Hay una fantasía extendida que sostiene que los escritores tienen vidas extraordinarias. Personajes sobresalientes, con recorridos excéntricos, saberes inusuales, capaces de tomar decisiones que los pondrían en riesgo, malditos o no, célebres o no. Al mismo tiempo, cuando un libro nos resulta fascinante, algo nos conduce a querer descubrir la biografía detrás de esas páginas, sospechando que lo que nos encontraremos explicará algo de ese atractivo tan poderoso. La suposición es falsa, pero si hubiera que encontrar un caso donde se demuestre exactamente lo contrario es el de Mario Levrero. Si bien se trata del escritor uruguayo más destacado de la segunda mitad del siglo XX, un personaje carismático y que ya se merecía un libro que pusiera la luz en sus días, --transcurridos entre 1940 y su prematura muerte en 2004—no se trata en lo más mínimo de una vida apasionante. No perteneció a una familia importante, no estuvo rodeado de intelectuales de su tiempo, no viajó, no fue drogadicto, ni millonario, no lo perdió todo, no participó en política, no estuvo preso y una larga lista de nos más. El retrato de este sujeto sedentario, fóbico y que pasó casi la totalidad de su vida sentado y/o acostado leyendo fue realizado por el escritor y periodista argentino Mauro Libertella. Y algo de esta singularidad menor, de la extravagancia gris y sin sobresaltos se deja ver en el sugestivo título del libro: Un hombre entre paréntesis. Un dato al margen que se suma, una aclaración a un texto mayor, que aparece para decir algo mínimo.
El libro forma parte de la colección Vidas ajenas que edita la escritora argentina Leila Guerriero para la prestigiosa editorial de la Universidad Diego Portales de Chile. La invitación partió de ella y después de algunas conversaciones, se decidió que el retratado sería el escritor montevideano. La primera pregunta que surge es ¿Por qué a él? Un autor a quién Libertella no conoció en vida. Él contesta: “Me interesó la consigna de hacer un libro para la colección desde un principio. Nunca había escrito un perfil en sentido estricto, si bien el libro sobre mi padre Héctor Libertella puede ser leído como un perfil aunque no lo sea. En ese momento estaba leyendo la última parte de la obra de Levrero y estaba fascinado. El más diarista y autobiográfico. Me parecía que Levrero y Bolaño son los autores latinoamericanos que definen el paso del siglo XX al siglo XXI, y lo hacen de modos bastante distintos. Bolaño desde la épica, un elogio de la vida, la juventud, el viaje. Y Levrero desde la introspección, la primera persona, el encierro, una escritura si se quiere menor o minimalista. En ese sentido sentía que él era alguien que interpelaba a mi generación, estaba siendo leído como una especie de maestro por escritores de mi misma edad y misma lengua.”
La aproximación de Libertella a Levrero es vital e impresionista. Este retrato delinea el contorno de este escritor, acumulando color en sus zonas recurrentes. Levrero y su relación anárquica y pasional con la lectura (cómo compraba y leía compulsivamente policiales usados, sin dar la menor importancia a las lecturas canónicas), Levrero y su relación tortuosa con las editoriales (siempre terminaba peleado y disconforme), Levrero y sus mujeres (pese a su eterna apariencia desaliñada fue un amante tenaz), Levrero y sus hijos (los de sangre y el de crianza), Levrero y su relación angustiante con el trabajo y el dinero ( siempre le faltó), Levrero y su fe inclaudicable en la parapsicología (llegó a escribir un manual para iniciarse en esta disciplina), Levrero y su amorodio con los talleres literarios, Levrero y su mudanza temporal a Buenos Aires, Levrero y su computadora, Levrero y la Beca Guggenheim, Levrero y su enfermedad y muerte en Montevideo. Las voces que aparecen son las de su viuda y albacea Alicia Hoppe, sus tres hijos, sus amigos más cercanos – Marcial Souto, Elvio Gandolfo, entre otros-- , sus editores, algunos alumnos y amigos no tan cercanos y algunos críticos literarios que desarrollan un visión más panorámica.
Pero si bien su vida no incurrió en grandes peripecias, sí lo hizo su literatura. A lo largo de su obra Mario Levrero realizó fuertes cambios de estilos, generando lectores que se pelean por cuál fue la mejor parte de su obra. Libertella sostiene que casi toda su obra se puede agrupar en series de tres libros: La tríada formalista --Ya que estamos, Desplazamientos y Caza de conejos—la tríada luminosa – El discurso vacío, Diario de un canalla y La novela luminosa--, la llamada trilogía involuntaria – Paris, La ciudad y El lugar--, la tríada esotérica --Manual de parapsicología, Fauna y El alma de Gardel—y la trilogía policial – Dejen todo en mis manos, Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo) y La banda del ciempiés.
Capítulo aparte merece la escasa resonancia que la mayoría de estas obras lograron durante la vida de Levrero. Más allá del mote de “raro” que el crítico Ángel Rama creó para un grupo de escritores uruguayos que no pueden encasillarse dentro de ninguna corriente reconocible y que tienden a un surrealismo leve –donde Levrero se encuentra junto a Felisberto Hernández, Armonía Somers y otros-- este tema fue para él una constante. Alguna vez dijo: “Lo que recibo de la crítica es, en general, una sensación de tangencialidad.” En la biografía se subraya que este autor nunca obtuvo todo el reconocimiento que merecía. Al mismo tiempo, él nunca se postuló ni tampoco se formuló como un escritor de éxito, con lo cual, la respuesta parece ser acorde a la propuesta dada. Libertella señala: “Creo que lo que más de fascinó de Levrero es algo que también estaba en mi padre. Se trata de cierta entrega a la literatura sin esperar nada a cambio. En realidad lo esperan todo, pero no lo que podemos esperar nosotros, como un reconocimiento instantáneo, traducciones o dinero. Mucha de las cosas que están en el aparato del espectáculo literario de nuestros años era algo que ellos rechazaban de modo deliberado, casi idealista, como si ellos dijeran la literatura no es eso, de hecho es todo lo contrario que eso.”
Quizás la parte más hermosa de Un hombre entre paréntesis es la última, cuando vida y obra del uruguayo ya ha sido narrada y el autor se dedica simplemente a pincelar pequeños destellos de su personalidad. Su modo de caminar, su voz, su risa, su caballerosidad, sus innumerables manías: al plástico, a caminar, a la impuntualidad, a comprarse ropa, a la luz demasiado amarilla, a viajar en ómnibus, a la televisión.
Sobre el final se habla de un levrerismo, la influencia que el escritor dejó. Y aunque hay quienes sostienen que esa escritura minimalista le funciona a Levrero pero no a quienes pretenden emularla, es innegable la importancia que tuvo en lo que se llamó después literatura del yo. Si hay un levrerismo virtuoso se deja ver en un círculo más íntimo, tal como fue él. Luego de su muerte quienes fueron sus alumnos siguieron juntándose a leerse, en bares y casas: la conversación iniciada por Mario Levrero siguió su curso.