Tocó sobrio, tocó borracho y tocó "más puesto que un ciclista". Tocó con un piano, con muchos pianos, con todos los piano que había. Y con un piano que lanzó y golpeó a un fan al que luego debió pasarse la noche pidiéndole disculpas. Tocó con sus ídolos de la infancia, con varias de las figuras más grandes del pop o del rock. Y con desahuciados y caídos en desgracia a quienes no habrían aceptado ni en el cabaret más berreta de la zona más inmunda de Los Ángeles. Tocó vestido de mujer, disfrazado de gato, del Pato Donald, de Minnie, de mosquetero, de mimo, de general. Y tocó vestido de sí mismo, quizás el disfraz más difícil de todos. Tocó para la Reina de Inglaterra, para los ex combatientes de Vietnam, para los hippies, para los chetos. Y tocó para público ajeno en situaciones hermosamente patéticas como la vez que se disfrazó de gorila y subió de prepo a un recital de los Stooges.

"Sucedió en 1973 y había ido a verlos la noche anterior", narra Elton John, el hombre que nunca --ni aún en sus peores momentos de baladista edulcorado-- dejó de incendiarse en sobre un escenario. "Fue lo más grande que vi nunca. En el extremo opuesto de mi música, pero increíbles: la energía desplegada, el ruido puro que hacían, Iggy subiéndose por todas partes como si fuera Spiderman. Así que a la noche siguiente fui de nuevo y pensé que sería divertido si alquilaba un disfraz de gorila y salía inesperadamente durante su actuación: es decir, sumandome al desorden y la anarquía general. En vez de eso, aprendí una importante lección para la vida, que es: si estás planeando irrumpir en el escenario disfrazado de gorila, asegurate primero que la persona a quien querés sorprender no haya tomado ácido, así puede diferenciar entre un disfraz y un gorila de verdad. Esto lo descubrí cuando mi aparición fue saludada no con carcajadas sino con la visión de Iggy Pop gritando y alejándose, aterrorizado ante mi presencia. Lo siguiente fue percibir que ya no estaba en el escenario sino volando por los aires a gran velocidad, arrojado al público por un miembro de los Stooges".

Escenas tan buenas como ésta abundan en Yo, una voluminosa autobiografía que conmemora sus cincuenta años con la música. Y que durante tres años y medio trabajó junto a Alexis Petridis, emblemático crítico musical de The Guardian, que acertó en imprimirle orden y sentido a su alocada y afectuosa vida, aunque sin descafeinarla, por suerte. "Hubo tanto humor en mi vida que quería reflejar eso", expresó el pianista en una de las dos únicas entrevistas que dió para promocionar el lanzamiento. "Cuando comencé a pensar en mi historia, pensé: 'Oh, Dios mío, ¿cómo llegué a hacer todo esto?'". Y ciertamente cabe hacerse la pregunta, porque si bien nada de lo relatado en el libro escapa a los tópicos del rock de los setenta (excesos varios, idolatrías repentinas, obras maestras compuestas en cinco minutos) hay en el estrellato de Elton un componente afectivo que le da a esa dolencia un carácter más tierno en comparación a sus pares. "Me pasé la vida entera intentando huir de Reg Dwight (nota: nombre de nacimiento de Elton) porque Reg Dwight nunca fue un niño feliz. Pero lo que al fin de cuentas descubrí es que cuanto más me escapé de mí, cuanto más alejé de Reg y me desconecté de la persona que un día fui, peor salieron las cosas y más desdichado terminé", relata en el Epílogo.

¿A QUIÉN QUERÉS MÁS?

Elton John, tuvo en efecto, una infancia dura. Hijo único de un padre aviador y mayormente ausente (aunque agrio y gruñón cuando volvía) y de una madre nerviosa y malhumorada, "capaz de iniciar una discusión en una habitación vacía", el pequeño Reg creció bajo un régimen de "terror silencioso" donde la inacción era siempre preferible a hacer algo equivocado y ser reprendido severamente. Un "hogar" donde las demostraciones de afecto --salvo las de su abuela-- no existían. "Mis padres nunca deberían haberse casado", señala terminante. "Una pareja surgida de las necesidades y la urgencia de la (Segunda) Guerra Mundial que no sé si alguna vez se quiso". Si bien ambos padres tienen fuerte presencia en el libro, es la madre quien se lleva las palmas al convertirse al correr de las páginas y de su extensa vida (murió recién en 2017, a los 92 años) en una especie de contrafigura con ribetes villanescos; mezcla de Cruella de Vil y Mirtha Legrand.

"A medida que pasaron los años sus enfados fueron alcanzando un nivel superior, casi épico, impresionante. Era la Cecil B. DeMille del mal humor, la Tolstói del berrinche. Y solo estoy exagerando un poco", cuenta. "Si grababa un nuevo disco, era una porquería: ¿por qué no intentaba ser más como Robbie Williams? ¿Ya no sabía escribir canciones como las de antes? Si me compraba un nuevo cuadro, el cuadro era feísimo y ella misma podría haber pintado algo mucho mejor. Si daba un concierto benéfico, era la cosa más aburrida que había visto en su vida. Y si la velada no había sido un completo desastre era porque otra actuación me había ganado la mano. Todo así".

El clímax de esta relación de amor/odio llega en 2005 con la promocionada unión civil (años más tarde vendría el casamiento) entre Elton John y su actual pareja Daniel Furnish, que fue todo un acontecimiento en Inglaterra (con manifestaciones a favor y en contra) y que tuvo a su madre haciendo "de todo" para arruinarles el día, desde ponerse a criticar en voz alta mientras el juez les tomaba juramento a negarse a cumplir con los protocolos y tener siempre un comentario hiriente a todo aquel que se le acercara. "No podía soportar la idea de que el cordón umbilical quedara cortado, de que yo fuese por fin feliz", la exculpa de alguna manera Elton, que se ocupa también de resaltar el apoyo que recibió a mediados y fines de los sesenta, cuando con Bernie Taupin (colaborador letrista y amigo de toda la vida) ocupaban un cuarto en su casa porque no tienen ni una libra partida al medio.

Años de "swinging London", de liberación sexual y de efervescencia creativa pero que --en el caso de Elton-- fueron vividos con alta dosis de ingenuidad, sobriedad y literal virginidad sexual (el destape y desenfreno vendrían después, en los setenta). El autor de "Rocket Man" describe la manera azarosa en que conoce a Taupin (producto de una audición fallida, "¿qué hubiera pasado si hubiera audicionado bien y no hubiera conocido a Bernie? ¿habría llegado a ser quien fui?", se pregunta varias veces sin respuesta) y detalla cómo creaban: uno, Bernie, tipeando letras en una habitación, y el otro, Elton, poniéndole música de manera casi automática apenas las recibía. "Otros letristas querían trabajar juntos, componiendo la música y la letra al mismo tiempo. Pero yo era incapaz. Necesitaba tener la letra delante de mí antes de empezar a componer. Una magia que solo se producía cuando leía las letras de Bernie".

La dupla Elton-Taupin terminó siendo por volumen, permanencia e impacto una de las más importantes de la historia del rock --temas como "Your song", "Tiny Dancer", "Rocket Man", "Daniel", "Goodbye yellow brick" y varios otros de su época dorada alcanzan para demostrarlo--, pero también símbolo de una gran amistad que excedió en mucho lo musical. Elton retrata el vínculo de costado, generalmente a través de la acción de otros, pero siempre mostrando cómo influye de manera decisiva en su vida. Como por ejemplo cuando en el '69 una novia/festejante (no tenían sexo) llamada Linda Woodrow se obsesionó con llevarlo al altar aprovechándose de su docilidad e imposibilidad de rechazarla (Elton llegó a fraguar una pantomima de suicidio para que se diera cuenta de que no quería saber nada, pero ella lo tomó como un señal de todo lo contrario) y Bernie --que obviamente tampoco la quería porque ya cuestionaba el escaso éxito que como dupla habían logrado hasta el momento-- toma entonces la decisión de llevarlo a que hable con uno de sus mentores, el blusero británico Long John Baldry, un personajón "marica" que supuestamente iba a oficiar de padrino.

Long John escucha tranquilo hasta que que en un momento estalla. "¡Pero qué estás haciendo! ¡Sos gay! ¿No te das cuenta? ¡Querés más a Bernie que a Linda!", le espeta en un bar lleno de músicos y estrellas del ambiente, que en seguida --en uno de los momentos más graciosos del libro-- pasan a darle también su opinión. Uno por vez: divas, músicos, faranduleros. Todos en contra. "Se me hizo un torbellino en la cabeza", recuerda Elton. "Quería a Bernie. No sexualmente, claro. Pero sí como mejor amigo y claramente mi importaba más seguir componiendo con él que casarme con Linda. Pero ¿gay? No estaba nada seguro de eso, sobre todo porque aún no sabía qué entrañaba ser gay", asegura el pianista que todavía tardaría en algunos años en asumirse como tal. Pero que entonces le bastó esa conversación para armarse de valor y anunciarle su negativa a Linda, que como era de esperar le devolvió una noche de escándalo, furia y ataque de nervios que terminó con la dupla huyendo al día siguiente a la casa materna, donde finalmente --instalados en un altillo donde sí iban a poder pegar el poster de Simon and Garfunkel que Linda detestaba-- empezarían a crear su famosa obra musical.

CONFIESO QUE HE VIVIDO

"Vivo y he vivido una vida extraordinaria, y de verdad digo que no la cambiaría en nada, ni siquiera las partes que más lamento, porque estoy increíblemente feliz con el resultado final", dice Elton y leyendo el libro se constata que no exagera. Un libro que no incluye todo lo que vivió, pero sí casi todo. Está, por ejemplo, su amistad con Rod Stewart (se hacían llamar Sharon y Phillys, respectivamente) así como su silenciosa mala onda con David Bowie ("Siempre tuvo un aire distante e indiferente respecto a mí. No sé por qué"). También su período como presidente del Watford --club del ascenso y único interés que pudo compartir con su padre-- al que llevó del más bajo fondo a la primera división y a jugar por el título. Y por supuesto sus periodos de crisis existenciales, derrapes tóxicos, desarreglos emocionales y acceso a cierta paz interior y plenitud que incluyeron: un matrimonio fallido con una ingeniera de sonido (se veía venir); su amistad con un célebre joven enfermo de SIDA que le despertó una vocación solidaria y la creación de una fundación que aún comanda; su conocida amistad con Lady Di que involucró una no tan conocida velada en su mansión donde Richard Gere y Sylvester Stallone pelearon casi hasta las piñas por el aprecio de la princesa (ganó Gere); sus diversas reacciones al punk, la música disco, el pop de los ochenta, los grandes musicales y su retorno a las fuentes con una trilogía de discos analógicos y un excelente álbum grabado junto al maestro Leon Russell, el músico sureño que lo había inspirado en los setenta y que Elton rescató de estar tirado en su cama mirando The Days of our lives. "No fue un acto de caridad. Fue más bien por darme una satisfacción", subraya.

Último, pero no menos importante, Yo cierra con su ingreso tardío al mundo de la paternidad a través de la técnica del vientre subrogado y luego de varios intentos truncos de adopción. Entre ellos, el de un chico ucraniano llamado Lev que por intromisión de la prensa y prejuicios de la época no pudo llegar a buen puerto y que fue tan importante para Elton que terminó dándole su nombre al primero de sus dos hijos: Zachary Jackson Levon; hecho que se revela por primera vez leyendo estas páginas y que emociona. "Ahora quiero pasar tiempo siendo... una persona normal. O todo lo normal que pueda aspirar a ser", escribe para justificar su último gran acto hasta ahora: la faraónica gira mundial que lo está despidiendo de los tours y que cada tanto es noticia no sólo por su música sino también por algún berrinche extemporáneo que por supuesto en seguida adjudica al mal carácter heredado de su familia. "Todo esto es lo que pasó. Y aquí estoy. Esto soy", dice al final de la extensa biografía. "No tiene sentido preguntarse '¿qué hubiera pasado sí...?'. La única pregunta que vale la pena es: '¿Y ahora qué?'". El tiempo dirá. Y Elton también.