Al principio los describían como una orquesta destartalada tocando melodías del corazón. También como un grupo que iba dejando miguitas de música triste o feliz allí por donde pasaban. Se llamaban --se llaman-- Niños Envueltos. Una banda hecha de vientos, cuerdas, teclados, además de los usuales guitarra, bajo y batería, que podía --puede-- abrir una hendija en la realidad y crear personajes y escenas del otro lado del espejo: un chico Marx, una mujer maravilla, un flechazo debajo del pupitre ("en el aula todo se sabía"), una tarde con el cable cortado ("hipnotizada por la lluvia azul en la televisión"). "Nos gusta lo que nos da escalofríos", decía por entonces Tonga, el cantante, que guiaba con su voz de fábula, como de un tiempo sin tiempo, los momentos de emoción lúdica que significaba ir a verlos. Un paréntesis de surrealismo suave en la ciudad hostil.
"En todo ese primer disco (nota: El último casette del parque , CD editado en 2013) buscamos recuperar ese momento de la infancia en que estás libre de las ataduras, las reglas", cuenta ahora. "Todo lo que te impone el mundo adulto. Todo lo que es abrir las barreras de la imaginación, que es algo que me interesa mucho. Ojo: no la infancia de lo naif, de lo ingenuo, sino de la libertad de pensamiento y de rehusar a convertirte en una persona aburrida que tiene que sentar cabeza", contrasta respecto al momento actual de la banda, cuando tras dos EPS (uno a medias con Hiroshima Dandys) y la salida de La nueva crema, su segundo disco largo , editado hace unos meses, adquirieron un sonido más sintético y sofisticado.
"En el 2017 hicimos un viaje a Perú por un festival al que nos invitaron y volvimos renovados. Nos empezamos a juntar mucho más y los temas casi que salieron solos" cuenta Tonga --un ser flaquito y de mirada esquiva y tierna-- sobre la conformación de esta colección de canciones que está entre lo más sensible y aventurero que pudo escucharse en 2019. Un álbum que entre detalles de audio, trompetas al cielo, guitarras sutiles y referencias varias (se puede detectar a los Zombies y a Los Gatos, pero también Los del Bohío de Santa Fe) logra abrir un paraguas sobre el vértigo contemporáneo; suspender la sucesión de notificaciones e indignaciones en la que progresivamente se ha ido convirtiendo mucha de nuestra vida cotidiana. "Juguemos a ser marido y mujer de toda la gente que nos quiera conocer", cantan los Niños Envueltos mientras desarman con ritmo, imágenes inesperadas ("un arquero mejor que Navarro Montoya") y coros múltiples, los automatismos del día a día.
"Para mí lo más divertido de la vida es el momento en que estoy tocando una canción. Creo que se puede tratar de vivir dentro de ese mundo sin que se convierta en un acto escapista sino en el momento en que obtenés una espada con la que podés enfrentar las cosas que te matan", dice Tonga que tuvo una primera infancia acorde a su hablar pausado. "Hasta los diez años viví en Huerta Grande, un pueblo de Córdoba en el que mis compañeros iban a la escuela en burro", relata. "Después, cuando mis viejos volvieron a la Capital por temas laborales, me costó un poco la adaptación porque mis compañeros me veían muy pueblerino. Nos hicimos muy amigos, pero al principio me hicieron bastante bullying", recuerda sin reproche.
"Era muy tímido, lo sigo siendo. Pero con la música lo fui 'mejorando'. Sobre todo a partir de tener que plantarme sobre un escenario", asegura quien antes de llegar a este presente hizo bastante de todo: vendió casettes en el parque (y fue ridículamente enjuiciado por eso, como ya se verá); tocó canciones de Mateo, El Cabra y Tanguito en los colectivos (incluso cuando una tarde se encontró con el cantante de Las Manos de Filippi en el fondo del 151 y lo homenajeó contándole a todos que eran de él los temas que hacía); y recorrió el conurbano de punta a punta haciendo encuestas, un shock de realidad que también agradece. "Encontré y conocí realmente de todo. La gente está muy loca, pero también puede ser muy buena. Y los barrios más pobres son los que muchas veces mejor te reciben", sostiene.
Años antes, cuando descubrió noble oficio de grabar casetes --siempre recitales, nunca originales-- el encuentro cara a cara con la gente también fue un valor. "Estando todavía en el secundario me acuerdo ir a ver una noche a Las Pelotas y grabarlo para escucharlo en casa. Cuando después voy al Parque Centenario y descubro un pibe que tenía un montón de casetes de recitales, no lo pude creer. Me encantó que existiera algo así. Hace poco había muerto mi viejo y encontré en ese intercambio de la feria una forma de empezar a llevar plata a mi casa". Todos los fines de semana iba a ver algo (Babasónicos, Los Redondos, Las Pelotas, Los Piojos, Los Gardelitos, bandas under que hoy no recuerda) y después armaba el casette con su tapita. No tan distinto a lo que en el Norte seguidores de Dylan, Springsteen, Pearl Jam, Grateful Dead habían venido haciendo desde hacía décadas. Cultura rock: un material que luego era aprovechado por los propios artistas. "Viví bastante tiempo de eso, hasta los 23, cuando me cayó el allanamiento".
Fue una tarde de 2003. "Mi tía vio que la policía estaba en planta baja preguntando por mí y me avisó. Como vivíamos en el mismo edificio, agarré todos mis casettes y los llevé por las escaleras a su departamento. Con mi hermano llegamos a sacar todos. Pero la policía le encontró algunos cds copiados a mi hermana, cosas que ella escuchaba, e igual me enjuiciaron por almacenamiento". A la par, un ejecutivo de un sello se había hecho pasar por un cliente y le compró un disco. Con ese testimonio ("Vos vendés canciones que nosotros somos los dueños") Tonga también sumó una causa por venta y se convirtió en uno de los pocos casos públicos con el que la industria buscó asustar a la infinidad de copiadores que había en la vía pública. Sin éxito, claro. "Después descubrieron que con Spotify podían ser ellos la piratería y ya a nadie le importó".
De regreso al presente, con La nueva crema, nuevas puertas se abrieron para la banda (que hoy consolidó una formación de Franchi en guitarras, voz y arreglos; Naka en bajo; Nico en trompetas; Eloy en teclados; Paul en batería; y Yuli en coros y percusión, además de Tonga en voz principal y acústica). Palo Pandolfo, por ejemplo, los pasó en su programa de radio y los consideró los "Smiths argentinos". Y Nacho Vegas, en su última visita al país, invitó a Yuli a cantar "La gran atrocidad". "Son dos solistas que nos gustan muchísimo. Fue una sorpresa y también un honor", dice Tonga que sin embargo se sorprendió aún más cuando después de tocar en Perú un seguidor les grabó el recital, armó su propio "casete pirata", y luego --hace poco-- les escribió para detallarles las diferencias que encontró entre las versiones en vivo y las del disco. "Me encantó. Me sentí muy identificado", dice sonriente ante ese círculo que se cierra. Y tantos otros que a partir de entonces se abren.