“He tenido muchos problemas, por eso escribo cuentos alegres”. La cita que abre Mujercitas, la nueva adaptación del inoxidable clásico literario, pertenece –desde luego– a Louisa May Alcott (1832-1888) y forma parte de una entrada de sus diarios, publicados en forma parcial un año después de su muerte. La frase es una respuesta llena de ingenio, aunque respetuosa, a la escritora Rebecca Harding Davis, autora de la novela Life in the Iron Mills y, como ella, ciudadana de los Estados Unidos durante los años formativos de la Guerra de Secesión.
“Ella es una mujer bella, fresca y tranquila, que dice que nunca ha tenido problemas, a pesar de escribir sobre las aflicciones. Yo le dije que he tenido muchos problemas y que por eso escribo cuentos alegres, y nos preguntamos por qué cada una hizo lo que hizo”. No es casual que Greta Gerwig, realizadora de la reluciente versión cinematográfica de la novela –publicada originalmente en dos partes, en 1868 y 1869, bajo el título Little Women– haya elegido, de todas las frases posibles, precisamente esa. A contramano de las tres adaptaciones previas más importantes y recordadas, que abren sus respectivos relatos con planos de la nieve cayendo en un pequeño pueblo innombrado de Massachusetts –en pleno desarrollo de una guerra lejana geográficamente, pero muy presente en el día a día–, Gerwig elige un ámbito neoyorquino, puertas adentro, unos años después del comienzo de la novela, como trasfondo para la primera escena de la película.
Jo, la segunda de las cuatro hermanas del matrimonio March, intenta venderle al editor de una revista su último cuento, aunque prefiere el anonimato y declara que la autora del texto no es ella sino una amiga (la literatura era un ámbito eminentemente masculino y las novelistas y cuentistas, aunque comenzaban a abrirse camino, seguían marcadas por más de un estigma social). Del otro lado del escritorio, el responsable de bajar o subir el pulgar lee velozmente las páginas manuscritas, tacha algunos párrafos (“la gente quiere entretenerse, no que le prediquen”) y da luz verde a la publicación, previo pago de veinte dólares por los derechos autorales y la potestad de hacer algunos cambios y abreviaciones.
Ante la pregunta de Jo sobre la posibilidad de que la editorial acepte en el futuro otra historia original, la respuesta llega de manera implacable: “Dígale a su amiga que la próxima vez la historia sea más corta y picante. Y si la protagonista es una jovencita, que se asegure de que al final se case. O muera. Cualquiera de las dos opciones”. El diálogo, en forma de gag verbal, tampoco es gratuito: con esa breve secuencia de presentación, el guion –escrito por la propia Gerwig– se encarga de ligar, de manera clara, directa y sucinta, las desventuras y el destino como escritora del personaje de Jo March con el de su creadora, Louisa May Alcott. Un concepto que el film retomará, de manera aún más explícita, sobre el final de las poco más de dos horas de proyección. Con pronóstico de varias nominaciones a los premios Oscar y una repercusión crítica favorable casi unánime, Mujercitas versión 2019 llegará a las salas de cine argentinas el último jueves de enero, confirmando con creces el talento de Greta Gerwig luego de su ópera prima, Lady Bird.
En su libro El legado de Mujercitas, la biógrafa Anne Boyd Rioux, especializada en el análisis de la vida y obra de literatas estadounidenses, afirma que “una razón por la que tantos lectores varones se han sentido incómodos con Mujercitas (y quizás la razón más importante para que la lean) es que invierte la mirada entre personajes femeninos y masculinos como pocos textos literarios han logrado hacerlo. Por primera vez, las chicas están en el centro y los varones, en la periferia”.
El gran equívoco histórico y genérico, afianzado en nuestro país con la división invisible de textos para niños y otros para niñas de la colección Robin Hood, entre otras ediciones “infantiles”, se basa en la creencia de que la novela de Alcott es un tratado didáctico de usos y buenas costumbres para las jovencitas, haciendo oídos sordos a la inteligentísima rebeldía que late en el corazón de la historia. Si en la ficción Jo se casa al final de la segunda parte (a Mujercitas le seguiría la publicación de Hombrecitos y Los hombrecitos de Jo), como dictaban las reglas de la etiqueta editorial referidas en el diálogo inicial de la película, la autora permanecería soltera durante el resto de su vida. Una elección consciente, férrea e inclaudicable. La versión de Gerwig hace aún más evidentes esas aparentes contradicciones de la novela –la ansiada independencia contra los mandatos familiares y sociales, las normas de conducta apropiadas versus el espíritu personal–, que siempre estuvieron presentes, con mayor o menor explicitud, en las versiones cinematográficas previas.
En una entrevista reciente con la revista especializada Film Comment, Gerwig explicó con mayor detalle esas características del texto original y sus lecturas contemporáneas. “Una de las cosas en las que pensaba mientras hacíamos la película era sobre el final de la historia. Ese algo que muchas de las mujeres luminosas que fueron inspiradas por Mujercitas no aman, precisamente, es el hecho de que termine casada con el Profesor Bhaer. Mi idea fue construir una película en la cual, cuando Jo toma su libro al final y lo abraza, logre transmitir la satisfacción de algo que no sabías que necesitabas ver. Para mí, ese es el deseo encarnado, el deseo cumplido. Me parece divertido que todas esas mujeres adoren el libro, porque obviamente hay divergencias: Louisa May Alcott nunca se casó ni tuvo hijos y Jo March sí lo hace, deja de escribir hacia el final de la novela porque siente que su escritura es mala. (…) Esa especie de deseo rudimentario, de deseo sin un objeto, es interesante, ya que creo que es muy amplio el concepto de qué es ser una mujer ambiciosa. En casi todos los momentos en la historia de la humanidad esa ambición no tenía ningún lugar hacia donde ir. Ahora tenemos la posibilidad de ubicarla en otros lugares, además del matrimonio. Pero incluso el matrimonio como meta –en el sentido de trama, a lo Jane Austen– es algo bastante moderno. Quiero decir, la idea de que las mujeres no son una propiedad es nueva”.
Recuperar la hermandad
A pesar de que Mujercitas es apenas su segunda película detrás de las cámaras (dirigiendo en solitario), Greta Gerwig no es una extraña para el mundo del cine: su carrera como actriz recorre tres lustros y comenzó a afianzarse en películas de los hermanos Jay y Mark Duplass (Baghead), Joe Swanberg (Hannah Takes the Stairs) –con quien también codirigió Nights and Weekends–, y Whit Stillman (Damsels in Distress). Aunque sería la colaboración profesional con Noah Baumbach en títulos como Greenberg y Frances Ha –donde supo interpretar el papel central, además de coescribir el guion– la que terminaría de cimentar su fama de reina del cine indie americano.
La llegada de Lady Bird hace dos años haría a un lado las descripciones de los modos actorales y su presencia en pantalla para concentrarse en los dotes como realizadora; fuera de cuadro, el papel central de esa película quedó en manos de Saoirse Ronan, elegida ahora para interpretar el difícil papel de Jo March. Difícil en sí mismo y difícil porque en la memoria cinematográfica –tanto la de los espectadores como la de los especialistas– ese mismo rol fue encarnado en otros tiempos por figuras de la talla de Katherine Hepburn (1933, dirigida por George Cukor ), June Allyson (1949, Mervyn LeRoy) y Winona Ryder (1994, Gillian Armstrong) , por citar las tres encarnaciones más famosas a veinticuatro cuadros por segundo. La Jo de Hepburn siempre pareció insuperable en su perfecta mezcla de características gráciles y ariscas, tiernas y tercas, a su vez elementos imposibles de escindir de la vida personal y profesional de la actriz, una de las voces más rebeldes y luchadoras del período clásico de Hollywood, siempre atento a corregir las conductas de sus estrellas, en particular las femeninas.
El mayor desafío de Gerwig –como lo fue para Armstrong y, posiblemente en menor medida, para las producciones de los años 30 y 40– era trasladar una obra literaria que acaba de cumplir 150 años manteniendo un equilibrio nada sencillo: ser fiel a la esencia del texto y hablarle a un espectador del siglo XXI. Algo de ayuda de la propia Alcott tuvo: Mujercitas puede parecer “fechada” en muchos aspectos, pero la universalidad y atemporalidad de las cuestiones que conforman sus fibras más esenciales son indiscutibles. Un tema de morales, pero también un tema de estéticas. “Lo que me ponía nerviosa era el hecho de que no quería hacer una pieza de época que pareciera clavada al piso. Algo que impide moverse o respirar”, declaró Gerwig al periodista de Film Comment, haciendo hincapié en el ritmo de los planos y escenas, pero también en el movimiento de las actrices y actores. La decisión más radical a la hora de crear su propia versión del clásico descansa, sin embargo, en la estructura general del relato, que rompe por completo con la cronología lineal de la novela y de todas las adaptaciones filmadas hasta la fecha.
Para todo el mundo, de manera indiscutible, la historia de Mujercitas es la historia de Josephine March, Jo. Sin hacerlo explícito en el texto, sin necesidad de recurrir a la primera persona, el punto de vista central del relato es casi siempre el de ella, la mirada indirecta que describe el mundo a través del narrador omnisciente. Pero Mujercitas es también un relato coral y cada una de las hermanas – Beth, la chica musical y la tímida del grupo (Eliza Scanlen); Amy, la más pequeña y revoltosa, además de bastante creída de sí misma (Florence Pugh); Meg, la mayor y más proclive a seguir las reglas de la sociedad (Emma Watson)– refleja elementos diversos de aquello que, en pleno siglo XIX, alguien podría haber definido como “características femeninas”. También está Marmee March, la madre de las chicas, interpretada por Laura Dern, y Robert March (Bob Odenkirk), el padre ausente por las urgencias de la Guerra, a quien la malhumorada y rica tía Josephine (Meryl Streep) no deja de señalar como el responsable de los malos ratos económicos que están pasando su esposa y sus hijas. Y el resto de los personajes: Laurie (Timothée Chalamet), el joven y adinerado vecino que pasó gran parte de su vida en Europa, su abuelo James (Chris Cooper), el tutor del muchacho, el profesor de origen alemán que Jo conoce en la gran ciudad (el francés Louis Garrel), entre otros.
El constante ida y vuelta entre pasado y presente del guion de Gerwig funciona un poco como lo hace la memoria y casi nunca requiere de “disparadores” visuales para atravesar los meses y los años de manera instantánea. “Esa estructura está relacionada con la idea de comenzar en la adultez y regresar a la infancia como un anhelo, un recuerdo, como si fuera una de esas esferas con nieve adentro que reflejara un momento perfecto que se ha ido para siempre. Creo que las personas, en particular las mujeres, caminamos junto a nuestro propio ser cuando era más joven. Y una siempre intenta responder a esta pregunta: ¿eres tan grande y valiente como podrías serlo? Por eso Jo vuelve a casa: está en busca de algo que siente que ha perdido, una hermandad. O el recuerdo de una hermandad que no puede recuperar”.
Esa instancia de la vida perdida en los recuerdos encarna en un momento del libro que todas las adaptaciones han reflejado de modo más o menos dramático, más o menos risueño: el momento en el cual Jo cae en la cuenta de que Meg, su hermana mayor, se ha enamorado de un hombre y que, a partir de ese momento, ya nada será igual. El primer chispazo de un descubrimiento que se creía inimaginable. El final definitivo, irremediable, de la infancia.
El segundo sexo
Cada una de las versiones cinematográficas de Mujercitas –como toda adaptación de un medio a otro– lleva inscriptas sus traiciones y lealtades a la letra escrita. Un detalle interesante y nada menor es que la mayoría de las películas supo tomar diálogos completos y transcribirlos al pie de la letra como líneas para los personajes. La encarnación de Gerwig no es la excepción y otro de sus logros es el hecho de que esas oraciones literarias puedan brotar de los labios con la más absoluta naturalidad.
Para el conocedor de la obra original, muchas de esas expresiones sonarán novedosas a pesar de ser extremadamente familiares, pero hay una sentencia de Jo que le parecerá extraña, novedosa, anacrónica incluso. “La mujeres son dueñas de una mente, además de un corazón. Ambición y talento, como así también belleza. Y estoy cansada de escuchar a la gente decir que la mujer sólo es apta para el amor”, le dice Jo a su madre, al borde de las lágrimas, luego de rechazar al primer hombre que le propone matrimonio, su vecino y amigo del alma, Laurie. La frase está tomada de otra novela de Alcott, Rose in Bloom, cuya ambiciosa protagonista, Rose Campbell, tiene varios puntos de contacto con Jo. La declaración, que hoy podría definirse sin fisuras como feminista, es coronada por un “Pero estoy tan sola…”, que retroalimenta esa riqueza humana y emocional que aleja al film de cualquier atisbo de tesis intelectual revisionista. A la hora de los ensayos y la preparación del rodaje, Gerwig optó por dejar de lado las adaptaciones previas y concentrarse en películas aparentemente ajenas al mundo de Alcott que, sin embargo, servirían como inspiración para que reparto encontrara un timbre y un ritmo.
“Hice que todos vieran cosas como Fanny y Alexander, porque es una historia de fantasmas y es muy buena. La escena de graduación en La puerta del cielo, donde todos bailan el vals en un patio gigante y parecen adolescentes. Del mismo barro, de Altman, donde la gente habla y suena como la gente real. La historia de Adele H., de Truffaut. Esther Khan, la película de Arnaud Desplechin sobre el mundo del teatro. Desde ahora y para siempre, de John Huston, porque trata sobre la idea de recapturar algo que se ha perdido. Y, extrañamente, La rueda de la fortuna, porque amo a Vincente Minelli y creo que se acerca al concepto de la niñez como un lugar idílico”.
Va de suyo que Mujercitas, la novela, posee más de un elemento autobiográfico. Nacida en el seno de la casa familiar de Abigail May y Amos Bronson Alcott, en un pueblito de Pensilvania, Louisa vivió su infancia y adolescencia en distintos lugares de Nueva Inglaterra, incluido el pueblo de Concord, Massachusetts, que sirvió de base para el sitio donde transcurre la novela. Tuvo un único hermano, que falleció a temprana edad, y tres hermanas con las cuales mantuvo una relación muy cercana, marcada por las enseñanzas del padre, un filósofo vinculado a ideas liberales como el sufragio femenino y el abolicionismo, y las lecturas de autores como Thoreau y Emerson. Mujercitas fue rodada en locaciones cercanas a Concord y a Fruitlands, que supo ser una comuna de Harvard dedicada a la vida en armonía con la naturaleza (esa experiencia de Alcott quedó reflejada en el volumen Fruitlands, una experiencia trascendental), por lo que el sabor local –los colores y tonos de la zona– estaba asegurado.
Ese es el trasfondo real de la historia, nuevamente disponible en la gran pantalla, con sus grandes hitos redivivos: la siempre conflictiva relación entre Jo y Amy, con sus hielos y fuegos; las enfermedades que amenazan con destruir relaciones; el corte de pelo inesperado y emotivo; el piano que viaja algunos metros a su nueva destinación; la Navidad, esa institución americana; los trajes chamuscados y las confidencias; la relación con Marmee y la transmisión de conocimientos acerca de la vida y la condición femenina. De manera algo inesperada, la potencia del melodrama comience a usurpar un puñado de escenas durante los últimos tramos de la película. Si la estructura general de Mujercitas 2019, con su saltos temporales, permite que la historia cree nuevas ligazones emocionales –como ese notable momento en el cual la recuperación de una terrible dolencia es seguida por la inevitabilidad de la muerte–, la historia introduce muy cerca del final un par de planos que descascaran la cuarta pared, prolegómeno de un giro narrativo que le permite a Gerwig cruzar ficciones y realidades, creaciones literarias con vidas concretas, lugares comunes novelescos con posibilidades verdaderas. Es una manera de afirmar, al mismo tiempo, que el texto de Louisa May Alcott sigue vivo y hablándole al lector contemporáneo y que el mundo puede haber dado millones de vueltas y cambiado en muchos aspectos, pero ciertas cosas de la vida permanecen inmutables.
“¿Eres feliz?”, le pregunta Jo a Meg, ya desposada y madre de dos hijos, temerosa de que la respuesta se asemeje a su admonición de tiempo atrás, cuando había predicho que, luego de dos años de matrimonio, estaría “aburrida hasta la muerte”. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es la felicidad? En palabras de Marmee March, rodeada de gran parte de su familia, al cerrar el último capítulo de Mujercitas: “Oh, mis chicas, vivan los años que vivan, no podría desearles una felicidad más grande que esta”.