Andrea Lombraña, doctora en Filosofía, y Natalia Ojeda y Carolina Di Próspero, doctoras en Antropología Social, son investigadoras del Conicet en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. Desde allí, en el marco provisto por el Programa Nacional de Ciencia y Justicia, recurren a las herramientas de la filosofía y la antropología, exploran la vida en las cárceles y trazan un diagnóstico sobre las posibilidades de inclusión social que tienen las personas privadas de libertad, una vez que la recuperan. De manera reciente, a través de la Resolución 184/2019, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, declaró la emergencia en materia penitenciaria.
“La política penitenciaria es la forma de llevar adelante la gestión de los servicios y de ejecutar un plan de trabajo respecto de qué y cómo se abordarán asuntos relacionados con la seguridad de las personas privadas de su libertad. Además debe tener en cuenta el quehacer de los trabajadores del área”, define Ojeda. En la actualidad, “luego de estudiar mucho la situación en las cárceles consideramos que el Plan Director de 1995, que fue un emblema, se fue diluyendo y fue reemplazado con parches. La política de Cambiemos se enmarca en el ‘Plan estratégico 2016-2020’ que se destaca por una impronta que refuerza el peso del castigo y el Estado ya no interviene. Se debe instrumentar un diálogo con la Justicia de manera urgente y desandar este camino de encarcelamiento masivo”, destaca Di Próspero.
Desde hace doce años realizan trabajo etnográfico en las cárceles de Argentina; las transitan, las exploran y, en el camino, se transitan y se exploran a sí mismas. Acumulan experiencias que revelan horas de vuelo de trabajo empírico y de reflexión-acción-participación. “La situación de las cárceles federales siempre está un paso por encima de las provinciales, que demuestra un estado más problemático. El dato más característico es la superpoblación y el hacinamiento, que se configuran como rasgos distintivos. El deterioro es un tema de raíces estructurales, sin embargo, hemos asistido a un decline institucional muy marcado”, relata Ojeda. Uno de los escollos es matemático, ya que la ecuación presos/personal nunca se resuelve. Si bien a nivel internacional se estima un trabajador penitenciario por cada individuo privado de su libertad, en verdad, hoy se asiste a una realidad que promedia las tres o cuatro personas detenidas por empleado.
“La sobrepoblación desborda a la política penitenciaria, ya que depende de un proceso de endurecimiento de las penas por parte del Poder Judicial. El punitivismo es rápidamente incorporado al sistema penitenciario que lleva adelante acciones específicas que, en definitiva, hace que las personas tiendan a quedarse en la cárcel en lugar de salir”, afirma Lombraña. En concreto, ¿cómo se expresa el punitivismo en las cárceles? Por ejemplo, en el plano simbólico, a través de la redacción sistemática de informes con recomendaciones negativas para el preso. Los textos son recibidos por los jueces de ejecución que, al notificarse de la recomendación, prefieren evitar “un problema” y posponen su libertad. En este sentido, “la falta de presupuesto es notoria y ello se ha traducido en la merma de financiamiento destinado a infraestructura que no acompañó el crecimiento cuantitativo de los reclusos”, acota Di Próspero.
El problema de la inclusión
“La inclusión debe asegurar un acceso igualitario de derechos con un Estado presente. En la situación actual, las cárceles no cooperan en el cumplimiento de ese propósito; más bien, diría que todo lo contrario. Hoy los detenidos no pueden planificar sus vidas: no saben cuánto tiempo van a estar ni cómo transitarán su permanencia entre rejas. Por tanto, ante la falta de horizontes, la motivación que puede tener un detenido es casi nula. Aun estudiando y trabajando –si es que lo consiguen– las chances afuera son mínimas”, analiza Di Próspero. La administración del ocio, en esta línea, se vuelve un tema medular. “Al no haber trabajo ni educación para todos, se reproduce la práctica del encierro en el pabellón 24x24. Esta realidad dificulta la estadía: estar encerrado sin hacer nada lo único que despierta es violencia”, plantea Ojeda. Y remata: “Se produce mayor conflictividad porque no realizan actividades que los estimulen e interpelen. Lo experimentan como un tiempo inútil, que se desperdicia, que va al tacho”.
Desde el sentido común se dota a la cárcel de una entidad mística, casi mágica, alejada y externa a la sociedad; como si fuera portadora de una lógica específica capaz de explicarse a sí misma. Cuando, en verdad y como es natural, lo que ocurre allí guarda mucha relación con lo que sucede afuera. La desinformación alimenta los prejuicios y el etiquetado frontal de la delincuencia. El rol de los medios masivos, como se podrá esperar, es protagónico. “Hay muy pocas cosas que solo pasan en las cárceles. Las personas privadas de su libertad no se sienten a gusto con el modo en el que son exhibidos por series como El Marginal o Policías en Acción. Se vuelven títeres de una espectacularización y un morbo que están a la orden del día”, opina Di Próspero. “El problema es el recorte: no es que no haya violencia, pero no es lo único que ocurre. Nunca muestran lo bueno, siempre eligen contar lo gris, lo oscuro. Hay experiencias de educación excelentes en San Martín, Devoto y Ezeiza pero esas cosas no venden”, comenta Lombraña.
Un modelo a seguir
El Plan Director de 1995 emergió en un contexto signado por la Reforma Constitucional implementada un año antes y la incorporación de todos los tratados internacionales de derechos humanos con incidencia directa respecto de lo que sucedía en las cárceles. Además se empezaba a debatir en torno a una ley de ejecución penal que, de hecho, se aprobó al año siguiente (1996). “El texto deja entrever cómo se comenzaba a pensar la política penitenciaria a largo plazo. Había quedado un poco obsoleta en relación a todo lo que estaba ocurriendo a mediados de los 90’s. Se asentó como un hito porque logró captar un espíritu que convocaba a los trabajadores penitenciarios en su función de resocializadores y no solo en su tarea tradicional de seguridad”, dice Lombraña. De esta manera, se configuró como modelo para todos los marcos normativos que se sucedieron en el tiempo. “Rescatamos su propuesta epistemológica, sobre todo, dos factores que pueden ser de mucha utilidad en estos tiempos: la responsabilidad estatal en materia de política penitenciaria, así como también la idea de justicia social”, apunta Ojeda.
La justicia social es un horizonte que supone, en principio, que aquellos seres humanos que terminaron en situación de detención no tuvieron acceso, previamente, a una serie de derechos que les fueron negados. “Pensada desde este prisma, apunta a garantizar derechos para las personas privadas de su libertad, así como también para los trabajadores. En el Plan Director de 1995, esta cuestión emerge de manera integral, es pensada a largo plazo y de manera sistematizada”, describe Lombraña. No obstante, hay otro antecedente de avanzada no solo para el país sino para la región. Fue Roberto Pettinato el encargado durante el primer peronismo de llevar los principios de la justicia social a las cárceles. Se desempeñó como Director Nacional de Institutos Penales y creó la Escuela Penitenciaria de la Nación. Propuso la jerarquización y mejorar la formación de los trabajadores, diseñó un estatuto para garantizar el ejercicio de sus derechos e instrumentó mejoras salariales y obra social específica para el rubro. Asimismo, al bienestar de los agentes penitenciarios se sumaron las conquistas de las personas en situación de prisión: la abolición del uniforme a rayas y el acceso a la educación (escuelas que comenzaron a ser gestionadas dentro de las cárceles), a mejores condiciones de salud y trabajo.