Que la desigualdad creciente generada por el capitalismo está poniendo en jaque al sistema democrático no es novedad. Que el 1por ciento de los más ricos del planeta acapara más del 50 por ciento de los recursos globales, por citar solo una de las escandalosas cifras de desigualdad, es una información cada vez más citada entre intelectuales o militantes.
Es por eso que frases como “soy consciente de que las groseras desigualdades continúan separando a los afortunados de los desafortunados en todo el mundo” no sorprenden. Sin embargo, cuando la dice nada menos que Bill Gates, el segundo hombre más rico del mundo, en una reflexión de fin de año publicada en su blog, la cosa cambia.
La propuesta de Gates para reducir la desigualdad creciente es aumentar los impuestos a los ricos en un país donde las ganancias pagan aproximadamente un 20 por ciento de impuestos mientras que el trabajo tributa un 37 por ciento.
El creador de Microsoft reflexiona: “Un sistema dinástico en el que podés pasar tu vasta riqueza a tus hijos no es buena para nadie; la próxima generación así no tiene los mismos incentivos para trabajar duro y contribuir a la economía. Eso no tiene sentido”. Gates, incluso, se atreve a reconocer algo que pocos ganadores de la (supuesta) meritocracia están dispuestos a aceptar: “He sido premiado desproporcionadamente por el trabajo que hice”.
Militantes, algunos sindicatos, ONG, ambientalistas e incluso movimientos como Occupy Wall Street utilizan estos argumentos. Algunos economistas también señalan los peligros de una economía tan brutalmente concentrada.
La voz de Gates, en rigor, refuerza un camino ya abierto por un puñado de superricos como, por ejemplo, los “Patriotas millonarios” que abogan por mayor justicia social. Entre ellos se destaca la documentalista Abigail Disney, bisnieta de uno de los fundadores de Disney, Roy, hermano del famoso Walt. La heredera, aunque no tiene un rol activo en la compañía, aún posee acciones; eso no le impidió denunciar en 2019 la cantidad de trabajadores de Disneyworld que cobran el salario mínimo, apenas suficiente para sobrevivir, mientras la compañía declaraba ganancias por 13.000 millones de dólares.
Gota a gota la problemática horadó las barreras mediáticas y políticas para llegar, finalmente, al centro de los debates de la campaña presidencial de los Estados Unidos. La precandidata demócrata Elizabeth Warren publicó un spot publicitario en el que dice explícitamente que es hora de aprobar un “impuesto a la riqueza en Estados Unidos”, seguido de imágenes de los millonarios que critican la idea y se victimizan, mientras se explican con textos breves las formas dudosas o directamente ilegales con las que hicieron sus fortunas, incluso en los momentos de crisis o gracias a ella.
Warren pone el dedo en un tema hipersensible para una sociedad marcada por la supuesta meritocracia y en la que algunos ubican a la propiedad privada por encima de la obligación de contribuir al bien general con impuestos. Como Gates, Warren no está sola; otros candidatos como Bernie Sanders o Alexandria Ocaña-Cortez suelen apuntar a la desigualdad estructural que limita las posibilidades de la inmensa mayoría de progresar solo por nacer en el lugar equivocado.
El tema ganó más vuelo cuando Warren mantuvo un intercambio con Gates por Twitter luego de anunciar su intención de gravar las grandes fortunas con una tasa del 6 por ciento. “He pagado más de diez mil millones en impuestos… más que nadie […] Pero cuando usted dice que debería pagar cien mil millones, ahí empiezo a hacer algunas cuentas acerca de lo que me quedaría”, respondió Gates. El diálogo siguió y la candidata tranquilizó al creador de Microsoft al señalarle que solo pagaría 6400 millones de dólares según la “calculadora de impuestos” que lanzó y que está disponible en elizabethwarren.com. Allí uno puede indicar cuánto dinero tiene y calcular los potenciales impuestos; como ejemplos aparece el mismo Gates, acompañado de Michael Bloomberg y Leon Copperman, dos ultrarricos que critican a Warren con todo el poder de los medios.
En los últimos años la frustración de los sectores empobrecidos y endeudados, con serias dificultades para mejorar sus condiciones de vida en un mundo de riqueza hiperconcentrada, ha sido captada por la derecha con discursos de odio, racismo y xenofobia. La izquierda o el progresismo se quedaron en las últimas décadas sin armas discursivas concretas capaces de seducir a los votantes cada vez más enojados y dispuestos a patear el tablero. Además, como los límites ambientales se hacen visibles, dificultan seguir hablando de un hipotético crecimiento como solución a la pobreza: solo queda repartir mejor lo que hay. Argentina, a su manera, se ha subido a este debate sobre la desigualdad estructural y el sistema impositivo.