Anotá esto y volvé a leerlo en diciembre: hoy jueves, y habiendo pasado apenas 9 de los de 366 días de este año bisiesto, se estrena oficialmente la que probablemente se convertirá en una de las mejores películas argentinas del año. Endosar semejante etiqueta es asumir el riesgo que impone una producción cultural que, por naturaleza, tiene tanto o más de emoción que de razón –y que, por lo tanto, está repleta de trampas desparramadas por las subjetividades propias–. Sin embargo, ahí reside justamente el secreto o el talento de La muerte no existe y el amor tampoco, de Fernando Salem: lejos de forzar tesis, stockear sensiblerías, repartir golpes bajos y recurrir a lugares trillados, la peli toma acaso los tres grandes temas de la existencia humana (la muerte, el amor y, a través del juego ser-no ser, la Verdad con mayúscula) para exponerlos en carne viva y dejarlos rebotando en la cabeza del espectador con la fortaleza que tienen no las certezas sino, en realidad, las preguntas.

 

De lo general a lo particular, esos postulados universales se subliman a partir de la individualidad de sus personajes, especialmente los centrales: Emilia se había ido del pueblito minero Río Turbio (Santa Cruz) a Buenos Aires para recibirse de psiquiatra, trabajar en un hospital, tener pareja y encontrar la estabilidad emocional que ofrecen las grandes ciudades… hasta que se entera de la muerte de Andrea, su amiga de la infancia, y debe volver en un largo viaje en micro a ese corazón de la Patagonia cordillerana áspera y silenciosa para tirar las cenizas de quien la acompaña emocionalmente hasta el momento decisivo. Son, en esencia, dos mujeres treinteañeras que, a ambos lados del Tánatos, abren, exponen y cierran (o eso creen) sentimientos y dolores propios del género, de la juventud y también de una contemporaneidad líquida que queda demostrada en el contraste entre las ansiedades vacías de las metrópolis y las espesuras hondas de las poblaciones aisladas.

Tanto Antonella Saldicco como Justina Bustos (y también Agustín Sullivan, quien completa el trío actoral juvenil patagónico) tienen la polenta de decir más con las miradas que con las palabras, de hablar con los ojos más que con la boca. Lo cual es doblemente poderoso en una época donde todo es sobrenarrado, hipertuiteado o vociferado más con el volumen que con el tono.

A Fernando Salem, conocido por su ópera prima Cómo funcionan casi todas las cosas y también por su aporte en La asombrosa excursión de Zamba, ya le alcanzaron dos películas para ir mostrando su estilo: el universo femenino en la juventud, las dudas existenciales, los dolores como motores para la reflexión, las locaciones amplias y desoladas (su primera película fue rodada en San Juan), el circuito comercial más específico y no tan elefantiásico (Como funcionan casi todas las cosas estuvo 14 meses seguidos en el MALBA, donde intentará conseguir lo mismo con La muerte no existe...) y sus apariciones al final de la película para charlar con el público como mecanismo para darle ese toque “de autor” a la obra.

A todo eso se le suma además una especie de inclinación por las sociedades artísticas off shore, con creadores culturales que no son exclusivamente del cine pero están criados y vinculados a él como Santiago Motorizado (quien se puso al hombro la banda sonora con canciones inspiradas y música incidental) y Romina Paula, autora de la novela Agosto, que inspiró la peli y también es actriz del elenco en ciernes.

Generalmente estos problemas son explicados desde la centralidad urbana. ¿Qué encontraste de atractivo al hacerlo en lugares más amplios y desolados como San Juan y Santa Cruz?

--Hace poco me dijeron que era como una especie de geografía emocional, y me gustó. Me inclino más por los pasajes desolados porque hay como una idea de orfandad, una sensación de estar solos en la vida y, en ese sentido, los escenarios tienen una función dramática. Son, además, una especie de alter ego de las protagonistas. Hay una idea de figura y fondo: un escenario que habla y muestra lo que las protagonistas de las dos pelis tratan de ocultar. Esa cosa de estar a la intemperie que tenemos los humanos, sobre todos los que no creemos ni en Dios ni en otra vida y nos entendemos como errantes. Tanto en San Juan como en Santa Cruz entendí que la conexión con la naturaleza es más consciente con –valga la redundancia– tu propia naturaleza. En los centros urbanos, en cambio, todo es mucho más simbólico: no vemos el horizonte, difícilmente tocamos el pasto y las dificultades climáticas no son obstáculos tan grandes, por lo tanto disimulamos mucho más nuestra animalidad.

En tus dos películas las protagonistas son mujeres. ¿Cómo haces para empatizar con esa sensibilidad sin correr el riesgo del mansplaining o las sobreinterpretaciones?

--Siempre digo que me interesa el universo femenino porque me parece insondable, un misterio que como varones se nos está negado de experimentar. ¡Entonces eso me resulta magnético y atrapante! No me acerco para decir cuál es mi punto de vista sobre el tema, sino rodeado de un equipo de mujeres también, porque como director mi brazo es corto, no llego a todos los temas. Entonces, lo que hice en ambas películas fue intentar sugerir un camino a las actrices para que luego ellas lo transiten y vivan cada escena. Ellas son las que me dan los ojos. Sugiero una escena y ellas la desarrollan. Yo solo intento dirigir en un sentido dramático o de tono. Porque eso es dirigir: crear condiciones, abrir caminos y sugerir direcciones. En lo demás, soy respetuoso de las búsquedas de cada actor.

Hay inquietudes propias de la juventud contemporánea, como la posmodernidad líquida, la sobreestimación pero, al mismo tiempo, la angustia por la sensación de vacío. ¿Las pausas y los grandes silencios fueron un atajo para atacar estos problemas?

--Justo las dos pelis tienen que ver con recortes en la vida de dos mujeres, y ambas tienen un pequeño momento de reflexión y cambios. En Cómo funcionan casi todas las cosas, a Celina se le muere el papá y abandona el pueblo al que estaba atada en un viaje iniciático donde busca libertad y su identidad. En el caso de La muerte no existe... Emilia está un poco más adelante, porque ya se fue del pueblo, se siente autónoma está en pareja, cree tener una vida aparentemente estable y sin sobresaltos… pero piensa “¿Y ahora, qué? ¿Esto era el amor, la felicidad y lo que estaba persiguiendo?”. Son dos momentos de reflexión que merecen aislamiento y poner todo en suspenso: en la primera película la pregunta es quién soy, mientras que en la segunda es qué siento. Preguntas, por cierto, que todos nos hacemos aunque nos escapemos. Disfrazalo de angustia, o de momentos muy breves de felicidad, pero por más disociados que estemos, estamos conectados.

Tu primera película se convirtió en un objeto de culto que la gente iba los sábados al Malba para ver, y luego se quedaba charlando con vos. ¿Qué es lo que te cautiva de eso para volver a replicarlo ahora?

--Por empezar, tengo socios que confían en proyectos como éste y quieren contar esta historia, como Diego Amson, Lucila de Arezmendi, Juan Pablo Miller y Untref Media. En la peli anterior fui a distintas salas y traté de vendérsela a la gente que iba a ver James Bond. “Hola, ¿qué viniste a ver? Bueno, te quiero recomendar esta otra película sobre una chica a la que le pasa tal cosa”. Traté de fomentar ese consumo cultural. Puede ser una película de autor, pero que por otro lado no se olvida de los espectadores. Porque, ojo: ¡me crié mirando pelis de Bruce Lee y Sylvester Stallone, no de Andréi Tarkovsky! Lo demás lo aprendí estudiando cine.

¿Te preocupa qué audiencia se topará con tus películas?

--No dejo de pensar en la pareja que quiere ver una película emotiva o que la movilice. Como contadores de historias, debemos pensar en el público. Debemos pensar películas sólidas desde lo dramático, dinámicas, que no aburran y lleguen al corazón. Trabajamos mucho en equipo para generar un producto cultural sustentable. Ése es el desafío. El dispositivo cinematográfico es una pantalla grande con muchas butacas, con mucha gente yendo a ver una misma historia. Todos tienen la voluntad de dejar a los pibes, tomarse un colectivo o pagar un estacionamiento y, con todas sus expectativas a cuestas, comprar la entrada. Me siento responsable de que sientan que ese dinero estuvo bien invertido, que salgan contentos y, en lo posible, la recomienden. Y además me gusta quedarme a charlar. Es como tener un restaurant: no puede no interesarte lo que opinan de tus milanesas.