El 30 de Diciembre del año 2004 una bengala encendida desde el público durante un recital de la banda Callejeros provocó un accidente con un saldo de 194 muertos y más de 1300 heridos. La tragedia de Cromañón derivó en una serie de acciones legales. La legislatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires inició un juicio oral para destituir al entonces jefe de Gobierno, Aníbal Ibarra. Al poco tiempo, se dio una orden de captura al dueño del local, Omar Chabán. Y pocos años después, se inició un juicio oral al manager y a los integrantes de Callejeros. El hecho generó un impacto mediático que polarizó la opinión pública. Mientras algunos acusaban a las autoridades por no tomar las precauciones de seguridad necesarias, otros acusaban a la banda y a las víctimas. En el medio del conflicto, entre el fuego cruzado, se formó una laguna negra y espesa de vacío que continúa hasta el día de hoy.
A quince años de la tragedia, la escritora, actriz y dramaturga Camila Fabbri publica El día que apagaron la luz. En cierto modo, el libro viene a intervenir en un lugar de silenciamiento y olvido. Porque más allá del trabajo de los familiares por mantener la memoria activa, no hubo una participación activa por parte del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para darle lugar a la memoria de las víctimas. Se la sometió a la desidia, a la indiferencia, a la acción erosiva del tiempo.
Escribir es tomar decisiones. Y Fabbri es consciente de las decisiones que toma para construir un relato ambiguo desde su forma, que no se plantea como una investigación periodística rigurosa del caso, y tampoco descansa en la búsqueda de un ordenamiento programático del hecho para analizar sus causas y consecuencias. Es un ejercicio literario sobre la propia memoria en relación con un trauma colectivo. Se trata de una actualización de ciertos rituales culturales que los fanáticos del rock chabón forjaron como núcleo de pertenencia. Es, asimismo, un canto de cisne tardío a las tribus urbanas que nacieron durante el primer kirchnerismo, y sucumbieron ante el estallido feroz de la Historia.
Fabbri toma como punto de partida su experiencia. “Rollinga” y fanática del rock chabón, describe el escenario por donde se movía junto con sus amigos de la escuela, registrando la construcción de una ética de convivencia: “Nos decíamos ‘te amo’, ‘te veo mañana’, ‘te hablo a la noche’. Éramos efusivos con el cariño y compartíamos canciones como sellos de fuego. Nos reconocíamos así, como si tuviéramos el olfato de diez perros. Fuimos tribu”. Los códigos entre compañeros de la secundaria en el Normal 1, los rituales con amigos y amigas, las bandas que escuchaban, las primeras cervezas, los primeros porros, el humo del cigarrillo, la política en su forma embrionaria, forman parte del mundo del rock que se le abre a la narradora como puerta de entrada para la experiencia urbana.
Esa experiencia llega a su punto máximo el día en que Callejeros anuncia una serie de recitales en el boliche del barrio de Once, Cromañón. La autora estuvo presente el día anterior a la fecha en la que ocurrió la tragedia. En su cruce de géneros, entre la memoria y la crónica, la no-ficción y el relato testimonial, El día que apagaron la luz es una novela de aprendizaje interrumpido. Aquello que se interrumpe busca salir a la luz de un modo fragmentario y azaroso. Parte de un punto en común y se disgrega hacia delante cuando el trauma irrumpe.
Tiempo después de la tragedia, Fabbri entrevistó a viejos amigos y amigas que estuvieron la fecha fatídica, o que perdieron a un amigo o amiga. En las entrevistas la voz de Fabbri da lugar a monólogos de los personajes para recomponer, como en Elephant de Gus Van Sant, un relato coral que transita alrededor de un punto muerto: el hecho de no poder recordar con claridad qué fue lo que pasó. Es esa inocencia lo que le interesa rescatar a la escritora de Los Accidentes: no saber qué era lo que estaba pasando, a qué se estaban enfrentando cuando decidían ir a un recital de su banda favorita. El punto inexacto en donde la confusión hormonal adolescente choca de pronto con lo inesperado.
Y eso es lo que resulta más interesante de El día que apagaron la luz. Si en su primer libro, los cuentos de Los Accidentes, Fabbri construía escenas cotidianas que dejaban entrever, en los pliegues de un lenguaje seco, extrañado y por momentos anacrónico, un mundo cotidiano que se fractura hacia lo anómalo y lo desconocido, es el mismo tono lo que la atrae para narrar la tragedia de Cromañón. Tanto en las declaraciones en primera persona de los y las sobrevivientes de la tragedia como en el relato de Fabbri hay imágenes, metáforas, recursos de la literatura fantástica. Como aquel “muerto que habla” que sacó a Rodolfo Walsh de las mesas de ajedrez y la literatura de lo extraño para llevarlo a la masacre de José León Suarez, Fabbri opera de un modo similar.
Cuando narra la mañana del 31 de Diciembre, para presentar el mundo cotidiano del día posterior a la tragedia la narradora dice “muchas personas no han dormido y están buscando, como zombies recién convertidos, el cuerpo humano que les corresponda”. A Julia, una amiga de Fabbri, cuyo novio murió la noche del 30 de Diciembre, la asaltan sueños que se presentan como presagios. Santi, el novio de Julia, tiene miedo a los platos voladores. Cuando un padre entra al boliche para ayudar a sacar a los chicos y chicas, recuerda: “Lo que vi no me lo olvido más: ahí arriba como una presencia en el techo, vi una nube de alquiltrán. No se movía, no era vaporosa. Parecía pintada con material, como una señal de tránsito o algo del más allá. Yo no creo en fantasmas, pero esa nube parecía hablar”.
Ese desconcierto que trastoca la percepción, entre lo que es y lo que parece ser, constituye el centro disgregado y atomizado de la novela. Un relato que orbita alrededor de algo que por su propia naturaleza parece innombrable. No hay forma de narrar el horror sin crear metáforas que lo asalten y le den textura. La pregunta central que arroja el texto no deja de ser profundamente literaria: cómo narrar la oscuridad que sobreviene cuando la luz que creíamos omnipresente no puede alumbrarnos más.