla el lenguaje del racismo y del clasismo, tal como hemos aprendido con las activistas gordas originarias, marronas y chicanas. No es causal que el desborde de la grasa popular espante a la derecha mediática, que siempre ha odiado la carne desobediente e indisciplinada.

Cada verano, el movimiento por la autonomía corporal reedita el mismo chiste: para tener un cuerpo de verano sólo hace falta un cuerpo y una playa estival. Además de la playa, sueño con una Argentina unida donde ya no haya hambre ni malnutrición y donde ese éxito mayúsculo de gestión se muestre sin acudir a índices de “obesidad” y “sobrepeso”. Deseo que, a fuerza de reiterarse críticamente, ése sea nuestro nuevo mito fundacional.

*Feminista por la autonomía corporal, integrante del Taller Hacer la Vista Gorda.