Ni tan aspiracional como Palermo ni tan lumpen como Once; ni tan arrabalero como Boedo ni tan ABC1 como Recoleta; ni tan clase media cacerola como Caballito ni tan clase media outlet como Villa Crespo. Rodeado por esos seis, Almagro decidió no espejarse en ningún vecino en especial sino simplemente tomar algo de cada uno para convertirse quizás en el barrio que más fragmentó y por ende expandió su identidad durante esta década que –al igual que el propio Almagro, por caso– tampoco tiene en claro cuando empezó, y si es que ya terminó o aún no.

Sin tanta histeria, anglicismos, ni subdivisiones, Almagro sacó adelante una historia de tango, mercado de Abasto, marginalidad y berretín de turismo brasileño para abrirse a una oferta amplia de centros culturales (Casona de Humahuaca, JJ, el Bar Bukowsky como subsede del BAFICI), teatros off (del Beckett al Camarín de las Musas), salas de rock (Imaginario Cultural, Ladran Sancho o El Emergente de Acuña de Figueroa) y milongas varias (La Catedral o Lo de Roberto).

Por su parte, una amplia gama de locales y boliches para comer y beber también resumen su esencia cosmopolita, desde las empanadas bañadas en aceite de Pin-Pun fundada hace 80 años por italianos o la cocina símil leña (en realidad es un horno de barro a gas) del correntino Ambrosio hasta Los Trujillanos que vinieron directo de Perú hasta el tramo almagrense de Corrientes.

¿Por qué el barrio porteño de la década fue Almagro y no Palermo, Boedo, Barracas o Belgrano? Quizás por su variedad, o quizás por sus tensiones pendulares resumidas en cualquier calle tomada al azar, como Billinghurst, donde en una esquina Diego Capusotto tomó como trinchera antimacrista para sus sketchs el bar notable El Banderín (adaptado a las nuevas necesidades de birras artesanales y pizarras de colores que agitan proclamas de deconstrucción de sexo y género) y 300 metros después Kentucky instala otra de sus quichicientas sucursales en el mismo lugar donde cantó por primera vez Gardel, según indica una baldosa cubierta por una especie de jaula anti-siniestro.

No por nada el verano pasado fue todo un éxito algo que volverá a repetirse a finales de este mes: la Maratón Abasto, emplazada a lo largo de Guardia Vieja (el núcleo geográfico de este crecimiento) como una experiencia social y callejera inédita para Buenos Aires.

Pero también hay otro elemento insoslayable: la gentrificación. Según Mercado Libre Inmuebles, por ejemplo, Almagro fue el cuarto de los 48 barrios porteños con más visitas de viviendas para comprar o alquilar en noviembre de 2019 (¡casi 22 mil!), mientras que los nuevos “gurúes” del real estate (una raza que mezcla tipejos de olfato para los negocios y aprovechaticios varios) lo suman forzosamente en sus estudios de mercado al “corredor norte” (toda la ribera desde Núñez hasta Madero) como sitios tentadores para nuevos negocios.

Así se ven entonces torres y torres que van ganándole espacio al cielo en una barriada que hasta los 2000 era un rejunte de caserones, caseríos, algún conventillo, viviendas tomadas y una comisaría como la Quinta, que de tanto mirar los ladrillos que crecen hacia arriba se distrae –un decir– de los lagos de vidrios rotos por la caravana de escruches a autos que también se convierten en uno de los símbolos de Almagro.

La pregunta es hacia dónde seguirá creciendo: si hacia la oferta cultural, a la diversidad migratoria, a la variedad gastronómica o a los negocios (buenos y no tantos) que quizás pasen de rosca al viejo-bueno Almagro hasta convertirlo en otro barrio de diseño más.