La elección del emoji como “palabra del año” por parte de la Fundación del Español Urgente permite plantear algunos debates en torno a la comunicación en los tiempos que corren. Cabe señalar la versátil estrategia de difusión de la institución que la lleva a condecorar palabras con sentidos tan diversos como “escrache”, “selfi” o “microplástico”. Ora compungida ante las atrocidades tanto políticas como ecológicas del capitalismo global, ora entusiasmada por los avances tecnológicos que las acompañan, su aparente contradicción esconde un mismo afán de novedades, que destaca bajo las formas hegemónicas de la competencia y la premiación.

Sorprendente, no obstante, resulta el que, no la palabra “emoji”, sino el emoji como palabra haya sido dignatario de la presea. Porque, si bien suele compartir el espacio con los enunciados escritos en el mundo cibernético, lejos de ser el equivalente de las palabras, establece con ellas relaciones mucho más complejas. Es decir, la importancia de su uso radica en que pone en evidencia la debilidad de los recursos lingüísticos, atrapados por los aparatos técnicos y reducidos a su función estrictamente informativa, para alcanzar la expresión subjetiva a la que aspira todo acto comunicativo. El emoji ocupa así el lugar que la tradición antropológica le adjudicó al maná, emergiendo allí donde la significación social alcanza una dimensión intraducible al significante de una palabra. Esos sentidos excedentes, conjurados antaño por la magia, son los que permiten, en torno a ciertas palabras e imágenes que flotan sin un sentido unívoco, articular identidades que resisten al orden establecidom ¿Qué otra cosa, si no, es la imagen del pueblo que entra en vínculo con el significante “populismo”, tal como lo identificó Laclau?

Ello explica el sumo interés que los emporios de la neocomunicación depositan en otorgarle al emoji un cauce que sea funcional a sus intereses, convirtiéndolo en equivalente de ciertas palabras –“me gusta”, “me entristece”–, difundiéndolo bajo una estricta supervisión que permite equipararlo para cuantificarlo y así monetizarlo. Designarlo como palabra es, entonces, menos un error conceptual que la descripción del resultado de una disputa política por la cooptación de la multiplicidad de sentidos que se ponen en juego en los actos comunicativos. Por ello, no es casual que sea en ese mismo terreno donde se produzca el mayor emergente de creatividad comunicativa, tanto a nivel interpersonal, como grupal o social, mediante la propagación de imágenes diferentes de las estandarizadas, y muchas veces asignificantes, ambivalentes o polivalentes, configurando una suerte de discurso popular de resistencia.

En 2016, la palabra del año según la Fundación del Español Urgente había sido “populismo”. Cuatro años después, lejos de ocupar el lugar de objeto de colección etnológico del capital global que así se le quiso asignar, la identidad que se articula en torno a esa ambigua palabra mantiene toda su potencia, ligándose a la emergencia de una imagen del pueblo en nombre del cual hacer política. Un tiempo más largo se necesitará para saber si, contra las complejas estrategias de dominación de un neoliberalismo social e internacional, lograremos resistir a los intentos reductores y simplificadores de la comunicación, desplegando mecanismos en y más allá de las redes sociales, que permitan ampliar y profundizar la imagen de lo que allí se pone en juego: la expresión de nuestras irreductibles emociones.

* Sociólogo y Docente (UBA)