Frases del tenor de “la educación es futuro”, “la escuela pública es igualadora de oportunidades” y “toda sociedad desarrollada tiene un buen sistema educativo”, escuchadas a lo largo del tiempo, se vuelven lugar común. Podríamos pensar que su repetición banal apunta a dejarlas como aseveraciones de buena conciencia, vacías de contenido. Porque habría que poner –al menos– en duda la importancia real que la educación pública tiene en esta sociedad. Una cosa es lo que es políticamente correcto decir y otra son los hechos. Hagamos el ejercicio de pensar esta distancia con una pregunta: ¿por qué se cuida más evitar una huelga de recolectores de basura o de transporte, que una de docentes?
Al lugar que la educación ocupa en las prioridades estatales lo definen las políticas públicas que se implementan. Si se recorta presupuesto, restringen programas de inclusión, no se cumple con la ley que indica que la formación docente es una responsabilidad estatal y si se discute el aumento salarial como se negocia la compra-venta de un inmueble o con la actitud de un gerente de recursos humanos, la grandilocuencia sobre la importancia de lo educativo queda en mera retórica.
Los trabajadores y trabajadoras de la educación enfrentamos nuevos y viejos desafíos. Es importante recordar que tenemos derechos y que ejerceremos todas las opciones posibles para mejorar nuestro salario y la calidad de vida. No hay que pedir por favor para trabajar en condiciones dignas, acceder a una mejor vivienda, comprar libros, pagar una carrera de posgrado y también disfrutar vacaciones o adquirir ciertos bienes materiales. No estamos tan flojos de autoestima para apoyar la tesis de que eso son privilegios para pocos.
Hablar con la verdad es comunicar las cifras reales, afirma la voz presidencial. La pérdida de poder adquisitivo es también una incontrastable verdad. La falta de respeto es una práctica política de estos tiempos. No debemos entrar en provocaciones.
Pero la época no parece estar fundada en un debate que pueda saldarse con cifras o las verdades que vivenciamos. El cinismo y la doble moral, acompañados de campañas mediáticas de desprestigio, ponen en crisis la idea de verdad y los posibles consensos que conocimos. Hay quienes consideran que esta dinámica constituye eso que se denomina posverdad. No es lugar para discutir estas temáticas, pero sí para dimensionar que las batallas son mucho más complejas.
La tarea que tenemos como docentes no parece ser aportar la frase más ingeniosa en el programa de TV de moda o demostrar las (obvias) mentiras de los funcionarios. Probablemente, ella sea más cercana a establecer diálogos en los que le contemos a la enorme diversidad de nuestra sociedad los motivos de nuestros justos reclamos, para que no sean invisibilizados ni bastardeados por el andamiaje mediático que –también– nos gobierna. Necesitaremos paciencia, imaginación y algo de terquedad.
Y si bien el desafío es poder cambiar los modos de información, también lo es que tenemos una posibilidad de diálogo diario con miles de estudiantes y familias, que nos conocen. Esta es nuestra potencialidad y por eso también nos desprestigian. Es un gran reto armonizar medidas de fuerza y la presencia en las escuelas. Este arte del equilibrio es fácil escribirlo, pero difícil llevarlo a la práctica. El problema no es la legítima huelga, sino su utilización como única forma de reclamo posible. Tener diversidad de modos de protesta, poder imaginar otros repertorios de acción, no supone liviandad, sino riqueza de acciones. Si lo logramos, habremos dado –seguramente– otro salto de calidad en nuestra larga historia de lucha, resistencia y defensa de la educación pública.
Garantizar un piso mínimo de salario es una responsabilidad del Estado nacional. Sin paritarias nacionales, los y las docentes de las provincias con menos recursos quedan a la deriva. Acompañarlos es un ejercicio de solidaridad real, como enseñamos desde siempre en las aulas; no es un compromiso de moda guionado por las consultoras. Por eso, el intento de dividir entre conflictos distritales y la focalización del ataque en Baradel y las organizaciones sindicales. Ante los funcionarios actuales, pedir el cumplimiento de la ley se asemeja a un acto desestabilizador.
Queda el párrafo final para la delirante propuesta de los rompehuelgas devenidos en “voluntariado”. No merece mucho debate: simplemente expresa –nuevamente– el lugar que ciertos funcionarios otorgan a la educación, que entienden como un mero espacio donde los niños y las niñas pueden pasar las horas. A la capacitación en planificación, pedagogía, didáctica y derechos, te la debo.
* Docente y periodista.