María Magdalena es una santa católica. Es parte de las discusiones ya más que bizantinas (¡dos mil años!) sobre el papel, los alcances y la personalidad de los apóstoles de Jesucristo. Está por verse, siempre, la verdad de lo que pasó hace tanto tiempo, pero el tiempo se va para adelante, cada vez se ven más cosas y las verdades se multiplican. La discusión pasa a ser, entonces, no tanto sobre la materialidad del archivo y la pericia del teólogo, sino sobre las imágenes, la imaginación, las remembranzas sin haber estado ahí. Una conversación con los mitos.
El pintor porteño Carlos Cima tiene colgadas en la galería Constitución del barrio de La Boca, una serie de pinturas a las que tituló Magdalena, para ingresar de frente al problema de la idolatría y de la fábula en el siglo XXI. Con un imaginario desprovisto de fechas, casi inocente y bastante dramático. Ante este panorama, la evocación, el nombre dicho al aire como un pedido, parece estar antes que la materialidad de los cuadros. El nombre es un emblema para generar el corte de pintura que el pintor quiere hacer. El tema expandido en sus sensaciones antes de dar siquiera un pincelazo. Todo lo contrario a la abstracción, tampoco una representación histórica. Más bien la propia imagen haciendo algo acá, lo que puede el delirio divino cuando se actualiza como una oración.
La santa es la referencia para matizar algo de lo que venía haciendo Cima en los años anteriores: imágenes de cisnes como pendiendo en fondos tormentosos u opacos, celebraciones familiares con el ritmo del festejo de antaño, llenas de tortas, cotillón y kitsch, filtradas por el panorama gótico, que ahora se da vuelta para su juicio religioso, como pasa en las pinturas de Santiago García Sáenz o en las esculturas de Norberto Gómez. Ahora pintó los fantasmas de una veneración. Siempre fue un poco hagiógrafo y ahora más, porque agregó opacidad a lo mundano: se convirtió literalmente en un contador de santidades.
Las pinturas son en general parte de esta ópera de sentimientos, pero hay una que resalta. No necesariamente por ser la más representativa o la más lograda, sino por grotesca y desubicada. Unos frascos de perfumes, con algo de icnografía belle epoque de abuela salidora. Es la parte más artificiosa de la muestra, la parte donde cierta imperfección, cierto resaltar de los objetos se presenta como algo que siempre está, no como una aparición o un milagro. El perfume es un adorno, no es natural, es otro elemento más de la estilización de los afectos, de su forma guionada por olores. Los perfumes son el olor de la modernidad para tapar las diferencias sociales a favor del buen vivir, pero también para diferenciar a quien puede portar esa fragancia, como si fuera un nombre, una camisa o una parte del curriculum. Esto lo enseña bien el alemán George Simmel desde 1900. Cima pinta esculturas, cuadros al óleo de esculturas de mármol o directamente ramos de flores chirriantes, en la saga de su contemporánea Manola Aramburu. ¿Y si hay esculturas con flores? El perfume aparece como relato, como alegoría: el aroma de las rosas anticipa la aparición de la virgen, dice Cima que dice la leyenda.
El recuerdo del dolor
Tantas cosas no se saben y se cocinan en el lleva y trae de la semana… Misterios sobran, lo difícil es que un misterio lo indague a uno. Por eso las imágenes son siempre situaciones. En Magdalena, como todos los días, hay flores. Como cuando la gente se muere, hay flores. Lo que queda es la fragancia y el olor después de lo que se pudre. La historia en la saga de las mitologías populares, como una escena de Almodóvar o el ritmo triste de un bolero. Como toda buena pintura, o recuerda al dolor o lo anticipa. O melancoliza la alegría o la retiene.
Las pinturas de Cima son salitrosas y grumosas. Una pasta alucinatoria, atormentada, plomiza digamos, folklóricamente expresada. Esto último quiere decir con líneas abiertas hacia lo que ya se pintó y al imaginario de cómo pintarlo. Tiene una pátina que nunca podría asociarse al escenario del “así nomás”. Tampoco a la euforia desatenta a las cosas tremendas. No son pinturas mínimas, aunque recorten espacios simbólicos gigantes, importantísimos, como el ritual de una cena, la función pulsional de los decorados o los monumentos de piedra que organizan el sentimiento civil. Recorta un poco de algo importante, solo para empezar por algún lado, como si pintar fuese pintar retoños que crecen en el tiempo del espectador.
El corazón goyesco de las pinturas les da un aire de barroco gris, de discurso para alterar la pantomima de este tiempo sin anhelos trascendentalistas, sin el futuro entendido como un idilio entre el amor y el sacrificio. ¿Son latinoamericanas sus pinturas? Sí, son parte de la estela del barroco en Latinoamérica, luego llamado neobarroco y hasta neobarroso, en alusión al rio De la Plata, por Néstor Perlongher. Una tradición que se vino para acá y prendió como una enredadera quizá aún hasta hoy, con Cima como botón de muestra. El barroco latinoamericano tiene su inicio en México, en el siglo XVII y tuvo tantas crisis que sigue siendo una forma estética vital: puede ser pensado como un estado de ánimo, un sostén moral y una forma de vida. Si fuese esto, su muerte nunca lo sería del todo y su apariencia no sería lo más importante.
No hay acuerdo sobre qué es el barroco y esta situación honra su historia degenerada y su origen incierto. Épocas donde el renacimiento buscaba el centro del conocimiento bello y la Iglesia Católica tomaba carrera hacia este continente. Tuvo mucho de retórica contrarreformista para copar a los pueblos americanos politeístas. Se propone fascinar a la población en todo orden de cosas. Tiene mucho de ornamentación sacra de lo arbitrario. Tiene mucho de aquella época, la del Dogma, en el 1600, donde había que honrar a Dios con todo lo que se pudiese y ese todo significaba exceso también. No se sabe bien qué lo define: es un estilo para encantar el mundo, no para asimilarlo. El barroco, en Latinoamérica, es parte de la inseguridad anímica del criollo, de lo que quedó de la conquista, que no parecía ser un hombre universal, sino raro. Los criollos podían cantar con extrañeza a la extrañeza porque ellos mismos eran extraños, y ahí nace el barroco americano. Es el colmo de la imitación y el colmo de la extrañeza. El barroco, cuando imita, necesariamente se nutre de lo que tiene alrededor. Es una imitación situada, por lo tanto nueva y original. Se lo define como una época, un estilo, una forma de mirar. Algo más: quién sabe estemos ante el método que, junto a la paradoja, sirve para no entender lo que se presenta como verdad. O para entender las no verdades.
Cima es barroco por todo esto y porque cuando pinta mide de nuevo, como si nos diera de nuevo un panorama de las prioridades. El universo es la medida, pero el que mide vive acá. Siempre, en todo, hay algo que remita al acá, es inevitable. Entonces se abre la discusión sobre si el presente, que es generalmente un error, es un acá de tiempo o de espacio. Si toda la pintura de Cima retrata el movimiento de los mitos en las conciencias del que se siente tocado, lo que acumula es tiempo, su actualidad reside no en representar “la época”, sino en sincerar la relación apelotonada de las imágenes y las devociones a lo largo del ciclo del tiempo, para decir muchísimo sobre la sensibilidad social de cualquier momento.
Pinta sobre lo que queda ¿Puede una persona olvidarse eternamente de algo? Las pinturas de Cima pegan como la nota de una persistencia occidental. Me parece que suenan consistentes las flores cuando se tocan entre sí abrazadas por el celofán, como si sonaran. César Aira dijo al pasar en un reciente librito sobre el retiro de un pintor, que en su pequeña casa: "un jacinto en un vaso ponía una nota de impermanencia". Se me viene esta pregunta, que parte de cómo se imponen las flores en las pinturas: ¿De quién es el color, de las cosas lindas o de la gente?
Una ética austera
Cima es pintor y nada más, con todo lo que ello implica. Pero esto no tiene por qué ser una obviedad. Es que en la actualidad del arte porteño la pintura es diversa y rica, como siempre, y en muchos casos complementada con otra cosa, algo más que le sucede. Cima es de les pintores que ponen toda la carga de la prueba en ir y venir sobre el oficio y todos los elementos clásicos siempre están en el cuadro. La corriente de quienes priorizan al oficio y lo manejan para poder, después, hacer lo que quieran. Se diferencia, a su vez, del conservadurismo de escuela, por la que pasó, en la que mantiene un pie, manteniendo el otro en sus propias formas.
Hay pintores que se esfuerzan en demostrar la manera “deforme” y pantagruélica en la que pintan, dándole a su presencia social y a sus palabras una función importante en el acabado final de lo que se ve y se sabe de ellos. Carlos Cima no, es más bien prudente y decidido. Es parte de las pintoras y pintores con ética austera, que se la pasan ante el atril o la tela pegada con cinta de papel en las paredes de su casa o tallercito. Pinta mucho y usa mucho material, pero todo se sostiene por un romance en voz baja. Pintar, así, no es otra cosa que una perseverancia con las riendas cortas para no verse tentado por las “tendencias” que explotan de acá para allá cada cinco años, al menos en las artes visuales que podemos ver en la ciudad de Buenos Aires.
Nació en 1990. Va a ser muchas muestras más, no sabemos lo que va a pasar con lo que hace, mientras tanto ya hemos visto bastante. Sus pinturas no pasan desapercibidas por lo que forman, por lo que dan de una. ¿Pero se le podría pedir cierta herejía al pintor? ¿Podría aparecer otra cosa que las identifique menos con algo, que las ponga a dar vuelta las ataduras mentales? ¿Quiere eso Cima? ¿O solo es un pintor de imágenes de limbo sin hacer una crítica de ellas?
Creo que esta muestra resalta porque el artista eligió específicamente algo elocuente, un ícono en sí. Podría haber elegido cualquier cosa de todo lo que existió. No, prefirió pensar lo que no varía nunca y a la vez no paramos de hacer variar: una santidad. La aparición de la santa congelada o desarmada o ante el espejo o en el foco de sus manos sosteniendo flores radiantes, no es más que una travesía para aceptar el amor en su faceta devocional. Una santa amante, muchas veces incómoda para la liturgia de los chupacirios. Una santa, también, para el origen del catolicismo como vía crucis y estructura de casi todo lo que hacemos hoy, incluida nuestra piedad, nuestra ascesis y nuestras penitencias; cuando no nuestros terrores. Cima no se pregunta por el papel coercitivo de estos mitos, más bien radicaliza su cariño por la celebración católica de donde viene, de donde es. Es ahí donde familia y credo se dan la mano. ¿Pero no se es también lo que no se sabe? En ese punto las obras, que son algo y salen de la nada, de la pura fascinación con el tiempo perdido, parecen tener la llave. La que puede liberar al yo de su errancia en el mundo profano o también puede encarcelarlo en la existencia ideal, la que no llega nunca.
Magdalena, de Carlos Cima, puede verse hasta el 29 de febrero en Del Valle Iberlucea 1140, CABA. Texto de sala: Julia Masaccese.