En los tiempos actuales recibimos distintas presentaciones de nuestros pacientes en el consultorio. Bulimias, anorexias, toxicomanías, pasajes al acto y acting outs, golpes, relaciones pegoteadas con poca posibilidad simbólica de separación, sujetos colocados como objetos del otro. Posiciones donde se manifiesta un obstáculo en el deseo y donde se presenta un goce que es devastador.
Nos encontramos con el estrago como un modo de sufrimiento contemporáneo.
Estrago se define como ruina, asolamiento, destrucción, devastación.
Entonces el estrago implica una destrucción, que no es de la dimensión del síntoma.
El estrago es algo peor que un síntoma.
Hay un cambio en el malestar de la época, donde encontramos al sujeto colocado de otra manera en relación a su decir y a su inconciente. Así como la época nos ha invitado a pensar de otros modos las psicosis y surgieron las Psicosis ordinarias; en relación a otras presentaciones clínicas se pueden ubicar algunos padecimientos actuales que eluden el paso por la palabra y por el síntoma clásico.
En esta época que ofrece permanentemente objetos de consumo, que promueve imágenes ideales, que atiborra con la oferta de innumerables objetos para la satisfacción inmediata, en esta sociedad de pantallas, donde todo se muestra, todo se sabe, debemos estar advertidos sobre los efectos estragantes que produce el empuje al consumo y el avasallamiento del “derecho al secreto”.
Las reflexiones siguientes se basarán sobre la anorexia, modo frecuente del malestar de la cultura en esta época. Se tratará de situar su relación al otro atiborrante, devorador, que suele encarnarse en lo materno.
Citaré tres pequeños párrafos de distintas pacientes que padecen anorexia.
Una paciente que adelgazó 20 kilos en seis meses sufre de amenorrea y pérdida de cabello, dice de su madre: “Ella cree saberlo todo”. “Solo está bien lo que cocina ella. Si yo cocino no come”. “Es como si ella no tuviera errores, anula lo que dicen los otros, solo se escucha a sí misma”. “No hay lugar para el disenso. Ella siempre tiene la verdad, con mi madre no hay recoveco para la duda”...“Cuando está ella, ya no como ni hablo”.
Otra paciente: “Con mi mamá no se puede tener secretos, se mete en todo lo mío. La eliminé del Facebook pero siempre busca contactar con algún amigo mío y me mira. Se fija en todo lo que hago, con quien salgo, lo que como. Si no quiero comer mastico y después voy al baño a vomitar. Le tengo que mentir para hacer lo que quiero”.
Otra paciente: “Mi mamá siempre quiere hablar por las dos, digo algo y enseguida mete ella su bocado. Cree que sabe todo lo que pienso, vive tapándome la boca”.
“Yo me ‘como’ todo lo que tengo para decirle, total, por más que yo hable es lo mismo, ella sigue pensando lo que pensaba antes”.
Para la anoréxica, cerrar la boca es a veces el único recurso para no quedar avasallada.
Podemos pensar que la anoréxica cierra la boca en un rechazo, enarbolando una protesta muda en su huelga de hambre, ya que cerrar la boca se constituye a veces como el único recurso para no quedar arrasada por los dichos-bocadillos maternos y de defender su subjetividad. Se instala entonces como una estrategia de separación del sujeto respecto del Otro.
Lacan dirá que la boca de la madre puede bien asemejarse a la de un cocodrilo, quien lleva adentro de ella a sus crías. Es una figura que muestra lo devastador que puede ser lo materno si cualquier bicho-capricho la hace cerrar su boca y engullir al sujeto si no hay un freno que opere impidiéndolo. Por tanto la función del falo es importante en cuanto se puede representar por el palo que impide que esta boca se cierre y engulla al sujeto. Opera situando la prohibición e impide que el hijo quede atrapado en las fauces maternas.
Es estragante eso que escapa a la ley paterna, y siempre hay algo que escapa. Pero también, agrega Lacan, hay algo tranquilizador en ese palo de piedra. El Nombre del Padre hace que el sujeto no tenga que entregar su ser para colmar a la madre. Sitúa que hay una falta en el Otro, que la madre no es completa ni es colmable, y que el hijo no es el objeto que viene a taponar su falta.
A la anoréxica se le presenta una madre que la atiborra, que la avasalla, que no sitúa el borde de la intimidad del otro. Una madre que, al no soportar su castración, lo que no se puede llenar, lo que no se sabe, no cede en su goce y asfixia. Pero cuando la madre da lo que tiene, no pone en juego el don amoroso de dar la falta, ya que el amor es dar lo que no se tiene.
El deseo es deseo de deseo, no de objeto, y atiborrar de objeto, es desconocer la estructura del deseo. Es un Otro no completo, deseante, el que aloja en su falta, y da lugar a que se formule la pregunta por el deseo del Otro y por el propio ser. Entonces, cuando el otro sofoca la falta, la anoréxica impone allí su rechazo.
Lacan dirá que la estrategia anoréxica es jugar con el rechazo como un deseo, es decir, intenta una forma de sostener un deseo, frente a esta “papilla asfixiante” que no deja de recibir del Otro.
No se trata en la anoréxica de que no come, sino que “come nada”, una nada que se ubica allí como objeto separador. Es una estrategia fallida para sostener un deseo.
La anoréxica arma una modalidad de mostrar que hay pérdida, que ella no es el objeto y que puede perderse.
La estrategia de rechazo como modo de encontrar un intervalo donde alojarse, hacerse un lugar en el deseo del Otro, puede tornarse mortífera cuando la anoréxica cierra la boca a comer, a decir, de algún modo a vivir, poniéndose muchas veces en riesgo de muerte.
Es un fantasma frecuente en la infancia imaginarse la propia muerte, jugar con la propia desaparición para saber que lugar se ocupa en el Otro.
Algunas anoréxicas llevan esto a otro plano, cuando es puesta en acto su desaparición no en el terreno de la fantasía, sino ofrendando su vida, llegando al sacrificio más extremo, en pos de sostener el deseo del Otro, al no contar con la posibilidad de inscribir la falta en el Otro de otro modo. Es en este mismo punto de radicalizar el deseo, que la anoréxica falta al deseo y goza.
Goza cuando hace aparecer la crudeza del cuerpo cadaverizado, mostrando hasta el esqueleto. Cuando da a ver el cuerpo transparente, mostrando la obscenidad del cadáver, que impacta suscitando horror.
Allí, no se pone en juego lo femenino ni el brillo fálico en el cuerpo. Ella se arranca los velos. Lo que muestra está por fuera de toda belleza.
De algún modo paradojal, la anoréxica, al sostener tan radicalmente el lugar del deseo, al arrancar los velos, se aleja del circuito deseante y va por los caminos del goce, de la pulsión de muerte.
Cuando la anoréxica lleva a ultranza el deseo puro, defiende de ese modo radical esta “nada”, el efecto es mortífero, estragante, la lleva a lo peor. Si el amor no media, el goce se presenta puro, sin agalamtizarse.
Cuando hay estrago, hay inoperancia de la respuesta fálica, que se presenta fallida, quedando obstaculizada una respuesta desde el fantasma y el síntoma.
Hacer uso de ese palo de piedra posibilita no quedar sumida en el estrago, poner medida y acotar el goce. El goce, si no es limitado, resulta estragante. Es preciso rechazar el goce, para alcanzarlo en la escala invertida de la ley del deseo.
El desafío para el analista es orientar en la cura un pasaje del estrago al síntoma, preservando a su vez los velos que orientan para cada uno su propio real, lo indecible.
Patricia Karpel es docente e investigadora UBACyT en la Facultad de Psicología de la UBA.