Tímido y medio sordo, mi primer contacto con el arte fue a través del tambor. Tendría unos 11 años cuando empecé a tomar clases de batería. Creo que el profesor se llamaba Claudio Pensa, enseñaba en el garaje de su casa, con una CAF verde brillante, justo enfrente de una de las mueblerías más conocidas de Castelar. Como casi todo niño, solía cambiar mis pulsiones estéticas cada temporada, pero el vínculo con la batería fue y vino a lo largo de distintos momentos de la adolescencia y juventud. Ahora pienso que, tal vez, buena parte de mi gusto por la poesía y la escritura rítmica venga de aquellos primeros golpes sobre el parche y los platillos.
Además de la clase semanal, como un segundo maestro llegado a través de las ondas sonoras, el profesor me había recomendado un kit de enseñanza al que recuerdo con particular afecto, el “Método Moderno para Batería” de Alberto Alcalá. Este dispositivo pedagógico consistía en un disco -un clásico vinilo- enfundado en una tapa fucsia más un cuadernillo en donde aparecían indicados los ritmos con sus correspondientes pentagramas: twist, shake, surf, a go-go, folk rock y así. La voz de Alcalá, casi un locutor contenido y seguro de lo que predica, hacía la intro a cada lección; después se escuchaban un par de compases con la batería sola y finalmente el mismo ritmo totalmente “vestido” por el acompañamiento musical: un pianito eléctrico, tipo moog, que a todos los ritmos los envolvía en una sonoridad parecida a un tema de Los Gatos.
Por algún azar que ahora se me escapa, la maestra de música del colegio me invitó a participar -probablemente me lo haya ordenado, porque a Leticia siempre la recuerdo como la que gritaba o zamarreaba- en un número musical que estaba armando con los alumnos de 6° grado, para presentar en la capilla del colegio. En ese primer y casi único concierto en vivo, interpretamos el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, más conocido como “Himno a la alegría”, escrito a partir de una oda de Schiller. La maestra con su guitarra nos conducía como un general a su pequeño ejército de flautas dulces, melódicas Hohner, triángulos, toc-tocs y unos pocos cascos de batería y redoblante. Austero y puntual debía ser mi ritmo, un “tum-chá / tum-tu-chá” al que cada tanto decoraba con un rulo “táca-tatáca-tatáca-tatá”, pero contenido para no sonar por sobre las voces del coro:
"Escucha, hermano, la canción de la alegría,
el canto alegre del que espera un nuevo día.
Ven, canta, sueña cantado,
vive soñando el nuevo sol…"
Años después tuve batería propia, una REX de segunda mano -creo que rosa nacarada- a un costado de la cama y comprimida entre los otros muebles, para regocijo de vecinos y seres queridos. Pero de esta iniciación musical lo que rescato y, supongo, quedó en cierto trabajo posterior con la escritura ha sido la administración del ritmo con las sílabas inacentuadas o tónicas, en el modelado de una materia sonora y temporal como la música pero -a diferencia de ésta- provista de significados, de unos contenidos miméticos que condicionaron para siempre el libre juego de las unidades lanzadas al impulso de la forma en sí, gratuita y caprichosa. También, quizá, el “Método” de Alcalá haya despertado el gusto por los manuales bizarros y las didácticas extemporáneas, y ese encuentro en el texto pedagógico de una poética posible.
Algo de esto debe haber motivado mis sondeos con la escritura musical de Juan del Vado y sus pentagramas circulares con enigma. En un trabajo de investigación en el que estoy inmerso ahora -algo que emulando a Austin podría llamarse “Cómo hacer juguetes con palabras”- las partituras en forma de emblemas de del Vado y sus melodías en loop, a las que se puede entrar por cualquier parte del mecanismo, aparecen como posibles antecedentes de las máquinas de papel de Claudia González Godoy, una artista multimedia chilena. “Concertina”, por ejemplo, es un libro objeto, especie de pop up surcado de circuitos electrónicos y perillas que, al manipularse, produce melodías aleatorias, un texto generado de manera interactiva por quien decide accionar el extraño libro-juguete.
De la ya lejana batería a los juguetes con palabras de ahora, la imagen que resuma mejor o anude caprichosamente anhelos tan dispares puede que sea la de un muñeco de lata, a cuerda, que al ser accionado empieza a golpear un tamborcito, avanzando medio tambaleante sobre la mesa de trabajo, mientras un observador (el “yo” sesgado en la sombra) intenta discernir en qué parte del colorido autómata instalar el mecanismo emisor.
Sebastián Bianchi nació en Buenos Aires, en 1966. Es profesor de literatura y licenciado en lengua y comunicación. Integró el staff de las revistas Lamás Médula, La trompa de falopo, Extremaficción y participó del almanaque Flora de selva negra. Publicó Segunda interpretación al médano de arena (1998), Atlético para discernir funciones (1999, 2017), El trazado Luro-Matanza (2000), El resorte de novia y otros cuentos (2002), Manual Arandela (2009), Poemas Inc. (2010), Canciones (2015), El imán (2016), Ídolos en Noa-Noa (2017), O sea, viniste (2018), Pequeño Arandela (2018). En octubre de 2018 realizó una muestra de su obra visual, Asado en el Malba, en la cual expuso dibujos, animaciones y juguetes textuales. En 2019 editó dos libros que recogen parte de su poesía: Lalamatic y otros versos por Caleta Olivia, y Poemas Inc. (1998-2016) por Liliputiense.