EL CUENTO POR SU AUTOR

Mis cuentos no proporcionan una visión consoladora ni tienen un final optimista. No creo en los finales felices. Hipocresía, ocultamiento, sospecha, mezquindad, envidia, frustración, enfermedad, humillación, y un largo etcétera de tragedias íntimas. Podría decir que se trata de ficciones, pero siento que a veces están más cerca del documentalismo. Me gustaría que se leyeran como autobiográficos, pero de los lectores. Estos que publico hoy pertenecen a El sufrimiento de los seres comunes, mi último libro. Escribí estas historias por necesidad más que por gusto. Sin demasiada esperanza, como decía Karen Blixen, pero sin desesperación.  


78

En la noche del centro, la multitud. Banderas, bocinas, cánticos. En una esquina, se encuentran dos hombres. Dos años sin verse. Los dos cambiados. Estás igual, se mienten. Lo que compartieron, se acuerdan. No necesitan decírselo. Los dos piensan que el otro estuvo chupado. Tampoco lo dicen. Alrededor, la fiesta popular. La emoción de los dos, la misma. Dura poco. Si los dos están vivos, el otro puede ser un delator. Los dos, apurados, vuelven a perderse en la multitud. Ninguno imagina que el otro se salvó de milagro. Los dos, ahora, cada uno por su lado, se dan vuelta para ver si el otro lo sigue.

LLANTO

Esa noche el bebé de los vecinos del sexto ce lloraba otra vez. No podían ir a tocarles timbre y quejarse. Debemos alegrarnos quizás, dijo Marcos. Por qué, le preguntó Cecilia. Y ella misma se contestó: Porque no tuvimos uno. Marcos se dio vuelta en la cama, se agarró a la almohada y trató de conciliar el sueño a pesar del bebé. Marcos prefirió callar y seguir agarrado a la almohada. Si abría la boca, estallaría el rencor acumulado en ella después del aborto. Tres años hacía. Cecilia se había negado, pero él la había inducido a razonar: todavía no ganaban lo suficiente como para traer una vida al mundo. Sin llevarle el apunte, contra su voluntad, Cecilia dejó de cuidarse. Quedó embarazada. A Marcos le costó convencerla. En un año, dos, todavía serían jóvenes. Ganarían más, se mudarían, le prometió. Cecilia abortó. Después de la intervención en ese consultorio sórdido de Almagro, no volvió a quedar embarazada. Algo había salido mal. Sin embargo estaba empeñada en ser madre. Adoptemos, le insistía cada tanto. Marcos contraatacaba con los mismos argumentos de antes: los dos sueldos miserables, el ambiente chico, el espacio reducido para criar un bebé. Cuando alguna pareja conocida se embarazaba –y Cecilia usaba el se: se embarazaron–, arremetía otra vez. Podían mudarse primero y adoptar después, decía. Y Marcos le prometía que el mes próximo empezarían la búsqueda de un peache. Aunque Cecilia sabía que Marcos no iba a cumplir, quería creerle. Ya llevaban cuatro años en ese departamento del sexto be. En Cecilia empollaba la frustración. En Marcos, un sentimiento de derrota. Porque hasta para separarse necesitaba ganar más. La frustración de Cecilia se volvía solo comparable en gravedad a la derrota que experimentaba Marcos.

Lo peor era que ese bebé pared por medio no se callaba. Andá y deciles, le pidió Cecilia. Decirles qué, preguntó. Que lo callen. Es de malos vecinos, Ceci. Si no vas vos voy yo. Entonces andá vos. Pero Cecilia no fue. Se encerró en la cocina, se hizo un té. Amanecía.

Así las cosas, superaron aquella noche. Al día siguiente no se hablaron. Cuando volvieron al departamento, en la cena, tampoco se hablaron. Al acostarse, la tele en bajo volumen, Cecilia dormía y a Marcos se le empezaban a caer los párpados, el bebé arrancó otra vez. Cecilia se despabiló. Dieron vueltas en la cama, se miraron con rabia, después con dolor, más tarde con amargura. Hasta que Cecilia lo abrazó a Marcos.

El bebé volvió a llorar la noche siguiente. Y la siguiente a la siguiente. Marcos ignoraba cuándo y por qué dejaba de llorar un bebé. Tal vez su sufrimiento se prolongaba toda la vida. Y después, mientras crecían, los hombres seguían sufriendo y llorando aunque no se dieran cuenta, aunque no derramaran lágrimas.

Si se cruzaban al matrimonio con el bebé no se animaban a quejarse. La expresión candorosa, arrobada y tierna que tenían esos dos con el bebé los deshacía. No podían, no estaba bien quejarse, pensaba Cecilia. No es un problema de ellos, dijo. Es un problema nuestro.

Una mañana escucharon ruidos y movimientos del otro lado de la pared, el arrastre de muebles y cajas hacia el ascensor. Finalmente los vecinos se mudaban. Marcos salió al pasillo, les ofreció ayuda. Avisaría al trabajo que llegaría más tarde y los ayudaría. Cecilia los despidió como si los fuera a extrañar. Y en una de esas era cierto. Extrañaría. No quería pensar así, se impuso. Por fin el terror de las noches había pasado. Lo tranquilizó más aún cuando por la noche, al regresar al edificio, el portero le dijo que mañana entrarían pintores en el departamento de al lado y una inmobiliaria lo tenía en alquiler.

Tuvo un entusiasmo repentino. Quizá había llegado el momento de un armisticio. Tenía ganas de llevar a Cecilia a comer al barrio chino. No esperaba tanto, pero con suerte, quizá también esa noche le tocaba. Entró con toda la expectativa de una tregua que propiciara un rato de sexo. El silencio lo inquietó. Después de todo, se dijo, el silencio era lo que tanto habían necesitado. Cecilia ya había llegado. Y estaba acostada, abrazándose las rodillas, dándole la espalda, hacia la pared de los vecinos. A oscuras, acostada y llorando. Qué pasó, le preguntó Marcos. Ceci lloraba sin consuelo. Marcos se sentó en un costado, le apartó el pelo de la cara. Me vas a contar, Ceci, insistió con dulzura.

Pasa que lo extraño, dijo.

LAS QUE ESPERAN

Esta tarde de martes ella estaciona su Fiat rojo de este lado de la estación, del lado del andén de los trenes que van a Tigre. Frena junto a la vereda de la plaza. Juegos de chicos, grupitos de estudiantes, unos jubilados. En invierno, a esta hora, las cinco de la tarde, la luz no dura demasiado. Anochece. Los árboles oscuros, casi sin follaje: sólo ramas esqueléticas. Más allá, junto a la escalera que sube a la boletería y el andén, hay un bar con tres hombres en una mesa de afuera: toman cerveza. Pronto no quedará nadie en esta plaza. El viento vuela unas hojas secas sobre el techo a dos aguas de la estación. Desde acá, desde el volante, el motor en marcha, puede ver una mujer que espera en el andén. Debe tener unos cincuenta años. Veinte más que ella. Tiene el pelo canoso. Un tapado crema raído, medias cortas y sandalias de goma. Tiene también una bolsa. La mujer camina de un extremo a otro del andén. Una y otra vez. Ella apaga el motor del auto. Le vienen ganas de fumar. Pero se aguanta. Un año ya sin fumar. Busca un paquete de galletitas en la guantera. Come una.

En la vereda de enfrente, hay un lavadero. Entra un hombre joven con un bolso deportivo. Después, una chica en jogging. También trae un bolso.

Ella mira el reloj. Según sus cálculos, él tendría que llegar en el próximo tren. Está oscureciendo.

La otra en el andén sigue caminando. De un extremo al otro. Va y viene. Cada tanto se inclina sobre las vías atisbando si un tren dobla por el recodo.

Ella tiene las manos congeladas. Come otra galletita.

Los trenes tardan más cuando una los espera. Si una no los espera aparecen siempre en el momento menos pensado. Cuando una dobla por una calle esperando pasar la barrera y no, justo en ese momento, la barrera está baja. Odia esperar. Y odia la ansiedad de la espera, esa ansiedad que tiene la otra, esa en el andén. Pero ella no es esa, se dice. No soy esa. Pensamientos de la espera, piensa ella. Necesita distraerse. Hacer foco en cualquier escena. Por ejemplo, esos colegiales que se besan. No parecen sentir el frío. Se nota que son los primeros besos que se dan. Besos largos, devoradores. La chica es morocha, más bien bajita, está en puntas de pie. El pibe, pelirrojo, le lleva más de una cabeza. La toma de la mano y la lleva hasta un banco de la plaza. Se sienta a caballo del banco. Está más oscuro, los besos son más lentos.

Mira el reloj, extrae el celular, se fija si hay algún mensaje. Come otra galletita.

Mira a su alrededor y extrae conclusiones. Una se pasa la vida esperando. Esperando recibirse, esperando casarse, esperando que la regla, esperando ser madre, esperando un ascenso, esperando que él vuelva del trabajo, esperando que termine el trámite de divorcio, esperando la menopausia, esperando que los hijos se vayan a vivir solos, esperando que los padres envejezcan, se enfermen, agonicen y se termine de una vez la representación cruenta de la muerte. Tal vez lo mejor sea no esperar. No esperar nada de nadie. Ni siquiera de una.

Del lavadero sale una mujer. Carga una bolsa enorme de ropa. Debe estar todavía tibia y fragante, piensa ella. La mujer camina hacia una furgoneta. Abre la doble puerta trasera. Arroja la bolsa en el interior. Deja abierta la puerta. Vuelve al negocio. Y enseguida vuelve a salir con otra bolsa. Así cuatro veces. Después cierra la doble puerta. Sube a la cabina, arranca. El vehículo pasa a su lado. La mujer maneja con decisión, se siente dueña de la calle. Dueña de sí misma.

Ella mira la hora. Le tiembla el párpado izquierdo. Debe tranquilizarse, se dice. El tren, cree escuchar la campana de la estación. En efecto, viene un tren. Baja la barrera.

Se arregla el pelo. Se mira en el espejo retrovisor. No está tan mal.

Viene el tren. Pero en dirección contraria. Vuelve a consultar el teléfono. No quiere, no debe preocuparse. Come otra galletita.

Por qué no va a venir, se pregunta.

El tren tarda en arrancar.

Mira la hora, mira el reloj, mira el celular. Del lavadero salen juntos el muchacho del bolso deportivo y la chica del jogging. La mujer en el andén sigue yendo y viniendo, yendo y viniendo con la bolsa. En el bar, los tres hombres terminan la cerveza y se ríen. Borrachos. Los colegiales del banco se esfumaron en la oscuridad. Un golpe de viento agita las ramas.

Otra galletita. El reloj, el teléfono, la estación desierta con excepción de esa mujer en el andén. Ahora la mujer vuelve a inclinarse sobre las vías como espiando el recodo. Suena la campana. La barrera baja. Una moto a toda velocidad alcanza a cruzar antes de que venga el tren.

Ella duda en caminar hacia la estación. Sería demostrar ansiedad. Ya entregó bastante en la primera noche. Baja del auto. El frío de la noche la eriza. Tiene las manos heladas. Decide esperar parada en la vereda.

Los pasajeros que vienen de regreso en el tren. Desde ejecutivos a chicas con look de secretarias modernas. Estudiantes solitarios, con mochila. También unos morochos con pinta de peones. Una gorda criolla con un bebe en brazos. Todos con la misma expresión cansada. Escucha el cerrarse de las puertas del tren. Se cierran, se abren y se cierran. El tren arranca.

Siente el frío. Retorna al auto. Sube. Se sienta. Mira el celular.

Las galletitas.

Y esa mujer en el andén. Otra idiota esperando. Somos las que esperan, piensa.

Se apaga el lavadero. Salen dos mujeres jóvenes. Una baja la persiana metálica mientras lo otra le habla. Las observa. Trabajadoras, resistentes. Ríen. Se despiden con un beso. Una va hacia una esquina y la otra hacia la opuesta.

El próximo tren. Mira el reloj. La mujer en el andén sigue allí.

Los tres hombres en el bar se levantan. Pagan, se van. El dueño del bar levanta las mesas de la calle. Las luces del bar se apagan. Ultima galletita. El dueño cierra el bar, pone una reja, le coloca tres candados. Mira alrededor. Y se pierde en la noche.

Ella prende el motor, arranca. Y detiene el impulso. Apaga. Se baja. Camina hacia la estación, sube, casi corriendo, las escaleras al andén. La mujer que camina con la bolsa. Está de espaldas, caminando hacia la otra punta del andén. Le toca a la mujer el hombro derecho con la punta de los dedos. La otra no se da por aludida.

Le sujeta un brazo. La mujer gira. Ojos celestes, casi grises, transparentes.

Vos, le dice.

La mujer no le contesta.

Ella la agarra de los dos brazos, la zamarrea. La mujer junta las manos sosteniendo la bolsa. Los ojos celestes miran el cielo. Un avión en la noche, vuela bajo en el despegue. Los ojos celestes miran el cielo pero no ven el avión.

Ella no mira al avión.

Le pega a la mujer. Un sopapo. Dos. La derriba.

La mujer suelta la bolsa, se le cae. Y ruedan unas manzanas sobre el andén.

En este andén no hay nadie que la haya visto. Pero en el andén de enfrente están una mujer y su nene. La mujer le tapa los ojos al nene.

Ella retrocede. Baja las escaleras.

Se marcha sin esperar el próximo tren.

NENA CON LEUCEMIA

No es un nene, es una nena. Pero parece un nene. Debe tener unos diez años. Si, al principio, dudamos en saber si era nene o nena la confusión se debe a que usa vaqueros y está totalmente pelada. Además, lleva un barbijo que le oculta el rostro desde los ojos hacia abajo impidiendo ver su boquita. Que es una nena lo sabemos después, cuando ya vienen al restaurante algunas veces y entonces cambiamos unas palabras. Callada, mira desde abajo. El padre también es un tipo callado. No conversamos mucho. Es que uno no sabe de qué hablar, qué decir. Al principio, la primera noche, nos parecen hermanos. El padre viste una campera igual a la de la nena, también vaqueros y calzado deportivo. No es el único parecido que tienen. El padre también es pelado. Pero su pelada es distinta: no brilla como la pelada de la nena. La principal diferencia entre los dos no es la edad. Es la leucemia.

La nena y el padre se sientan a la barra. El padre pide una buena sopa para la nena y para él un bife con ensalada. Agua para la nena. Cerveza para él. Le quita el barbijo a la nena. La nena nos mira. Y nosotros, que no le despegamos los ojos, le sonreímos. Nuestras sonrisas dan pena. El padre nos mira y, con una mueca que no llega a sonrisa, cabecea agradecido. La nena asiente. Después hablan entre ellos en voz baja.

Más tarde sabemos que vienen de una provincia del sur. El padre está en buena posición. Y es el que siempre trae a la nena para su tratamiento en la capital. A la madre la vemos dos o tres veces, no más. Una mujer joven, bien puesta. Pero indiferente. No es como el padre que ayuda a la nena a tomar la sopa: las cucharadas suben despacio hacia su boca. La nena se niega a tomarla. Pero el padre, acariciándole la pelada, la convence. La pelada la hace parecer más cabezona, mayor también. A la madre, esas veces que vino, no la vimos dedicada. Todo el tiempo con su telefonito. Aunque vaya uno a saber si la nena es su hija. Podría ser.

La pregunta que nos hacemos es si la nena vivirá. Mientras la nena y el padre, una vez al mes, vengan, pensamos, habrá esperanza. También puede pasar que no vuelvan porque la nena se ha curado. Pero no lo sabremos, porque en ese caso tampoco volverán. En cualquiera de estas dos posibilidades no sabremos el final, si es que hay un final. Lo único que sabemos es que esta noche, como cada noche que vienen y se ubican en la barra, se nos va el hambre. Cada uno de nosotros tiene su propio drama. Y bastante lo sobrellevamos. Pero la nena y el padre, pensamos, superan cualquiera de nuestras tragedias personales. Nos sentimos egoístas pero es inevitable pensarlo: nos alegra no tener una nena así. A veces, cuando asomamos al restaurante, al verlos, retrocedemos y esperamos a volver cuando se hayan ido. Si cuando vienen ya estamos en la barra, apuramos la comida, pedimos el café y la cuenta. Eso sí, antes de retirarnos, los despedimos con un gesto amistoso.