La relación entre Marx y ciertas obras literarias, o la del marxismo con la literatura como un fenómeno histórico específico, pero siempre difícil de asir, es por demás compleja. Y habilita un conjunto de reflexiones casi tan largas como interpretaciones de los textos del filósofo alemán, padre del comunismo científico, existen. Pero, aún así, no puede haber una cabal lectura de la filosofía marxiana y de los marxismos que engendró si no se entiende la constante tensión que existe entre discurso literario y aproximación filosófica, sobre todo, en la medida que una de las cosas que cualquier planteo revolucionario debe resolver es la del lugar que tendrá aquello que se llama “literatura” –o, de manera más general, “arte”– dentro del mundo nuevo por venir. La literatura, en tanto sostenida bajo los protocolos de la ficción (que no son otra cosa que una mentira organizada) o bajo la imprudencia de la palabra poética (cuya relación con la verdad discursiva es errática y hasta diametralmente opuesta, habiendo una “verdad” en poesía que resulta amiga de lo inefable), parece encargada de generar corrimientos y desvíos al interior del pensamiento materialista. Por eso, a veces, los mejores modos de renovar cualquier tipo de ortodoxia dentro del marxismo es a través de la concentración sobre fenómenos estéticos o culturales, algo que han demostrado en diversas épocas y con diferentes enfoques nombres de importancia como los de Antonio Gramsci, Theodor Adorno o Raymond Williams. El último libro del escritor, periodista y docente Mariano Dorr, Marx y la literatura, es menos un análisis filológico de las menciones de Marx acerca de novelas, cuentos o poemas y más una indagación personal acerca de los ires y venires del materialismo dialéctico con la literatura, ese doble espectral que, como el comunismo en el Manifiesto de 1848, resulta su más escurridizo y, por eso, innegable fantasma.

El primer artículo del libro, “Marx lector”, recupera precisamente uno de los trabajos más emblemáticos del filósofo en relación a la literatura. Como bien señala Dorr, en lugar de ocuparse de un autor encumbrado y canónico, Marx se mete con un novelista contemporáneo, reconocido, adscripto al realismo y cuya obra circula en ediciones accesibles al gran público. Estamos hablando, claro, de su estudio sobre la obra de Eugène Sue Los misterios de París, presente en el primer libro que firma junto con Engels, La sagrada familia (1845). Todo el libro está dedicado a identificar aquello que se ha llamado la “crítica crítica”, encarnada por Bruno Bauer y los jóvenes hegelianos, cuya postura parecía un modo de continuar con la filosofía dialéctica a través de sus costados más poderosamente idealistas. La distancia de Marx con esa corriente fue necesariamente establecida para que, tal como afirma Lenin al revisar la obra marxiana, el futuro autor de El capital pase del hegelianismo idealista al socialismo. El lugar que ocupa el comentario al crítico literario cercano a “Bauer & Co.”, Szeliga (pseudónimo de Franz Zychlin von Zichilinsky), en su nota sobre la novela de Sue pone en evidencia la metodología y las obvias consecuencias de esta suerte de aplicacionismo del ideal sobre la vida efectiva y planteada en términos materiales e históricos: recordemos, la juventud hegeliana encarna, para Marx y Engels, esa idea de que los cambios en los modos de pensar necesariamente representan cambios históricos, sin que participe la lucha material. En esa línea, Szeliga saluda la manera en la que el personaje de Rodolfo de Geroldstein (un noble disfrazado de indigente) trata de salvar a Flor de María (una prostituta) de la vida sometida a la carne y a las limitaciones pecuniarias. Flor de María, de carácter naturalmente jovial y sin ningún tapujo a la hora de defenderse físicamente de sus agresores, termina en un convento, arrepentida de su vida pecaminosa, para al poco tiempo morir. La estructura del relato de Sue, el modo en que contrapone al personaje de Rodolfo con Flor de María, el destino de esta última y hasta la apreciación de la “crítica crítica” de Szeliga, quedan liquidadas en un solo párrafo por parte del mismo Marx que, en esa época, acababa de escribir los ahora conocidos Manuscritos económico-filosóficos de 1844: “Rodolfo transformó, entonces, a Flor de María, primero en una pecadora arrepentida; luego, a la pecadora arrepentida, en una monja y, finalmente, a la monja, en un cadáver. En su sepelio, no sólo el sacerdote católico da un responso, sino también el sacerdote crítico, Szeliga”.

MATAR AL BURGUÉS INTERIOR

La literatura, para Marx, es un espacio en donde también se presenta una lucha entre la consideración materialista de la vida y el plano de las ideas: desprendidas las ideas de su vínculo con la vida y la historia, quedan en un mero formalismo que no va a ningún lado. Por eso, la crítica de Marx, su afición por la literatura clásica de la Antigüedad grecorromana, su gusto por Shakespeare y Cervantes e, incluso, sus intentos de escritura literaria (que los hubo), muestran una afición por un planteo de lo estético comprometido con las contradicciones y las luchas de la humanidad real. Pero, más allá de Marx, ¿qué queda de esa interpretación?

El libro de Dorr se corre en gran parte de los demás capítulos de la apreciación de esos comentarios literarios de Marx para revisar la manera en la cual ciertos planteos del pensamiento materialista-dialéctico persisten en diferentes momentos históricos. Y en donde los escritores o los filósofos con una clara o ambigua lectura de la obra marxiana atraviesan esos momentos puntuales para llegar a una conclusión o, si las cosas salen bien, al desarrollo de un instrumento conceptual que habilite el cambio revolucionario. Así, “Máximo Groki y Alexandr Soljenitsin: una unión soviética” repasa las contradicciones entre el planteo de emancipación de la humanidad del pensamiento socialista con los horrores del GULAG (y la pesada realidad de que uno de los más emblemáticos lleve el nombre del autor de La madre); “El Manifiesto comunista como imagen de la vanguardia” estudia la manera en la cual, tal como remarcó Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire, el texto de Marx y Engels funciona como modelo para lo que después serán los manifiestos de las vanguardias históricas y, sobre todo, las diferentes versiones de Bretón del propio de los surrealistas; hasta, por ejemplo, meterse en la manera en la que, ya en territorio americano, los beatniks y los escritores argentinos contemporáneos exhiben problemas que emergen del riñón de la lectura marxista en torno a la relación literatura-realidad histórica.

La clave de lectura del libro de Dorr es entender que la herramienta más concreta de transformación de la realidad en el ejercicio de la crítica y la práctica literaria es la toma de conciencia por parte del escritor de que los procedimientos están para poner en crisis a la literatura como institución. Desarmar la literatura por dentro, a partir de una escritura más cerca del arma que del artificio, es evidenciar su naturaleza estrictamente burguesa y las limitaciones históricas que evidencia, en pos de un mundo que debe transformarse. De ahí el tratamiento de temas diversos que poco tienen que ver con lo que el libro enuncia en el título: no es tanto Marx y la literatura, sino la vigencia de una crítica literaria con cierta base marxista con respecto a la literatura del siglo XIX en adelante (o sea, la literatura, sin más). 

Marx y la literatura resulta, a la manera sartreana, un libro situado, que lee desde las crisis del presente esa relación siempre tensa entre compromiso y formalismo, abordada con un tono ensayístico, y que actualiza problemas sociales y estéticos, mostrando el trasfondo y los puntos clave de ciertas polémicas de renombre. Obviamente, la resolución de esos nudos problemáticos es más propositiva que real. Como pasó con los socialismos reales, como pasa en toda la “literatura” marxiana o marxista, la utopía es algo que se adivina transcurriendo en los sinsabores de la historia. Y por eso, imprevista. Como a veces le pasa a la literatura.



>Unos fragmentos de Marx y la literatura

Contradicciones

Si hay un escritor cuya obra sintetice la extensa transición que experimentó Rusia, de la época zarista a la bolchevique, ese es Máximo Gorki. Tanto la obra literaria como sus primeros ejercicios revolucionarios en el plano propiamente político pertenecen a los últimos años del siglo diecinueve. Gorki escribió muchísimo, pero el de escritor no fue su único trabajo. Teniendo en cuenta los oficios de la época, el gran escritor ruso hizo de todo. Los diferentes rubros a los que se entregó para sobrevivir aparecerían más tarde en la etapa de su producción literaria que podríamos llamar autobiográfica. Esto es, fundamentalmente, sus últimos libros. Estos últimos trabajos publicados corresponden con el momento de gloria en la vida de Gorki. En los años posteriores a la revolución de octubre, Gorki no sólo era un célebre escritor sino que, además, era el principal escritor oficial de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas.

En un libro más o menos reciente de Emmanuel Carrère –Limonov, publicado en París en 2011– se cuenta la extraordinaria vida de Eduard Limónov. Uno de los leitmotiv de la obra consiste en equiparar los derroteros del protagonista con los de Alexandr Soljenitsin. Carrère señala que, en una de esas típicas contradicciones soviéticas, a Soljenitsin se lo consideraba el escritor más importante de su tiempo y a la vez se le prohibía publicar. Algunos años después de haber obtenido el Premio Nobel de Literatura, Soljenitsin se vio obligado a abandonar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. A pesar de haber ganado el Nobel de Literatura, Soljenitsin sigue siendo prácticamente un desconocido para buena parte de los lectores del mundo entero. El libro fundamental que escribiera Soljenitsin lleva como título Archipiélago GULAG. El subtítulo de la obra reza: “Ensayo de investigación literaria”.

Uno de los elementos que consigna Soljenitsin de manera conmovedora es lo que, siguiendo a Carrère podría denominarse otra contradicción típicamente soviética: la existencia de un campo de concentración cuyo nombre era nada menos que MÁXIMO GORKI. El gran escritor ruso llegó a justificar por escrito la existencia de estos campos y su nombre quedó prendido para siempre a la muerte de un número incalculable de soviéticos. En las primeras páginas de Archipiélago GULAG, Soljenitsin menciona a Gorki a propósito de un canal que se construyó con la sangre soviética en los años posteriores a la revolución. Gorki, entonces, no sólo defendió la existencia de los campos, sino también las obras monumentales y muchas veces sin sentido que llevara a cabo el Kremlin.

Libertad o estupidez

La teoría del compromiso del escritor se hizo tan célebre como objeto de controversias. Un crítico teórico alemán francamente genial, Theodor Adorno, dedicó un artículo al desmantelamiento de la posición sartreana. El título del trabajo no deja lugar a dudas sobre su objeto: “Compromiso”. Se trata de una conferencia leída en la Radio de Bremen, el 18 de marzo de 1962. Dos años mayor que Sartre, Adorno también pensó y escribió sobre los problemas del mundo, la explotación, la situación de los oprimidos y el lugar de la literatura y el arte en el contexto contemporáneo. En los años de La nausea y ¿Qué es la literatura?, Adorno publicaba junto con Horkheimer la Dialéctica de la Ilustración. La obra de Adorno fue sin lugar a dudas, en cada una de sus páginas, profundamente comprometida; sin embargo, su crítica a la teoría del compromiso deja prácticamente en ridículo las pretensiones políticas de la literatura sartreana.

Adorno explica que la obra de arte comprometida, en principio, sería la que viene a romper el hechizo de aquella que no quiere ser más que un pasatiempo ocioso. La obra comprometida vendría a denunciar la actitud –sumamente política– de la antipolítica. Para discutir estas cuestiones directamente con Sartre, Adorno hace un repaso por algunos de los momentos argumentativos de ¿Qué es la literatura? Allí donde Sartre señalaba que el trabajo del narrador tiene que ver con significados, Adorno agrega: “Sin duda, pero no sólo. Si ninguna palabra introducida en un poema se desprende completamente de los significados que posee en el habla comunicativa, en ninguna sin embargo, ni siquiera en la novela tradicional, este significado sigue siendo sin cambios el mismo que la palabra tenía fuera. Ya el simple fue en una narración de algo que no fue cobra una nueva cualidad formal por el hecho de que no fue”. Con estas palabras, Adorno da por tierra con las buenas intenciones de Sartre. Efectivamente, la literatura es ficción. Aun cuando lo que cuente tenga un vínculo estrecho con “la realidad”, la literatura es un artificio, una escritura, una producción artística. A partir de aquí, Adorno comienza a deshilvanar el discurso sartreano. Si no queremos confundirnos –sigue Adorno– hace falta distinguir entre compromiso y tendenciosidad. Tratando de pensar el tipo de “compromiso” presente en las obras literarias del propio Sartre, Adorno llega a la conclusión de que, allí donde Sartre intenta demostrar la imposibilidad de renunciar a la libertad, ésta se ve completamente anulada como tal. Cita a Herbert Marcuse cuando señala el absurdo del filosofema sartreano de que uno pueda interiormente aceptar o rechazar el martirio, la tortura. No se puede ser tan idiota. Pensar que uno es libre de aceptar o de rechazar –interiormente– una tortura, resulta de un cinismo rayano en la estupidez. Por eso, desde el punto de vista de Adorno, Sartre, en lugar de enseñar la primacía de la libertad en el ámbito de lo humano, no hace más que enseñar la falta de libertad.

Un crimen proletario

El Capítulo III de Sebregondi retrocede, de Osvaldo Lamborghini, es uno de los textos que “Títere de la moneda” permite volver a pensar mediante sus claves. De algún modo, el poema de Arturo Carrera corre el velo de ilegibilidad que presenta “El niño proletario”. Se trata de un texto tan preciso como revulsivo y abyecto. Es casi una radiografía del discurso de la consciencia burguesa en la Argentina.

La literatura (en realidad, su condición de posibilidad) es el resultado o el producto de un crimen tan invisible como transparente. Osvaldo Lamborghini no está lejos de las tesis benjaminianas acerca de la tarea del autor como productor. A fin de cuentas, el niño proletario no es proletario por el solo hecho de haber nacido en un hogar obrero. Es un canillita, un vendedor de diarios. Lamborghini menciona los “periódicos”. Recordemos que, según Benjamin, los periódicos representan la posición más progresista o revolucionaria en términos político-litearios. Allí, en los periódicos, se juega la batalla fundamental. El problema, decía Benjamin, consiste en que dicho instrumento se encuentra en manos del enemigo. ¿Qué decían los diarios que llevaba el niño proletario en el momento de ser interceptado por sus asesinos compañeros de escuela? En realidad no importa. Los periódicos, en la medida en que continúen siendo una propiedad del enemigo, es decir, de la clase dominante, no hacen más que reproducir “un espacio en blanco”. Lo que leemos en “El niño proletario” nos incomoda, pero esa contractura es la misma que experimenta un aficionado a las matemáticas frente al teorema de Gödel. Se entiende el problema, pero no es posible seguirlo en sus detalles sin desfallecer. Porque, como en el caso de Arturo Carrera, Allen Ginsberg, Bob Dylan, Brecht, Sartre y Bretón, aquí el gesto revolucionario se ubica del lado del escritor burgués, que denuncia sus propias condiciones de existencia: “Desde este ángulo la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto”, escribe Lamborghini. El asesinato de un niño proletario por el solo hecho de ser un niño proletario. Un hecho perfectamente lógico y natural. Un hecho perfecto.

Lógica. Naturaleza. Perfección. Osvaldo Lamborghini construye esta situación para dejar en claro en qué consisten la lógica, la naturaleza y la perfección en el contexto de la explotación del hombre por el hombre que caracteriza a la lucha de clases en el modo de producción capitalista. Esto es, un crimen.