No son todos los rugbiers. El rugby en sí no es el problema. Pero en el rugby masculino
de Buenos Aires confluyen muchos problemas sociales: elitismo, machismo, y una ideología de la formación en valores que hace estragos en la individualidad de los jóvenes. Cuando a fines de 2008 inicié mi investigación entre rugbiers de Buenos Aires, lo primero que me advertían en las entrevistas, sin que lo preguntara, era que ellos no eran violentos, que lo que pasa en los boliches o las fiestas de la zona norte “no era rugbístico”, solo pibes descontrolados que no entendieron nada. Pero hace dos décadas que esos hechos suceden, y eso que no todos llegan a los medios de comunicación. ¿Entonces es el rugby el problema?
El problema de los consumos está presente en el rugby porteño desde hace tiempo. La Unión de Rugby de Buenos Aires (URBA) y varios clubes promueven desde hace años talleres para padres/madres, entrenadores y dirigentes para ver qué hacer y cómo abordar el tema de los consumos excesivos, que suceden frente a sus narices: en sus hogares en las “previas”, en el club en el “tercer tiempo”. Los consumos excesivos de alcohol, anfetaminas, marihuana, todo junto en distintas combinaciones, a lo largo de muchas horas desde la noche hasta la madrugada, constituye un fenómeno generacional, más allá de los jóvenes rugbiers. Sin embargo, los episodios de violencia protagonizados por rugbiers siguen aconteciendo: el problema está en el corazón de lo que bienintencionadamente los rugbiers defienden, que es la formación en “valores”: el equipo, el sacrificio, el aguante al dolor, la resistencia. Todos los valores para formar varones “con clase”, que sean animales en la cancha, y ¿caballeros? fuera de ella.
En los entrenamientos, en las conversaciones de los vestuarios, mientras hacen musculación en el gimnasio, en los espacios de varones se habla de minas, de los levantes y conquistas, y quienes no lo hacen son tildados de maricones, son puestos bajo sospecha. Los rituales de los que pocos hablan pero suceden mucho, los bautismos o debuts en la primera de cada club, disciplinan y ubican a los nuevos sometiéndolos bajo la premisa del sacrificio y el aguante al dolor, resistiendo para llegar a ser un par digno: raparlo, obligarlo a que tome cerveza con orina, introducirle objetos en el ano, lo que sea. Esos “rituales” y toda una regulación de la vida cotidiana: si querés parar de tomar en la noche, si no te enganchas con las bromas pesadas o el bautismo de los nuevos, no hay chance: lo harás, participarás sin posibilidad de decir que no. Se aprende un modo de estar juntos: prima el equipo, cuestionar a los líderes, negarse o interrumpir el mandato del exceso y el dominio es quedar como el maricón del grupo.
Los efectos de tanto énfasis en el respeto al referí, a la palabra de la autoridad, sancionar cualquier cuestionamiento porque sería rendirse ante el individualismo y exitismo del fútbol son relevantes y útiles en términos deportivos. Llevado a la vida fuera de la cancha hacen estragos: ¿acaso ninguno puso un freno en Villa Gesell? Someter al otro parece ser la misión. Se puede enseñar sobre la importante del equipo y del grupo como un valor, sin someter ni humillar, y jerarquizando la crítica a la autoridad. Hay otros métodos además de la pedagogía del dolor y del sometimiento en que se forjan los deportes de equipo, al menos aquí, en Buenos Aires.
En la cadena de “hechos aislados” que muchos actores del rugby están planteando en estos días, atribuyendo el asesinato de Fernando Báez Sosa a la sociedad violenta en la que vivimos, a la cultura juvenil, o a lo que sea, hay una fuerte exorcización: sacar el problema hacia afuera del rugby. El problema es que en el rugby masculino de Buenos Aires se combina una educación clasista -que acostumbra a los jóvenes a estar entre pares del mismo grupo social, y hacer de eso motivo de valor e imposición frente a otros- y machista -donde estar entre varones parece ser el summum de pensarse en el centro y en lo alto de la sociedad-. No es el rugby de otras latitudes el problema, sino los problemas sociales que se concentran en el rugby vernáculo.
En 2013, un grupo de rugbiers de San Isidro atacó a una pareja gay en una fiesta. Uno de los agredidos aún no había iniciado su carrera política: se trataba de Pedro Robledo, quien luego sería funcionario en el Gobierno de Cambiemos. A Pedro Robledo lo atacaron enarbolando tres banderas: la lucha contra la homosexualidad, la invocación de la patria católica que tiene un Papa argentino, la defensa de la “familia”. Sus agresores eran rugbiers. ¿Se puede seguir diciendo que se trata de hechos aislados? ¿O es que hay una pedagogía deportiva que enseña, aunque no se lo proponga, a dominar y conquistar, a imponerse, a hacer lo que diga el equipo sin cuestionamientos?
Si vemos la ideología masculinizante en la que se forman, en la que son educados para sentir su propio cuerpo y el cuerpo del otro en base al dolor y la conquista, si miramos sus prácticas territoriales, de dominio sobre lo que sucede en lo que ellos definen como su espacio, pues no. No son hechos aislados. Hubo un proceso de formación que los ubica como un grupo importante, que siente que debe imponer sus valores bajo el escudo del equipo: la hombría no es solo golpear a otros en masa ¿hasta matarlos? La hombría, la virilidad, es mostrar que estás dispuesto a usar la violencia por y con el equipo: sos macho si lo sos con otros, y más si tenés un público femenino que te mira, porque así también se lo conquista. La masculinidad, la clase y la moral son valores si hay un público para mostrarlo. Y ahora estamos todos atónitos, viendo el resultado de tal combinación en una pedagogía que se pretende pura. Los “valores” son peligrosos si no se los revisa críticamente.
Las organizaciones del rugby tienen un desafío: hacer algo más, mucho más que una “charla”. Es necesario trabajar con las instancias juveniles, en programas continuos, que ayuden a desarmar las redes de complicidad que se tejen en los espacios masculinos y masculinizantes. Hay que aprender del movimiento de mujeres: “No es No” es algo que muchos deben intentar decir entre varones, para rechazar los discursos humillantes y clasistas, los homofóbicos y machistas. Y otro desafío para la política pública: contamos de nuevo con un Ministerio de Deportes y Turismo, y con la novedad de un Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad. Ellos, junto a las organizaciones del deporte, el Comité Olímpico Argentino y la UAR, tienen el desafío de implementar programas, como la ESI en las escuelas, para sus instituciones. Son miles de niños y jóvenes varones y mujeres que practican rugby en el país, y millones los que hacen algún deporte en los clubes esparcidos por todo el territorio nacional.
* Investigador Conicet/Flacso.