El diagnóstico que ostento me lo informó un neurólogo cuando yo tenía 25 años. A lo largo de mi tormentoso vínculo con el sistema médico –que incluye burocracia, profesionales de la salud, organismos estatales y más burocracia- he tenido que escuchar descripciones levemente desalentadoras en relación a la esclerosis múltiple. Ya ese nombre puede leerse con lágrimas en los ojos: una traducción posible sería “pérdida de capacidad por todos lados”. Pero también: enfermedad desmielinizante, enfermedad autoinmune, enfermedad progresiva pero no mortal (¡qué lindo! ¡te destruye pero no te mata!), enfermedad de las mil caras (la creatividad al palo), enfermedad discapacitante, patología incurable, coso... Este discurso debería venir acompañado por una corona con el nombre del enfermo y un sentido pésame.
LAS PALABRAS NO HABLAN
De estas palabras se fueron desprendiendo ciertas formas de pensarme que, de mantenerlas, me hubieran relegado a la fosa de la víctima (bella expresión utilizada por María Galindo). Por suerte (y digo suerte para no alardear de lo que he hecho), el rol de víctima nunca me ha salido bien, al menos de manera permanente. Me incomoda estar en modo desgraciada.
Observarán que en el juego de antónimos (siempre binarios, como casi todo en este mundo) aparecen automáticamente: bueno/malo, capaz/incapaz hombre/mujer, niñe/adulte, joven/vieje, enfermo/sano… Y me detengo en esa última dupla: si mi diagnóstico dice que tengo una enfermedad, significa que no estoy sana. Y creo que todes, al saberse enfermes, buscan curarse porque la enfermedad es mala y la cura es buena. Entonces, ¿qué pasa cuando esa enfermedad mala no tiene cura buena, cuando no hay lado B, cuando la moneda tiene sólo una cara? ¿La buscás igualmente durante el resto de tu tullida vida y te sometés al designio de profesionales o curanderes y con cada tratamiento que fracasa porque seguís enferme, te autoflagelás y te convencés de que no te esforzaste lo suficiente y que te ha orinado un camello?
He pasado por eso y ha sido absolutamente desgastante e inútil, por cierto. Así que busqué otra forma de nombrarme. En mí, la esclerosis múltiple fue extraída de la lista de lo malo y pasó a la listita de las características o singularidades que tengo: ojos marrones, cinco dedos en cada mano, dos orejas, esclerosis múltiple, silla de ruedas. Claramente, si la academia, la medicina, los manuales del alumno bonaerense o el dictamen de quien fuere, sostiene que no se trata de una condición -de la que puedo sacar potencias- sino de una enfermedad -que sólo me traerá limitaciones-, no es mi problema. Yo no puedo hacerme cargo de tanta sabiduría ajena.
ETIQUETOME YO SOLA
Como he aclarado alguna otra vez, respondo sólo a dos etiquetas: torta y tullida. Las que la gente que no me conoce me quiera poner, un poco me afectan, claro, pero no lo suficiente como para que me las pegue en la frente. O sea: la etiqueta de “enferma” no la cargo, gracias. Ahora, dado que como quien no quiere la cosa, en la oración anterior acabo de introducir el tema de la lesbianitud , aclararé lo siguiente: nunca, pero nunca, lo juro por Dior, he dicho que me he sentido discriminada debido a alguna de esas dos enfermedades incurables… En mi LesboTulliWorld, la palabra discriminar no es peyorativa ni negativa. Discriminar también significa separar, diferenciar. Lo terrible no es discriminar sino sumarle a esa segregación algún valor (negativo o positivo). Ejemplo: si en un grupo de bípedes alguien, puesto a diferenciarnos, me discrimina o me distingue del resto por ser la única usuaria con silla de ruedas, no hay inconveniente. Ahora, si ejercen violencia simbólica creyendo que soy menos que ese resto y me rempujan a un rincón o me usan de mesita para apoyarme micrófonos sobre las piernas, ahí la cuestión cambia. Si piensan que por el hecho de estar tullida y seguir con vida a pesar de todo, merezco admiración: “Houston, tenemos un problema”.
¿DISCRIMINADA LO QUE?
Cuando una palabra presenta un significado polisémico, suelo renunciar a la pereza mental y busco formas de expresión más claras. Además, sostener “Me sentí discriminada” siempre ha sido una afirmación vedada para mí, porque es de las que seguro me arrastraría a la letal fosa de la víctima que mencioné antes.
En vez de eso, prefiero detallar de qué manera, aún las personas con buena intención, somos capaces de ejercer la violencia anulando a les otres. Es decir, en vez de “no me discrimines”, seguramente diré “dejá de tratarme de manera condescendiente y escuchame porque se te va a pudrir todo”.
Las palabras, muchas veces ocultan y no siempre convierten en inteligible aquello que nombran. Insisto: si dijera que me he sentido discriminada por ser lesbiana o estar tullida, les ahorraría a muches la incomodidad de tener que hacerse cargo de su propia miseria. Y, dado que intento hacerme cargo de la mía, no lo diré.