“Pinto para comunicarme”, afirmó este artista nacido en Buenos Aires en 1955. En los años 70, un joven Londaibere abandonó dos carreras universitarias y estudió composición, teoría del color, historia del arte, dibujo y pintura en el taller de Araceli Vázquez Málaga. Entre 1978 y 1980, siguió su formación con Oscar Smoje, interesado en el impacto gráfico que las obras podían asumir, y que de hecho asumieron en su trabajo hasta el final. Mientras tanto, pintaba sistemáticamente, ocho horas por día, en busca de una identidad visual. Ver fue la primera experiencia religiosa del artista que integró en sus pinturas lo sagrado y lo mundano, la mística y la carnalidad.
Como cuenta Ferreiro en el libro publicado por el Museo Moderno, en su juventud Londaibere no participaba todavía del circuito de exposiciones ni de los salones de la época; pocas veces sus obras cumplían con los requisitos formales de los concursos. Después de los años de dictadura, con su flequillo que disimulaba un pequeño problema en los ojos, comenzó a asistir a los encuentros del Grupo de Acción Gay. En un ambiente de microactivismo e intimidad, se hizo amigo de Marcelo Pombo y Jorge Gumier Maier. En los acrílicos y collages sobre papel de la serie Mapas, de 1986, se destaca la impronta gay en la obra de Londaibere. Cuerpos masculinos recortados de revistas de fisicoculturismo y pornografía (uno de los consumos culturales favoritos de los gays en aquellos años analógicos) surfean cartografías oceánicas junto con naves, aparatos de musculación y fragmentos microscópicos de texto. El viaje comenzaba.
Luego, en el umbral de los años 90, asistió a los talleres de obra de Pablo Suárez, Luis Wells y Kenneth Kemble en el entonces Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires (hoy Recoleta). Londaibere contó que Suárez, de manera zen, zanjó cierta ambivalencia de su obra. Ante la coexistencia de reinvenciones y rastros expresionistas mixturados con estrategias del arte pop y la experiencia personal, le aconsejó seguir el segundo camino. El destino de santidad está moderado por maestros.
En 1989, Londaibere fue el segundo artista (luego de Liliana Maresca) en exponer en la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas, que dirigía Gumier Maier. Se presentó en sociedad con Mapas y pinturas. En ese espacio expondría nuevamente en dos ocasiones, en 1991, con curaduría de Magdalena Jitrik, y una última vez en 1992. A partir de 1997, él mismo reemplazó a Gumier Maier como curador de la galería del Rojas hasta 2002. Su programación incluyó muestras de Pombo, Florencia Bötlinghk, Alicia Herrero, Marcia Schvartz, Luis Lindner, Benito Laren, Ariadna Pastorini, Marcelo Alzetta, Ezequiel García, Mariano Grassi y Silvia Gurfein, entre muchos otros.
De 1992 a 1994, participó de la primera edición de la Beca Kuitca junto con Jitrik, Graciela Hasper, Tulio de Sagastizábal, Daniel García, Fabián Burgos y Sergio Bazán, entre otros. “La primera vez que llegué a la clínica de Kuitca, Alfredo presentaba una serie de maderas con personajes como de Disney en espejo –recuerda Bazán-. Me sorprendió mucho porque yo estaba acostumbrado a ver cuadros muy grandes. Él pintaba en maderas que encontraba en la calle, las unía por detrás y luego las pintaba con una técnica muy refinada. Alfredo era una persona muy amable y esquiva. Con su sonrisa de niño, era confrontativo”. Esos paisajes sobre madera barata conservan un poder extraordinario. Recién en los años 2000 Londaibere encararía las pinturas de gran formato.
En los años del Rojas y la Beca Kuitca, se inició en la religión umbanda. El imaginario de ese culto, poblado de divinidades, aprendizajes y rituales reglamentados, comenzó a aparecer en sus obras. Como todo un iniciado en la religión de origen africano, comenzó a vestirse de blanco (lo que permite suponer que era hijo espiritual de Oxalá, el padre de los orixás), a estudiar danza, a incorporar símbolos en las obras (pentáculos y árboles secos o quemados, ornados de frutos dorados y rojos), a escribir alabanzas en los dorsos de las piezas hechas con madera y a representar imágenes de la muerte. La pintura se convertía en un vehículo sagrado.
Como si se hubiera seguido el credo del propio Londaibere, Yo soy santo transforma el espacio del segundo subsuelo del museo en un templo donde convergen calaveras con coronas, cuerpos desnudos, drippings sobre telas que se asemejan a eyaculaciones titánicas, minúsculos ejércitos de san Jorge, monumentos funerarios, témperas autobiográficas y ramos de flores facetadas, en una ofrenda generosa al más allá de la pintura. Es un homenaje, una revelación y la prueba de un artista que asimiló la experiencia de la percepción a la fe. Ver para creer y también creer para ver mucho mejor.
Yo soy santo
Alfredo Londaibere
Museo Moderno (avenida San Juan 350)
Hasta el 1 de marzo de 2020