Seguramente el lector cinéfilo recordará ejemplos previos, pero es indudable que la caminata de los soldados James Apperson y Slim en medio de un bosque infestado de soldados alemanes supo construir en el imaginario cinematográfico, hace casi un siglo, una imborrable iconografía de la representación bélica en la pantalla. Luego de un extenso prólogo lleno de preparativos y excitaciones difíciles de reprimir, los soldados interpretados por John Garfield y Karl Dane en El gran desfile (1925), la exitosa producción de M.G.M. dirigida por King Vidor, se enfrentan por primera vez a la guerra real. No es aquella que imaginaban y el heroísmo –la posibilidad de que ocurra, las extrañas siluetas de su existencia– inevitablemente va acompañado por la destrucción, la muerte, la amputación, el horror. Los jóvenes caminan y alrededor suyo los compañeros de pelotón comienzan a caer como pajaritos en un desfile de cazadores. La cámara se concentra en ellos, perfectamente ubicados en el centro del cuadro, aparentemente invisibles para las balas enemigas, pero la profundidad de campo permite adivinar que ese privilegio puede extinguirse de un momento a otro. No son pocas las escenas de 1917, el más reciente largometraje del realizador británico Sam Mendes, que recuerdan ese momento del relato (relativamente) antibélico de Vidor, lanzado a mitad de camino de las dos conflagraciones mundiales. En realidad, la reluciente película –que se estrena en Argentina este jueves, luego de ganar sorpresivamente varios Globos de Oro, incluidos el de Mejor Película dramática y Mejor Dirección– retoma y reutiliza decenas y decenas de “momentos” arquetípicos del cine bélico ejecutados a lo largo de más de cien años de historia del cine. Y lo hace destilando el eje dramático en unas pocas horas, echando mano a ese dispositivo narrativo conocido aquí, gracias a la influencia de las teorías cinematográficas francesas, como plano-secuencia. Aunque, desde luego –como ocurría en ese clásico del long take forzado por las limitaciones técnicas a las reglas del montaje: Festín diabólico, de Alfred Hitchcock– 1917 está construida a partir de diversos planos rodados en diferentes días y horarios, zurcidos luego de manera secreta e incorpórea para ofrecer la impresión de una única y extensa toma (de allí surge, desde luego, la nominación a un Oscar por la edición, cuya invisibilidad no implica necesariamente inexistencia). El último Mendes podrá ser muchas cosas pero, por sobre todo, es un prodigio técnico puesto al servicio de un relato de supervivencia en medio de las líneas enemigas.
En varias instancias de Jamás llegarán a viejos, el gran documental de Peter Jackson
construido en base a imágenes reales tomadas en los frentes y retaguardias de los campos de batalla de la Gran Guerra, el espectador tiene la impresión de estar asistiendo a un viaje en el tiempo. No hay reconstrucción contemporánea, por detallistas que sean los diseñadores de arte, que pueda competir con esos retazos de vida real arrancados de sus tumbas y puestos a circular nuevamente, intervenidos artísticamente con un complejo proceso de restauración y coloreado, más el acompañamiento de una banda sonora hiperrealista. Pero Sam Mendes no pretende competir con los logros del neozelandés: lo suyo está más cerca del concepto de cine como súper espectáculo humanista y 1917 podría describirse –de manera algo simplista y un poco maliciosa– como una cruza entre Rescatando al soldado Ryan y la reciente Dunkirk
, el film dirigido por Christopher Nolan, más un dejo de aquella esencial Essential Killing del polaco Jerzy Skolimowsk
i. En otras palabras, un relato visual y sonoro impactante, decididamente inmersivo, insuflado con dosis iguales de empatía, dolor y heroísmo. En palabras del propio Mendes, entrevistado por SlashFilm, el origen de la historia tiene un componente personal y otro colectivo. El primero está relacionado con su propia familia: el film termina con una placa que homenajea a su abuelo, Alfred Mendes, veterano de esa contienda, cuyas historias y recuerdos forman parte de la genética del guion. En un plano más universal, el director de Belleza americana confiesa que sintió, “de manera muy fuerte, que luego del centenario de la guerra existía el peligro de que fuera olvidada, como si ya estuviera alejada de la memoria viviente. Y esa guerra es algo que echa una sombra enorme en nuestro país. Un poco menos en los Estados Unidos, porque no fue parte del conflicto hasta mucho después. Es la guerra por la cual los límites del continente europeo fuero redibujados, la primera guerra industrial y mecanizada. Comienza con caballos y termina con tanques y ametralladoras, y también lleva hacia (y es la causa de) la Segunda Guerra Mundial. Le dio forma a nuestro mundo”.
Recuerdos de la batalla
La historia de 1917, entendida como trama, puede describirse de manera sucinta. Al despertar de una siesta improvisada en un alto del combate –una de esas esperas engañosamente pacíficas, siempre llenas de tensión por lo que vendrá–, dos soldados británicos estacionados en el norte de Francia son llamados para recibir una orden especial, por fuera de los parámetros normales de la vida en las trincheras. El cabo Blake (Dean-Charles Chapman, inmediatamente reconocible por su papel de Tommen Baratheon en Game of Thrones y ex Billy Elliot en la puesta teatral londinense) tiene un hermano atareado en otro frente, a varios kilómetros de distancia, más allá de la “tierra de nadie” y de una trinchera alemana rigurosamente fortificada. La misión es llegar hasta ese lugar y poner sobre aviso al jefe del pelotón, el coronel Mackenzie (Benedict Cumberbatch en una aparición que califica como cameo), de que el ataque planeado meticulosamente para el día siguiente, luego de un aparente repliegue germano, no es otra cosa que una trampa mortal. La excusa para tamaña empresa, del orden de lo suicida, se explica por la falta de comunicación telegráfica luego de un sabotaje enemigo. Es el 6 de abril de 1917, según aclara una placa al comienzo, el mismo día en el cual los Estados Unidos de América se unieron a la contienda, aunque nada en el relato empuja a pensar que esa fecha tenga alguna significancia, literal o simbólica. Acompaña a Blake en el cometido el cabo Schofield (George MacKay), sobreviviente de la sangrienta Batalla del Somme, en la cual perdieron la vida más de un millón de hombres de ambos bandos. Las horas son más bien escasas y el suspenso del cronómetro descendiente se pone en marcha: los dos jóvenes deberán sortear toda clase de peligros y advertir a la superioridad de la masacre inminente antes del comienzo del avance, en horas tempranas del día siguiente. De no lograrlo en tiempo o en forma, un millar y medio de soldados británicos podrían perder la vida en vano. Blake y Schofield se levantan, comienzan a caminar y la cámara del experimentado director de fotografía Roger Deakins –veterano del cine de los hermanos Coen– los sigue en movimiento por el campo abierto y a través del laberinto de las trincheras, montada en una steadicam cuyo confort no abandonará en casi ningún momento de las dos horas de proyección (cuando lo hace, es posible imaginarla emplazada en una sofisticada grúa, a bordo de algún vehículo motorizado). El impacto técnico-visual está asegurado. La emoción y el pensamiento, o bien su ausencia, van por otro lado.
Sam Mendes confirmó en varias oportunidades que la idea del plano-secuencia “sin cortes” ya estaba presente en el origen del proyecto, aunque las primeras versiones del guion, coescrito junto a Krysty Wilson-Cairns, no incluían ninguna descripción de los movimientos o posiciones de la cámara. “Experimentamos el mundo como un plano continuo”, declaró en la mencionada entrevista, en una particular justificación del dispositivo narrativo. “El montaje se ha convertido en la gramática aceptada del cine, pero en la vida real la edición es el truco, no así el plano único. Pero rodar una única toma de manera continua es algo muy difícil de lograr. Pienso que cien años atrás, de haber tenido a disposición cámaras digitales que se pudieran sostener en la palma de una mano, se hubieran realizado películas similares a esta. Al mismo tiempo, creo que la experiencia del tiempo es diferente. En un film que observa las reglas del thriller contrarreloj de manera mucho más fuerte que en una película de guerra convencional, la presencia del paso del tiempo se siente de manera literal, como así también las dificultades físicas de la travesía y las distancias”. Y así avanzan los dos soldados, conversando sobre las bondades y amarguras de volver de franco a casa y al seno familiar, a la espera del primer obstáculo del recorrido: un búnker alemán que no pueden dejar de admirar por su factura y robustez, pero que no es otra cosa que una boca de lobo encubierta. Hay algo de Indiana Jones en esa y en otras secuencias por venir, en un film suave en términos de carnicería en pantalla, pero intenso en su búsqueda de secuencias que bien podrían formar parte de una superproducción de acción vertiginosa. Luego vendrá un avión desde la distancia, cada vez más cerca de la posición de los personajes y de la cámara, para recordarle al espectador, una vez más, que la guerra puede ser (y tantas veces lo fue) un paquete audiovisual excitante. Un logro y un claro límite de una película que hace de la espectacularidad una de sus más brillantes banderas, plantada firmemente en el teatro de operaciones.
Cuando sean hombres
Pero, ¿quiénes son esos hombres? ¿Peones de un relato de supervivencia, superación y sacrificio, a la manera del héroe clásico? ¿Seres humanos inmersos en una máquina aplanadora que los empuja a acciones físicas y emocionales que nunca realizarían en condiciones normales? ¿Creaciones de un autor que los imbuye de un nacionalismo algo vago y un heroísmo mundano que, por esa misma razón, termina siendo mucho más extraordinario que el de las sagas fantasiosas? Sam Mendes saltó a la fama con su ópera prima, la sobrevaloradísima Belleza americana, y a partir de entonces describió un camino serpenteante que lo llevó del neo noir de Camino a la perdición al drama histórico-intimista de Sólo un sueño, y de allí a dos capítulos de la saga del agente 007. En 1917 parecen querer convivir, en apretada síntesis, varios de esos Mendes: el épico y el humanista, el grandioso y el superficial, el clásico y el (técnicamente) innovador. La película, que se transformó en una de las sorpresas más inesperadas en una temporada de premios con títulos excepcionales –y que acumula diez nominaciones en los premios Oscar, incluidas las dos más importantes–, se apega a ese término medio imaginario que conjuga emoción, recreación histórica y espectacularidad que tanto parece gustarle al votante promedio de la Academia de Hollywood. Un relato a la vez compacto y vertiginoso, aparentemente ambicioso en términos narrativos y algo esquemático en su descripción de valores humanos como la hermandad, la entrega y el heroísmo. Y, desde luego, un caramelo visual que puede resultar adictivo, aunque la justificación de las elecciones formales no forme parte de la ecuación. Algo por el estilo dijo el realizador al afirmar que “cuando Blake está en problemas la cámara describe un círculo alrededor suyo. En un movimiento de cámara inmotivado, pero expresa algo que está ahí en la escena”. Hacia el final de la travesía, luego de que el fuego y el agua han ocupado la totalidad de la pantalla, cuando los disparos alemanes sonaron en todas las pistas dispuestas en el sistema de sonido, minutos después de que un travelling técnicamente prodigioso acompañe a uno de los protagonistas en un recorrido con algo de keatonesco (aunque sin humor de por medio, desde luego), Mendes cierra 1917 con un sentido de la gravedad que sólo había insinuado en algunos pasajes previos. Su homenaje a los héroes –sobrevivientes y caídos– de la Primera Guerra Mundial ha terminado y el espectador, dependiendo de preferencias, gustos y apreciaciones, podrá sentir la euforia del movimiento y la furia o el desasosiego que le sigue al reconocimiento de que, tal vez, sólo se trató de un vértigo pasajero.