Schöneberg, el barrio gay de Berlín, le parece un lindo lugar. Hay muchos clubes de sexo a la redonda. Pero el buscador de imágenes sueña con lugares que estén alejados, que sean menos top y estén más mezclados con la geografía de la ciudad. Esos lugares se reconocen por el olor, algo en lo que colaboran las sudoraciones de quienes están y estuvieron, la falta de ventilación, y el tamaño reducido del antro. Pero lo que más lo pone en estado de ensueño es ir en busca de intimidad lejos de su lugar de residencia, ya sea de los hoteles donde se aloja o del departamento de Buenos Aires. Ese tipo de intimidad no puede ser una cosa doméstica; sexo y sedentarismo no van de la mano para él. Es más: ya se olvidó de la textura de las sábanas y de la incapacitante blandura de los colchones para enfrentarse abiertamente con los cuerpos del mundo a través de alianzas colaborativas.

Fue así que comenzó a consultar la guía gay y dio con un bar que, según los comentarios de los asistentes en el Google map, cumplía con las condiciones. Alguna que otra queja airada de algún turista ricachón le sirvió, en realidad, como motivo para acercarse Club Triebwerk. Tras combinar subterráneos, se bajó en Hermannplatzy caminó por Urbanstrabe hasta divisar el club. Las descripciones de la web eran correctas: era un antro no top.

Hay algo en su inconsciente que, no obstante a esta  altura del partido, siempre lo traiciona. En un medio donde la sociabilidad se tramita en penumbras y en silencio, se pone nervioso cuando tiene que sacar la entrada. Alucina que tienen que darle información sobre el lugar, como si allí no se desarrollaran esas transacciones sobre las que tiene notoria experiencia. Algo se debe notar en su cara, ya que muchas veces quienes lo reciben se embarcan en un discurso sobre el lugar y las reglas para la joda. Así es que el viejo que lo recibió empezó a hablar en alemán. Además de no entender nada, el forastero tiene problemas de hipoacusia. Su frente debió haberse arrugado angustiosamente porque despertó una leve sonrisa en el viejo (torso desnudo, pulsera de cuero, pantalón negro, cinturón alucinante, borcegos). Acto seguido, el viejo tomó el celular y empezó a hablarle a su telefonito. Cuando terminó, le mostró la pantalla (con su parlamento traducido al inglés) en un amable gesto de deferencia pero el forastero advirtió que había olvidado sus anteojos en el hotel. “¿Querés tragedia mayor?”, se preguntó. Para colmo, cuando se pone nervioso, aparece un zumbido en los oídos que lo distancia más aún de los sonidos de los lugares. Entonces se siente tremendamente incapacitado.

NAKED PARTY

De modo que fingió una nerviosa sonrisa de agradecimiento por la información que no recibió y (nunca necesitó), puso toda la ropa en una bolsa áspera (era noche de naked party), le estamparon el número de la bolsa en el hombro con un sello de tinta, y descendió al sótano de las delicias.

Por lo general, la intensa sensación de incomunicación pasa pocos minutos después. Y cada vez que se va de los antros hace autoanálisis y se pregunta por qué cree que le hacen falta requisitos concretos y literales para relajarse y conectarse con el lugar, cuando en realidad son innecesarios. ¿Por qué esa perentoriedad tan ridícula? El forastero no encontraba respuestas hasta que una noche fue testigo de una escena que le sirvió de parámetro para el futuro.

El subsuelo del antro era deliciosamente convencional: laberintos, zonas para enfrentamientos grupales, cabinas con puerta para dos, sofás más operativos que colchones, y una hilera de slings a la que se accedía tras pasar una pesada cortina con flecos que le hicieron recordar los viejos almacenes de la pampa húmeda. Una abertura, que si mal no recuerdo, tenía un arco de medio punto, oficiaba de puerta que dividía en dos el ambiente.

EL CENTRO DE LA REUNION

De repente, divisó un señor mayor de impactante presencia en el centro de la abertura: un setentón altísimo, fornido, de corta cabellera blanca. Mínimos y simbólicos atuendos de cuero cubrían muy poco de su cuerpo. La mayor luminosidad del otro ambiente del subsuelo se concentraba en la abertura y parecía pegar en la espalda del recién llegado. Quienes estábamos en la zona más oscura, veíamos una silueta no sólo perfecta físicamente sino también totémica: atraía tanto como retraía, daban ganas de tocar tanto como pudor. El gigante estaba detenido, luego empezó a caminar de un modo lento y especial.

De pronto el buscador de imágenes vio aparecer tras él a un muchachito muy joven, probablemente hijo de migrantes asiáticos, bajito y menudo, que calzaba unas sandalias que parecían de fraile. Llevaba dos riñoneras con nutrido cargamento y noté que tomaba al señor del brazo todo el tiempo. Éste, de tan alto que era, tenía que bajar la cabeza para decirle cosas. Susurros en los oídos. En el centro del lugar había un enorme sofá redondo que funcionaba como una vidriera estratégica, toda una tentación para que los asistentes primero se dejen ver y luego armen un magma de cuerpos anónimos. En un momento el señor le susurra algo en el oído al muchacho, quien asiente y, tomando lo que me parecieron precauciones, lo llevó al sofá y lo acomodó con delicadeza. Yo lo miraba de espaldas, la cabeza del señor estaba como fija, mirando la pared, parecía no registrar ninguno de los hermosos cuerpos que empezaron a cortejarlo con miradas incondicionales. El muchacho (que seguía parado y ahora sí estaba a la altura del viejo), seguía susurrándole cosas en el oído mientras miraba con sonrisa de sexo a varios asistentes que no paraban de volar cerca, como abejas. No tardé en darme cuenta que el viejo estaba ciego y que el muchachito le contaba festivamente toda la belleza que lo rodeaba.

En un momento (escena imborrable), cerca de 10 cuerpos esculturales estaban rodeando al totem, cuya cabeza seguía inmóvil. Todos querían estar con él. La expectativa era intensa, de él dependía el descongelamiento de la situación. El muchacho le susurró algo otra vez, pareció que el totem asintió y entonces le brindó las dos manos para que se levante. De nuevo pude ver la enorme diferencia de estatura. Juntos, a mano firme, fueron hasta la hilera de los slings. Como en una procesión, los cuerpos los siguieron. El muchacho acomodó al viejo en el sling con delicadeza, tarea nada fácil. Nuevamente se susurraron cosas y aparentemente decidieron. Dos de los diez fueron seleccionados. De las riñoneras el muchacho sacó y administró todo lo necesario para acondicionar al viejo y prevenir a los elegidos: poppers para volar, ungüentos hidráulicos, y fundas fálicas, entre otros implementos. Es más, se acercó a cada uno y susurró cosas en sus oídos. Imaginé que les daba instrucciones. El buscador pudo ver, otra vez, en vivo y en directo, la construcción de un acuerdo entre caballeros sin más ropa que la piel. Y así comenzó la sesión, en cuyo transcurso el muchacho sostenía con una mano la cabeza del totem y con la otra le acariciaba el pecho. Mientras tanto, le daba besos intermitentes y le contaba (a medida que los observaba) el estupendo desempeño de los viriles invitados. No paraba de regalarle susurros en sus oídos.

El buscador de imágenes busca escenas de este tipo. Imagina que puede juntarlas y pegarlas en un largo muro en una exposición sobre todo lo diverso que es el mundo. También las busca porque lo ayudan a pensar que la hipoacusia, en algunos lugares, más que un problema puede ser una oportunidad para pensar en otros problemas que ya sería mejor dejar a un lado.