La de Ángel Amadeo Labruna sacando campeón a River tras 18 años sin títulos es una historia de fe. Labruna creía en sus jugadores, ellos creían en su entrenador. Pero construir esa fe, la que sacó a River del oscuro pozo hace 45 años, no fue magia: fue obra de Angelito Labruna , que en una labor artesanal y cariñosa, fue armando lentamente un vínculo fundado en la fe –quizás el único vínculo entrañable que existe– con cada uno de sus futbolistas.
Las figuras de aquel campeón del Metropolitano 1975, cada uno de ellos, tiene su escena inolvidable con Labruna, aquella en la que Angelito lo eligió como una pieza imprescindible de un equipo campeón. Labruna amaba a River –"era la historia viva del club", le dirá a este diario el Pato Fillol– y sólo concebía posible un modo del fútbol, ofensivo y espectacular, pero la historia que le permitió al Millonario volver a salir campeón es, esencialmente, una historia de fe: la de un técnico que quiso desde el principio a sus jugadores, que los supo imprescindibles y que les hizo creer, desde el primer día, que juntos iban a llevar a River a la gloria otra vez.
Aquella historia comenzó exactamente hace 45 años. Omar Labruna, hijo de Angelito, recuerda que algo se movilizaba adentro de su papá aquel enero de 1975, cuando llegó a la institución de Núñez. "Estaba muy ansioso por volver a dirigir a River –se acuerda Omar, en diálogo con el suplemente Líbero, de Página I 12–. Ya lo había dirigido en el '63 y entre el ‘67 y el ‘70 y no había podido salir campeón. Apenas llegó, dijo: 'Vengo a River para salir campeón'. Ese verano empezó a armar el plantel: quería un equipo ofensivo que saliera a ganar en todas canchas, que fuera avasallante, y buscó la mezcla de jugadores jóvenes y experimentados, porque la mochila de la sequía era pesada".
Pero el campeón que se consagraría con su público el 17 de agosto de 1975 ante Racing (aunque el título lo ganó una fecha antes, ante Argentinos, sin los titulares por una huelga de aquel momento), empezó a nacer en su cabeza mucho antes. En el ‘70, en su paso previo como DT millonario, había hecho debutar a Carlos Manuel Morete, quien sería goleador del Metropolitano. En el ‘73, como entrenador suyo en Racing, convenció al Pato Ubaldo Matildo Fillol de pasar a River, donde lo querían. Y desde el banco de Rosario Central, a quien consagró campeón del Nacional ‘71, alimentaba el ego futbolístico de quien sería uno de los máximos ídolos del club: Norberto Beto Alonso. "El me gritaba cosas en los partidos que jugábamos en contra y yo le respondía. 'Si no soy una preocupación, ¿porque mandás dos tipos a marcarme?’", recuerda con cariño el histórico 10 de aquel River.
Labruna estaba armando la columna vertebral del equipo que le devolvería a los hinchas el grito de campeón. Convenció también a Roberto Perfumo, que por entonces iba a dejar el fútbol, y se trajo a Pablo Comelles y Héctor Artico para consolidar el fondo, a quienes conocía bien de su paso por Talleres. Además de Alonso, en ese medio serían claves "Perico" Raimondo –otro pedido por Labruna–, Reinaldo Merlo y Juan José López, quien también abastecía a los tres de arriba: Pedro González, Más (ambos refuerzos del "Feo") y Morete.
Aquel enero, con su chapa vigente de máximo goleador del fútbol argentino (con 293 goles, junto a Arsenio Erico), el mayor artillero en la historia de los superclásicos (con 16 conquistas) y uno de los emblemas de La Máquina se calzó el buzo rojiblanco otra vez en busca de revancha. Y la primera charla con su plantel fue, justamente, algo así como una lección de historia.
"Su llegada revolucionó el mundo del fútbol. Nosotros, los jugadores, sentimos que llegaba la mística ganadora al club. Lo primero que quiso fue que entendiéramos la manera de jugar de River y nos hizo saber que teníamos que ser fieles a su historia. Nos contó toda la vida del club y lo que quería la gente. Nos dijo que River tenía que salir de ese letargo de 18 años y que nosotros lo podíamos sacar", hace memoria Fillol, en diálogo con Página I 12. “¡Me estás hablando del más grande! –dice Morete, del otro lado del teléfono–. Me acuerdo que nos dijo: ‘Muchachos, yo soy un hombre de culo. Y este año rompemos todo, se nos va a dar'”.
Del juego, dicen, hablaba lo necesario. "Se hablaba poco de fútbol, no lo necesitábamos demasiado –explica el Beto–. ‘¿Qué te puedo decir? Hacele un poquito de sombra al cinco y nada más, jugá’, me decía. Con Angel nos mirábamos y yo sabía lo que él quería y él, lo que yo pensaba". "Nos hablaba en idioma de potrero y era un tipo sabio: él supo armar nuestro plantel con jugadores del club y otros más experimentados y nos hizo rendir al cien por cien", cuenta Fillol.
El último título de River, antes de que comenzara la sequía de los 18 años, había sido en 1957, en un equipo en el que se destacaba Labruna como jugador. Quizá por su época de artillero letal o por el disfrute de haber sido parte de la mítica Máquina, lo cierto es que la mirada del Angelito entrenador también era hacia adelante. "Sin querer comparar, nuestro juego se parecía a lo que es River hoy. Un fútbol ofensivo. Era un espectáculo ver ese River", explica Fillol. "Él quería que el equipo ataque y logre, como mínimo, 10 opciones de gol por partido, daba igual si éramos locales o visitantes –agrega Morete–. ‘¿Qué les parece muchachos?’, nos decía y cada uno daba su opinión. Nos daba el placer de poder dialogar con él. Era un capo, loco. Un adelantado".
Angel hizo debutar a Omar Labruna en el ‘77 y, a partir de entonces, compartieron la relación entrenador-jugador hasta el '81. Omar tenía 18 años cuando River se consagró en el Metropolitano, hace 45 años, y recuerda que su papá les daba una palmada en el pecho a sus futbolistas, cuando salían del túnel rumbo al césped. "Le quitaba las presiones a sus jugadores –cuenta–. Jugó al fútbol hasta los 41 años, fue goleador y ganó muchos titulos, y toda esa experiencia de tantos años le daba tranquilidad. Siempre les decía que las presiones y responsabilidades eran de él, que ellos jugaran".
Una de las definiciones perfectas de Labruna la aporta Fillol. "Creíamos totalmente en lo que él nos decía", resume el Pato. "No nos vamos a caer ahora, no vamos a ser tan pelotudos", se acuerda Morete que les dijo cuando, en la recta final del Metropolitano, aparecieron los fantasmas del título esquivo. El equipo había perdido tres partidos consecutivos, ante Atlanta, Newell’s y Boca, y Alonso, una de las principales figuras, estaba sancionado y tenía que cumplir seis fechas sin jugar.
La historia de este título de la mano de Labruna, se dijo al principio de esta nota, era una historia de fe. Y es que, más allá de su ojo clínico para armar y consolidar aquel plantel, quizás su principal virtud haya sido la confianza ciega con que abrazó a cada jugador, creyendo en ellos aun más que ellos mismos.
Una escena que recuerda Morete sobre su historia con Labruna lo pinta en aquel mágico don: "En el ‘81, me había comprado Boca y había jugado poco, y a fines de ese año me fui a Mar del Plata de vacaciones con mi familia. Aquel verano, (Rodolfo) Talamonti, el ayudante y amigo de Labruna, me fue a buscar dos veces a Mar del Plata: Angel estaba en Talleres y me quería, pero yo ya no quería jugar más. Al final, me dejó el pasaje a Córdoba en la playa y me dijo: ‘Decíle vos, en la cara, que no querés ir’. Así que me tomé el avión y Labruna me recibió con un abrazo y un beso. Le expliqué que el domingo empezaba el campeonato y que yo llevaba tres meses sin hacer nada. ‘No te calientes, empieza el partido y vos empezás a jugar, y si te putean, que te puteen’, me dijo. Los primeros cuatro partidos no la pude meter, pero después hice goles en los 13 partidos que siguieron y terminé con 20 goles en 20 partidos. ¡Y yo me iba a retirar! Al goleador lo tenes que esperar siempre. Están los técnicos que, si el delantero no la mete, a los 15 minutos del segundo tiempo lo sacan. Y están los técnicos que creen en los jugadores. Ese era Labruna”.
Dice su hijo Omar que la última fecha con Racing, cuando no se pudo jugar el segundo tiempo porque los hinchas invadieron el campo de juego celebrando la gloria esquiva, fue el día más feliz en la vida de su papá: "Lo recuerdo en el centro de ese Monumental que reventaba y los jugadores llevándolo en andas. Me grabé su felicidad. Fue una alegría inolvidable para él y yo nunca me la voy a olvidar". Parece que esa era la hora de River. Y aunque siempre dijo que no había querido ser relojero como su papá, aquel enero Angelito llegó para ser el artesano que supo combinar las piezas exactas para reparar una tristeza que duró 18 años y para darle la cuerda a unos nuevos tiempos de felicidad.