“Yo hago películas, Judy, pero es tu trabajo darles sueños a la gente. La economía está en crisis y ellos pagan para verte a vos. Y hay algo más. En cada uno de los pueblos de Estados Unidos hay una chica que es más linda que vos, con una nariz más perfecta, con mejores dientes, o más alta, o más delgada. Pero solo vos tenés algo que ninguna de esas chicas tiene. ¿Sabés qué es? Esa voz. La que te va a llevar a Oz, a aquel lugar al que ninguna de esas chicas podrá ir jamás”. Son las palabras del legendario Louis B. Mayer, el mandamás de la Metro Goldwyn Mayer en sus años de oro, las que seducen y aleccionan a la niña Judy a punto de perder su infancia y con ella los últimos rastros de su inocencia. Ese discurso, que tiene tanto de profético, se pronuncia en el set de El mago de Oz, sobre los ladrillos amarillos que resultaron el camino al éxito de Judy Garland y también el sino trágico de su leyenda. “Esas chicas a las que creés parecerte son todas amadas, a su manera. Entiendo que te puedas sentir atraída por esas pequeñas vidas, donde no hay nada peligroso pero tampoco emocionante. Pero ellas están donde pertenecen y vos vivís en un mundo completamente diferente”. Ese mundo prometido, el de la gloria y el recuerdo, también fue el de la soledad y el insomnio, el del desencanto y la tristeza.
Judy retrata, en esa tensión entre el Oz del pasado y el Londres del presente, el crepúsculo de la vida de Frances Gumm, aquella niña de vodevil nacida en Minnesota, hija menor de un hogar nómade, cantante precoz y estrella única de los sueños dorados del Hollywood clásico. Dirigida por el inglés Rupert Goold, está inspirada en la obra teatral de Peter Quilter “Al final del arco iris”, ambientada en el invierno boreal de 1968 cuando Judy Garland viajó a Londres para dar una serie de conciertos en el club nocturno Talk of the Town. Serían los últimos de su carrera ya que moriría a los 47 años en junio de 1969. La película asume desde el comienzo el arte de la despedida, la omnipresente sensación de que ese tiempo suspendido en la vida de Garland concentra todo el peso de su historia y su propio mito. Por ello es menos un biopic que una compleja meditación sobre los vaivenes de la fama, sobre ese trágico destino de vivir en un mundo diferente, más allá del arco iris. En el pasado, la joven Judy (interpretada por Darci Shaw) da sus primeros pasos en la Metro Goldwyn Mayer bajo la rígida atención de su mentor y carcelero. En el presente, luego de dos sonados divorcios Judy intenta ganar dinero en espectáculos de varieté para sostener a sus dos hijos menores. Esa Judy, con las arrugas del tiempo y los sinsabores, se erige en la notable presencia de Renée Zellweger, también ella renacida de entre las cenizas de su decidida ausencia.
Renée, la actriz menos pensada.
“Es todo un desafío interpretar a Judy Garland”, señala Rupert Goold en una extensa nota sobre el gran regreso de Renée Zellweger publicada en la revista New York. “La diminuta Bridget Jones, de aspecto escandinavo, no era nuestra primera opción. Por eso cuando vino a Londres para una reunión en 2017, pese a mis reparos, quedé impresionado por su talento”. Fue una sorpresa para muchos. Desde 2010 la actriz había mantenido perfil bajo debido a un severo agotamiento después de un raid de éxitos y primeras planas que duró más de una década. La pareja soñada con Tom Cruise en Jerry Maguire, el inesperado ícono de un nuevo romanticismo en Bridget Jones, el desafío musical en Chicago y el Oscar con Regreso a Cold Mountain. Después vinieron algunos fracasos, películas olvidables, viajes interminables, fobia a la prensa, romances frustrados con estrellas de rock. “Todo mi tiempo estaba concentrado en la figura pública y solo una migaja en mi vida real”, le explica a Jonathan Van Meter en la entrevista que puede leerse en Vulture. “Necesitaba no tener algo que hacer todo el tiempo, no saber qué iba a hacer en los próximos dos años. Quería permitirme algunos accidentes. Necesitaba un poco de silencio para que las ideas se deslizaran”. Y el silencio duró casi seis años, hasta que una nueva aparición en un evento público despertó revuelo sobre su aspecto físico. ¿Se había hecho una cirugía? ¿Esa era su cara ahora? Especulaciones y maledicencia llevaron a Zellweger a un descargo público en The Huffinton Post que se titulaba “Podemos hacerlo mejor” , poniendo en el ojo de la tormenta el rol de los medios de comunicación y la tiranía de la juventud en el Hollywood contemporáneo. Pero el mal trago finalmente pasó y con el tiempo llegaría la revancha.
Su interpretación de Judy Garland es considerada, casi de manera unánime, la mejor de su carrera. No solo esta semana le valió una nominación al Oscar como mejor actriz –que tiene grandes posibilidades de ganar ya que viene triunfando en todos los premios preliminares de la temporada, incluido el Globo de Oro y el Critics’s Choice Award- sino que consiguió escapar a la tentación imitativa que suele dominar en todas las interpretaciones de celebridades. Es cierto que allí están los artificios del disfraz, la peluca, los dientes, los lentes de contacto oscuros, pero también es interesante cómo se vislumbran en su presencia aspectos desconocidos de Garland. Ella habita su vestuario colorido, esos trajes masculinos que le dieron a la cantante su perfecta sintonía con la comunidad gay; encarna su locuaz fraseo y su notable recorrido del escenario, el enojo apenas disimulado en las entrevistas impertinentes, la inquietud en sus ojos al subir al escenario. Pero también la imagen de la madre que juega con sus hijos entre lágrimas adentro de un placard, la mirada de una enamorada que elige creer, las interminables caminatas que mitigan las noches en vela. Son el insomnio y la soledad antes que las pastillas los que hicieron de la vida de Garland un eco de sus días de juventud, convertidos en el presente en la reverberación de un recuerdo del pánico escénico y el abismo que produce esa anunciada singularidad que Louis B. Mayer prometía como un futuro soñado.}
Zellweger se pasó tres días junto al piano en unos estudios de Abbey Road para convencer a Goold de que era la elección adecuada. No solo le demostró que podía interpretar con justicia las canciones sino que podía evocar la fragilidad de la estrella a la hora de subir al escenario y enfrentar al multitudinario público que venía a celebrar a Judy Garland noche tras noche en el club nocturno de Londres. “¿Alguna vez viste esa entrevista con Dick Cavett?”, le pregunta Zellweger a su entrevistador mientras le cuenta que pasó meses escuchando sus canciones, leyendo biografías y viendo imágenes de YouTube. “Soy la reina del regreso”, decía Garland con ironía. “Me estoy cansando de volver, no puedo ir a ningún lado sin que resulte un regreso”. Es ese humor que cultivó en los años de madurez forzada bajo las luces de la Metro, en los amargos recuerdos de su infancia perdida, de sus familias de ficción, el que Judy reencuentra en los pequeños ojos de Zellweger, enmarcados con las arrugas de la sabiduría y los dolores. Ceñida por un vestuario hecho a la medida de la postura inclinada de Garland, de su estilo nutrido por el Swinging London que vio alimentado con su propia presencia, de esos momentos de lágrimas de impotencia pero también de una fortaleza que la hacía ser la única sobre el escenario.
Con los colores del arco iris
Hay algo que distingue a Judy en el uso de las canciones. Cada una de ellas representa un momento clave de la narración, que consigue integrar el juego musical con un estado de ánimo, un salto temporal, una bisagra entre ese pasado que sobrevuela como un fantasma y un presente que se hace demasiado real. A la manera del musical clásico –sin nunca proponerse ser parte de ese género-, las canciones brillan de una manera especial, conjugan el estupor de haber sorteado los miedos hasta llegar al escenario con la tentación de dejarse llevar por el augurio del fracaso. Ante la desconcertada mirada de los asistentes, Garland es capaz de cantar “By Myself ” como el himno a la soledad de su propia vida y Zellweger de nutrir esa interpretación de un gesto de atrevimiento y genuino triunfo. O de bailar “The Trolley Song” con el mismo desparpajo que Garland lo hacía convertida en Esther en el tranvía de La rueda de la fortuna, cuando se enamoraba de su vecinito mientras iban a la feria del pueblo. O de sorprender con “Come Rain or Come Shine” cuando conquista el escenario que le ha sido arrebatado después de tantos faltazos y altercados con los espectadores, después de sentir el polvo del tiempo pegado entre sus ojos. Los colores de la película, que evocan los tonos del cine de los tardíos 60, en el vértice de una transformación que dejaba atrás el clasicismo y se abría a los vientos modernos, envuelven a esa Judy que roza la gloria una noche y el escándalo la siguiente, con el aura justa que define a los mitos.
El entrenador vocal de Renée Zellweger, Eric Vetro, al principio estaba escéptico de que ella finalmente pudiera dar el tono para interpretar las canciones. Había sido entrenada en canto y baile para la película Chicago pero allí el repertorio era de ritmos altos y festivos, nada que ver con la profundidad del estilo de Garland, con ese fraseo que la había hecho única. “Trabajó incansablemente en su voz”, recuerda Goold. “Y su ansiedad por interpretar las canciones de manera ejemplar se convirtió en la pantalla en esa ansiedad de Judy respecto a cómo iba a recibirla el público que la persiguió en esos días finales de su vida”. En ese sentido, hay dos personajes que resultan claves en la historia. Dan y Stan forman una pareja gay que asiste cada noche al espectáculo sentados como firmes devotos en lo alto del palco, con el fervor del que solo es capaz un fan incondicional. Es la recompensa que se regalan porque no pudieron verla en los conciertos que brindó en el ’64, cuando todavía la ley inglesa castigaba la homosexualidad con la cárcel. Una noche Judy los visita y canta al piano “Get Happy”, mientras Dan llora esas lágrimas contenidas durante tantos años. “Es tan importante para mí que vengan a verme. A veces los veo a los dos ahí afuera y siento que tengo verdaderos aliados”.
“¿No me van a olvidar, no es cierto?”
Judy está cargada de una genuina emoción. Pese a que no deja de ser el relato de una tragedia anunciada, tiene momentos de intensa luz y alegría. Si bien el pasado está teñido de esa disciplina que signó la adolescencia de Judy, con prohibiciones que pesaban sobre el disfrute de la comida, del tiempo libre, de los placeres irresponsables, el presente se encuentra definido por esos altibajos que definen la vida de todo artista. A veces dominado por sus compromisos, por el temor al fracaso, por la tristeza de perder a sus hijos en una absurda batalla con su ex marido. A veces recompensado en los aplausos, en los amores fugaces, en las amistades inesperadas. O en la canción que corona una noche inolvidable. En allí donde Judy consigue mostrarnos que aún en ese preludio a la despedida que fueron aquellos años, en la soledad de los pasillos de hotel, en las caminatas por las frías calles de Londres en invierno, también anidaba la esencia de aquello que la había convertido en una estrella. El tibio sonido de “Over The Rainbow” en la voz de una niña que canta junto al perro Toto en la granja de Kansas es también la última canción de una de las tantas glorias que Hollywood ha sabido construir y destruir en toda su historia.