Existe una dimensión psíquica del amor, que nace a partir del apego obligado hacia el semejante humano que nos asiste en nuestro desamparo inicial. Las experiencias de satisfacción y el alivio del sufrimiento y de la angustia se registran en un primer período del desarrollo infantil como efectos de un todo indiferenciado acerca del cual construimos representaciones nebulosas. Pero en tanto podemos reconocer lo familiar y diferenciarlo de lo extraño, la reacción denominada como “ansiedad de los ocho meses” (Spitz, 1999) da cuenta de que hay otro o algunos otros significativos, cuya presencia, que distinguimos con respecto de los demás, nos reconforta. Ese apego temprano se erotiza de modo paulatino, y en la primera infancia, alrededor de los cuatro o cinco años, adquiere ribetes eróticos. Una vez alcanzada la maduración sexual, el anhelo de recuperar en el encuentro con los otros esas primitivas experiencias de satisfacción, nos conduce a lo que Freud (1905) denominó como el “hallazgo de objeto”, un logro nunca estable, ya que se desliza por una cadena de reemplazos cuyo carácter interminable describió Lacan (1970).

El origen asimétrico del sentimiento amoroso deja una marca indeleble que tiende a escenificar los cuidados suministrados al niño por parte del adulto. Esos roles se invierten a veces de modo plástico, y se expresan por los carriles del género. De ese modo, es frecuente que las mujeres prodiguen a sus hombres amados cuidados primarios, que los alimenten, contribuyan a su aseo y abrigo y los cuiden en los momentos de enfermedad. Los varones, por su parte, juegan la dimensión parental del amor, protegiendo de los peligros, proveyendo recursos y fecundando. Al menos, esos han sido los modelos ancestrales, que hoy están en crisis debido a que existe una disconformidad cultural respecto de la cristalización de ese núcleo emocional generado en la relación entre la madre y el niño, que ha creado para el amor adulto un arreglo que invierte la asimetría inaugural, subordinando a las mujeres.

La prematuración del nacimiento de la cría humana, una característica propia de la especie, favorece entonces una extrema asimetría en el vínculo inaugural, y esa condición mantiene una tensión contradictoria con la actual democratización de las relaciones de género. La tensión que se establece entre la huella de la dependencia temprana y el anhelo adulto de paridad no reclama su superación, sino que debe ser conservada, ya que, como lo ha descrito con acierto Jessica Benjamin (1996), es lo que proporciona interés y dinamismo a la relación intersubjetiva.

A la vez, las representaciones sociales propias de cada época y lugar ofrecen modelos de lo deseable y plasman, de ese modo, tanto las características del objeto anhelado, como del vínculo que aspiramos a construir con el mismo. El sentimiento amoroso es, en ese sentido, una construcción colectiva cuyas características han variado de modo notable a lo largo de la historia. No siempre es lo que parece: el amor cortés inventado en el Siglo XII en la corte de Leonor de Aquitania apareció de modo manifiesto como una tendencia que buscaba moderar la brutalidad de la masculinidad feudal. Pero si seguimos a Duby (2000), veremos que en realidad no se sustrajo de la hegemonía fálico narcisista, ya que la devoción hacia la esposa del señor feudal fue utilizada como un refuerzo de las relaciones de vasallaje, una mascarada heterosexual de la obligada devoción homosocial. De modo que el amor hacia las mujeres, el amor a la diferencia sexual, constituida en causa del deseo viril, revela su índole narcisista. En la Antigüedad grecolatina no se disimulaba esta condición autoerótica del amor sexual. Las mujeres eran uno de tantos objetos de deseo, y su función social principal era reproductiva. El amor espiritual, la Afrodita urania, tal como la denominaba Platón (380 AC /2015), se dirigía hacia seres que representaban un Yo anterior del hombre enamorado. Los efebos fueron objetos de amor narcisista; el varón adulto se amaba a sí mismo tal como había sido en el pasado, y a la vez, alentaba una esperanza hacia el futuro, donde transmitiría a un sucesor, a través de la pedagogía homosexual, los saberes necesarios para ejercer la condición ciudadana. La diferencia entre los sexos, que en la Modernidad pasó a ser considerada como el aval de la legitimidad amorosa, en el mundo antiguo, por el contrario, representaba las pasiones sensuales, desvalorizadas posiblemente, como reflejo de la depreciación profunda de la feminidad que caracterizó a esa cultura fuertemente androcéntrica y misógina.

La sexualidad heterosexual

El cristianismo constituyó a la sexualidad heterosexual reproductiva en la única modalidad tolerada de expresión erótica. La continuidad de la especie justificaba un placer sensual respecto del que el sujeto medieval se distanciaba con desconfianza.

Pasado el tiempo, durante un prolongado período el amor y el matrimonio marcharon por carriles separados. Las uniones matrimoniales que se concertaban en los sectores propietarios, constituyeron estrategias de linaje, tendientes a preservar e incrementar los patrimonios familiares. En los casos afortunados, la afinidad surgía durante el transcurso del vínculo, dando lugar a una amistad amorosa. El deseo, nómade por definición, circulaba en la clandestinidad del adulterio.

Con el auge de la burguesía, en el siglo XIX, fue surgiendo el amor romántico, un estilo de relación donde en apariencia, las consideraciones vinculadas con el patrimonio y el prestigio estaban ausentes. La pasión despertada en el otro atestiguaba acerca de la excelencia del sujeto y ser amado o amada se convirtió en una vía posible hacia la consagración narcisista. Si bien las mujeres amadas fueron objeto de idealización, el vínculo amoroso no era en esa época una relación entre pares. Los logros y desempeños bélicos, económicos y culturales han estado abiertos como posibilidades de consagración de la autoestima masculina. Obtener el amor de una mujer hermosa y, por eso mismo, codiciada, se inscribía en la lucha por prevalecer entre los pares que se entablaba al interior de la fratría viril. Para las mujeres, ser elegidas por un varón exitoso era el pase de entrada para su ubicación social en términos de status. Su destino y el de sus hijos dependían del establecimiento de su alianza conyugal.

Esta asimetría existente entre las posiciones sociales de los enamorados ha favorecido el desarrollo de actitudes de intensa dependencia emocional de las mujeres con respecto de sus compañeros. Freud (1918), en El tabú de la virginidad, no vaciló en afirmar que la horigkeit, una actitud de extrema subordinación al criterio del iniciador sexual, descrita por von Kraft Ebbing, era la base necesaria para la consolidación de la monogamia. Pese a haber traducido al alemán el texto de John Stuart Mill donde ese autor consideró la condición social femenina como algo semejante a la esclavitud, se opuso a que su esposa trabajara y en 1933 consideró a la relación existente entre la madre y su hijo varón como la única relación humana libre de ambivalencia. Esto se explicaba porque la madre, al ver impedidos los caminos para satisfacer sus ambiciones personales a través de sus propias realizaciones, debía delegar ese cometido en su hijo varón. El creador del psicoanálisis no pensó que esa autopostergación obligada pudiera estimular la ambivalencia emocional.

El amor heterosexual constituyó una poderosa herramienta cultural que colaboró en mistificar las relaciones de dominación de los varones sobre las mujeres, y por ese motivo se transformó en el objeto de los ataques feministas. El feminismo socialista, con su énfasis en las relaciones económicas, destacó el modo en que la mistificación amorosa ha servido a los fines de usufructuar el trabajo doméstico y maternal de las mujeres, sumiéndolas en una condición podría calificarse como proletarizada. Ya Engels (1884) había comparado la relación entre el marido y la mujer con la del patrón y el obrero.

El feminismo

El feminismo radical enfocó sus análisis en el modo en que la sexualidad, entendida como una práctica social, estaba diseñada con el propósito de la satisfacción masculina. Las mujeres de la Modernidad representaban los objetos de deseo por antonomasia, pero no fueron percibidas como sujetos deseantes. Su sexualidad estuvo enajenada al servicio de la sexualidad masculina. El doble código de moral sexual, descrito por Christian von Ehrenfels y retomado por Freud en 1908, ha establecido regulaciones antagónicas según el género, cuyas improntas, aunque cuestionadas, llegan hasta el día de hoy. En diversas épocas y lugares, el deseo y el amor han transcurrido entrelazados de modo inextricable con las relaciones de dominio y subordinación.

Aun el feminismo liberal, el más integrado en el sistema capitalista, hizo visible lo que Betty Friedan (1963), denominó como “el malestar que no tiene nombre”. De ese modo se ha referido al sufrimiento callado de las esposas y madres de familia de los sectores medios, recluidas en los hogares suburbanos durante las décadas entre los ’40 y ’60, mientras que sus maridos se desplazaban a los centros urbanos para desempeñarse como trabajadores en el mercado. El aislamiento respecto de la interacción social con adultos y, sobre todo, la ausencia de reconocimiento social para sus tareas, ubicaba a estas mujeres, las más integradas al sistema, en una condición de dependencia económica y de falta de estímulos para el desarrollo personal. De allí surgieron, por ejemplo, los grupos de concientización para amas de casa con depresión (Sáez Buenaventura, 1979).

De modo que hemos pasado de la idealización del sentimiento amoroso, considerado por la clave de la felicidad, sobre todo para las mujeres, a su impugnación desmistificadora. Hoy bailamos sobre las ruinas del edificio del amor romántico, que ha inspirado tantas creaciones literarias, y que ha sido constituido en la clave del proyecto vital de tantas mujeres.

Como ha expuesto Bela Grunberger (1977), los hombres no se tomaron muy en serio la idealización amorosa. Una vez superada la adolescencia, los afanes vitales masculinos se han destinado a los logros personales, a la prosecución de triunfos que los calificaran y ubicaran en buena posición al interior del colectivo viril. De modo que la ilusión amorosa, cultivada a través de la literatura y el cine, fue develada como una argucia patriarcal para garantizar el usufructo masculino de la sexualidad y de la capacidad reproductiva de las mujeres, asegurándose descendientes legítimos. Como lo expresó Luce Irigaray (1978), ella fue “poseída como medio de reproducción”.

De modo paralelo, las parejas normalizadas de la Modernidad Media coexistieron con distintas modalidades de deseo y de amor homosexual, una orientación que a partir del auge del cristianismo pasó a la clandestinidad, ya que en el régimen regulatorio que Paul Veyne (1984) ha denominado como de “heterosexualidad reproductiva”, la sexualidad debió ser justificada mediante un propósito productivista: la reproducción. Muchas hogueras medievales ardieron con los cuerpos martirizados de los homosexuales. De ahí la expresión coloquial de “faggots”, que alude a los varones gay y que originariamente se utilizó para denominar los haces de leña que alimentaron los fuegos inquisitoriales. No resulta extraño entonces, que el colectivo GLTTBIQ+1 haya liderado la cruzada antiamorosa. La amargura y el dolor por la falta de reconocimiento hacia su deseo motivó un afán de contribuir a la desidealización del amor heterosexual, que había sido erigido como el logro cumbre de la existencia humana.

Encuentro muy sensatos los reparos que ha expresado Judith Butler (2006), acerca del riesgo de asimilarse al modelo heterosexual moderno que implica la reivindicación del matrimonio homosexual. Dada la tendencia social que busca constituir un centro integrado, el cual necesariamente debe estar rodeado de una periferia abyecta, alertó hacia la constitución de una segregación que diferenciaría a los “buenos homosexuales”, monógamos, estables y madres o padres de familia, de los homosexuales marginados, o sea de los solitarios, los promiscuos, los swingers, en fin, aquellos que no se integran en la regulación hegemónica que establece el compromiso de propiedad recíproca de unas personas con respecto de otras, y que excluye a los terceros de las relaciones de intimidad amorosa.

No coincido en cambio con las posturas de Paul B. Preciado, ni las de su excompañera, Virginia Despentes, acerca de la sexualidad. La opción transexual de Preciado es parte de sus determinaciones biográficas, que han trazado un rumbo para su identidad y para la orientación de su deseo. De más está decir que considero a la manifestación de esos modos de ser y de amar como parte de los derechos humanos universales. Pero las propuestas políticas de estas autoras me parecen serios extravíos con respecto del feminismo, ante los cuales deseo alertar, o al menos, inducir a la reflexión.

La teoría King Kong

Despentes, en su Teoría King Kong (2012) expone su intimidad sin reparos, al igual que lo ha hecho Preciado (2014) en el Testo Yonqui. Realizo una lectura alternativa con respecto del relato desafiante con el que Despentes pretende dar racionalidad a su opción ocasional por el ejercicio de la prostitución. Expone su experiencia de haber padecido una violación grupal, minimizando los efectos de ese trauma, donde estuvo en riesgo de perder la vida. Indica a las jóvenes violadas, mediante la expresión “dust you off”, que se sacudan la tierra y sigan marchando, como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, pienso que su opción por ejercer la prostitución, más allá de las fantasías jubilosas acerca de la sensación de poder que esa tarea le producía y de las racionalizaciones económicas, expresa el efecto traumático del ataque padecido.

La letalidad potencial de la masculinidad y la dimensión disciplinante de las agresiones grupales masculinas con respecto de las mujeres que circulan por el espacio público merece reflexiones y estrategias más elaboradas y menos patógenas.

En cuanto a Preciado, quien expone sus variadas prácticas sexuales, mi objeción no se refiere a sus modalidades eróticas, sino a su ideologización a través de una proclama que busca promover una cruzada de desnaturalización de la sexualidad humana, tal como expresó en su Manifiesto Contrasexual (2011). No se trata de hacer una encuesta de opinión acerca de las preferencias sexuales predominantes, sino de reivindicar, junto con el derecho de las minorías estadísticas a practicar su sexualidad como se les ocurra, la licitud de la sexualidad heterosexual promedio, que de ser idealizada y elevada a modelo de normalización, corre el riego de resultar demonizada y vilipendiada.

Si la exposición de sus deseos de dominación erótica y de degradación de su compañera sexual, a quien denomina como “mi puta”, constituye una estrategia deleuziana de intensificar las tendencias machistas y sadomasoquistas del sistema, con el fin de lograr su implosión, opino que se ha pasado de sutileza. Sus deseos de “ser el Amo, sin excusas” (2014), su idealización de la masculinidad, a la que expone como un estado privilegiado de potencia vital y dominio erótico constituyen un extravío, que según pienso, la aleja de modo definitivo del feminismo.

Sigo adhiriendo al ideal de relaciones afectivas, amorosas, que tengan lugar en un contexto de paridad, ya sea que se establezcan entre varones y mujeres, entre mujeres, entre varones, o en tríos de cualquier sexo. Ya que la sigla GLTTBIQ+1 ha incluido el más uno, para mantener la apertura, propongo agregar una H. Los heterosexuales queremos entrar.

Irene Meler es doctora en Psicología. Coordina el Foro de Psicoanálisis y Género (APBA). Dirige el Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género (APBA y UK). Codirige la Maestría en Estudios de Género (UCES).