Desde París
Trescientos mil civiles muertos (fuente Body Irak Count), 5.000 soldados norteamericanos perdidos en combates, dos mil millones de dólares en gastos militares y un país siempre en ruinas, 17 años después de la segunda Guerra de Irak (20 de marzo de 2003) Washington sigue apretando botones a ciegas en su confrontación con Irán.
El asesinato, el pasado 3 de enero, del jefe de las fuerzas especiales y de los guardianes de la revolución, Qassem Soleimani, ha sido la última incoherencia de una política exterior cuyo único resultado geopolítico consistió en reforzar aún más al adversario que se buscó neutralizar.
El asesinato de Soleimani provocó además centenas de muertos colaterales, entre ellas las víctimas de las manifestaciones contra Estados Unidos y las del vuelo PS752 de la compañía Ukraine International Airlines derribado por Irán con 176 personas a bordo. La historia presente remite a otra tragedia aeronáutica incrustada dentro del conflicto entre Teherán y Estados Unidos cuya existencia la prensa ha ocultado con un empeño profesoral. El 3 de julio de 1988, el acorazado norteamericano US Vincens derribó en el Golfo Pérsico el vuelo 655 de Irán Air con 290 víctimas civiles adentro.
La política norteamericana en Medio Oriente contribuyó a construir un enemigo cada vez más fortalecido. Washington se encargó pacientemente de despejar de la escena los enemigos de Irán, de hacer de Irán un aliado indispensable durante la Segunda Guerra de Irak, de convertir a Teherán en una pieza incuestionable de la presencia norteamericana en el territorio iraquí y de permitir la ocupación iraní de todo el espacio político y militar. El asesinato de Soleimani cortó, además, la dinámica de la oposición iraquí que, desde octubre de 2019, se oponía al autoritarismo y la corrupción del gobierno iraquí de mayoría chiíta teledirigido por Irán e instalado con el visto bueno de la administración norteamericana a partir de 2005. La estructura confesional del Ejecutivo iraquí promovida por la administración norteamericana en ese entonces favoreció a todos los partidos chitas de Irak.
George Bush inició el proceso en dos etapas: mediante la eliminación de dos enemigos regionales de Irán: en 2001 decapitó al régimen afgano de los talibanes y en 2003 derrocó a Saddam Hussein. Luego, con Saddam fuera de juego, Bush disolvió el ejército iraquí y el Partido Baas al tiempo que emprendió una persecución feroz contra los sunitas. Esa represión de los sunnitas desembocara, primero, en el renacimiento de Al-Qaeda en Irak, y luego en la creación, en 2014, del Estado Islámico. El presidente Barak Obama también aportó lo suyo. En su intento de retirarse de Irak en 2011, Obama respaldó a un chiíta corrupto y fanatizado como primer ministro, Nouri Al Maliki, que había vivido muchos años exilado en Irán.
La irrupción del Estado Islámico y su sólida fuerza militar quedó ilustrada con la caída de Mosul en 2014. Los adversarios sunnitas de 2003 se habían rearmado y radicalizado y, ahora, para sacarlos del juego, había que recurrir a Irán, a las milicias chiítas iraquíes y a los guardianes de la revolución, a cuyo mando estaba precisamente el general Soleimani. Para combatir al Estado Islámico y frenar su progresión militar, unos 180.000 hombres respondieron al llamado del ayatola Ali Al-Sistani, un religioso chiíta iraquí clave, nacido en Irán, y de un poder político muy influyente en Irak. Durante los años que duró la Movilización Popular y el conflicto contra los yihadistas del Estado Islámico (EI), Soleimani fue un aliado indirecto de Washington. Sus milicias peleaban contra EI y la aviación norteamericana protegía al difunto general y a las milicias chiÍtas irako-iraníes que ocuparon el lugar del inexistente ejército iraquí. Una vez derrotado el Estado Islámico, esas milicias chiítas controladas por Irán nunca se disolvieron. Grupos como el movimiento militar Badr, que es la rama iraquí de los Guardianes de la Revolución, siguen pesando de forma decisiva en la política iraquí y en el seno de la llamada Movilización Popular que se forjó como frente militar contra el Estado Islámico.
La cooperación solapada entre Washington y Teherán se prolongó de 2014 a 2017. El primer ministro iraquí Haïder Al-Abadi jugó dos billares al mismo tiempo. El flujo se cortó en 2018 luego de que Donald Trump se retirara del acuerdo nuclear con Irán firmado en Viena en 2015 por Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña, Francia y Alemania. Trump anunció su decisión cuatro días antes de que se celebraran las primeras elecciones legislativas iraquíes luego de la guerra contra el Estado Islámico. Ello facilitó el nombramiento de otro equilibrista como primer ministro, el chiíta moderado Adel Abdel-Mahdi. Esas injerencias permanentes de Teherán le sirvieron en bandeja a Estados Unidos una oportunidad histórica de desestabilizar a su supuesto enemigo. La perdió enseguida. En octubre de 2019 estalló en Irak un potente movimiento de protesta de doble contenido: contra la intromisión de los partidos religiosos chiítas y de Irán en los asuntos internos, y contra inestabilidad política, la carestía de la vida, la corrupción y la falta de perspectivas.Las revueltas, reprimidas con sangre, se extendieron incluso al sur de Irak, los bastiones históricos de los chiítas, y también a las ciudades santas del chiismo como son Kerbala o Nadjab, donde los consulados iraníes fueron destruidos.
En vez de soplar las llamas de esos movimientos, Trump asesinó al general Soleimani. Con ello despertó el fervor del nacionalismo iraquí, creó en Irán un frente común contra Estados Unidos cuando, apenas unas semanas antes, el país estaba convulsionado por las protestas populares contra el poder. Washington eliminó a Soleimani y, con ese crimen grosero, amordazó cualquier posibilidad de cambios en los dos países.
El 5 de enero de 2020, el Parlamento Iraquí aprobó, por 170 votos, el retiro de los 5.000 solados norteamericanos aún presentes en Irak para terminar con los restos del Estado Islámico. Bush, Obama y Trump no lo pudieron hacer mejor. Pretendieron neutralizar a un enemigo y acabaron ofreciéndole más poder del que soñó y un país entero como trofeo. Sus políticas combinadas levantaron en Medio Oriente una tempestad trágica cuyas infinitas vueltas han ido mutilando a las sociedades de la región. Pese a su retórica, Washington ha sido el mejor amigo de su peor enemigo.