El asesinato de Fernando Báez Sosa que la UAR (Unión Argentina de Rugby) llamó fallecimiento es apenas una parte -la más importante-, de un combo letal. La tipificación jurídica, responsabilidad penal y carradas de opiniones sobre el crimen, con mayor o menor espesura analítica, no le devolverán la vida al joven de 19 años y nos colocan en una endeble situación argumentativa. Soy de los que piensan que antes de escribir, hay que sentir. En un caso como éste, todavía más. Hay que sentir empatía con la víctima y su familia. Respetar su duelo, acompañarlo con palabras medidas y no hablar por decir algo, por quedar bien, con un sentido políticamente correcto de la oportunidad.
Alguna vez, Dante Panzeri, un maestro del periodismo dijo de su libro más célebre Fútbol dinámica de lo impensado que “no servía para nada”. Hago mía la frase. Esta columna tampoco sirve para nada, por el resultado que pueda producir. No es un llamado de atención, ni mucho menos está escrita desde un púlpito desde donde se disparan verdades sacralizadas. Me cuesta analizar lo que pasó. La salvajada de un ataque en patota contra una víctima indefensa.
Escribo porque soy padre de cinco hijos varones en plena deconstrucción, una deconstrucción del machismo que nos llegó de manera tardía a los de mi generación. Escribo con dolor por esta y otras muertes, por muchos femicidios de mujeres indefensas, chicos pobres a manos de los gatilleros fáciles y de pibes como Fernando. Casi todos y todas jóvenes por abrumadora mayoría.
Las sucesivas agresiones de rugbiers que terminan en muertes o sin ellas, con premeditación y alevosía, con el afán de destruir al otro por ser diferente, por las razones que fueren, son una noticia incómoda para un deporte que se arroga ciertos valores. Quién más y mejor escribió sobre el tema es Juan Branz, investigador del Conicet. Hay que leerlo a él para intentar comprender no ya lo que pasó en Villa Gesell, si no en cada episodio semejante. Ya se produjeron en Brasil, Monte Hermoso, Rosario, Buenos Aires y otros lugares. Son demasiados.
Los casos anteriores tuvieron una efímera visibilidad mediática. Algunos siguen impunes, como el asesinato de Ariel Malvino, a quien tres correntinos mataron en 2006 en Ferrugem, todos de familias influyentes en esa provincia. Esa muerte y la de Báez Sosa tienen un componente clasista que deviene de la posición social de estas manadas de criminales musculados. El rugby estigmatizado refuerza esa concepción de deporte cheto cuando ya no lo es. Hace tiempo dejó de serlo. Lo juegan los pueblos originarios en sus territorios, los pobres en las villas, los presos en las cárceles, crece entre las mujeres de cualquier condición social.
Se apunta hacia el rugby y hay muertes de sobra para inferir de que algo subyace ahí, en su masculinidad repotenciada, pero se dieron y se dan asesinatos en patota también en el fútbol. El de Emanuel Balbo, hincha de Belgrano de Córdoba en 2017 –lo arrojaron desde una tribuna-, por citar un ejemplo.
En la gran mayoría de estos crímenes no se percibe con claridad un ingrediente de consumo social que cruza a muchos de los victimarios. La ingesta desenfrenada de alcohol que confirman todas las estadísticas y en especial de la cerveza. En la Argentina se toma a razón de 45 litros per cápita. Con Uruguay estamos a la cabeza del consumo en la región. Dos grandes multinacionales dominan el mercado de la birra, AB InBev y CCU. Invierten millonadas y ganan otro tanto. Se auspician deportes como el rugby (Quilmes) y el fútbol (Schneider), dos vidrieras insoslayables a la hora de facturar.
Cualquier campaña de concientización que busque antídotos contra la brutalidad de una manada de rugbiers, debería tomar en cuenta cuál es la única droga social legalizada y cuyo consumo está lejos de llegar a su techo.