Se trata, en esencia, de un grupo de amigos adolescentes sin grandes necesidades económicas que escuchaban música a todo volumen, se enfervorizaban tomando bebidas excitantes y salían en manada a abusar mujeres, golpear personas e, incluso, matarlas, todo ello con una extraña complicidad estatal. La Naranja Mecánica fue publicada como novela por el escritor inglés Anthony Burgess y más popularizada por la versión cinematográfica que el realizador estadounidense Stanley Kubrick estrenó en 1971. Ambos aluden al carácter animal del ser humano, a sus pulsiones más bajas y escabrosas, a su instinto de supervivencia en detrimento del prójimo y a una voracidad ascendente que, en definitiva, conducirá a la autodestrucción de la especie. Pero -como si fuera un diálogo filosófico entre dos miradas que se oponen-, la película omite la última parte del libro: el famoso “capítulo 21” según el cual el hombre expresa una metamorfosis positiva y redentora que no sólo dejó afuera el filme, sino incluso algunas re-ediciones del propio texto de Burgess. A diferencia de este, Kubrick sostiene que el humano es una basura sin ética, empatía ni moral.
Lo que sucedió en Villa Gesell con los diez rugbiers asesinando a golpes al joven Fernando Sáez Baez frente al boliche Le Brique ante un extraño entramado que parece haberse alineado (por casualidad… o no) para que esos drugos actuaran con total salvajismo y sin oposiciones parece ser una representación de La Naranja Mecánica pero en la vida real. Aunque, de fondo, emerge en este episodio que conmociona al país una diferencia que acaso encierre el nodo de esta cuestión: la delación y esa suerte de rotura del pacto de impunidad que lleva a Alex de Large a la cárcel “por culpa” de los que hasta ese entonces eran sus amigos no se representa aquí dentro de la manada de homicidas de Gesell, sino más bien en el otro elenco que quizás el devenir de la causa empiece a ubicar en un sector de protagonismo. Dicho de otro modo: la suerte de los acusados parece ya estar echada porque la carátula los ubica a todos de cara a la reclusión perpetua y hacia allí abrevan las pruebas, las denuncias, la investigación y -algo no menor- una opinión pública indignada, dolida y exigente de aquello que varios definen como “una condena ejemplificadora”.
Abundan testigos y videos que demuestran a los acusados compartiendo la acción homicida, con lo cual poco importará si entre ellos empiezan a mandarse al frente o a acusarse entre sí (algo que, de momento, tampoco está sucediendo). El asunto prosigue en todo caso en una esfera que los abogados de la familia de la víctima comienzan a deslizar pero, de momento, no se le dio la suficiente relevancia: la acción del boliche como expendedor de bebidas alcohólicas (y entonces posible instigador de la desinhibida euforia que desembocó en la golpiza letal), la responsabilidad de las fuerzas policiales en función de un operativo de seguridad que por lo visto falló y, además, el rol de la Municipalidad de Villa Gesell como contralor. Lo explicó el abogado Fabián Améndola (del estudio de Fernando Burlando que patrocina a los padres del joven Báez Sosa) en una interesante entrevista a Crónica TV. Todo dependerá, claro, de como avance de la causa, de qué pruebas se obtengan o se aporten y, por supuesto, de cuánta voluntad exista para ampliar la perspectiva sobre la trama que propició el homicidio. Aunque de entrada ya se observan primeros movimientos: luego de varios días de prudente silencio, algunos medios locales dan a entender que el intendente de Gesell exige la remoción del comisario en cuya jurisdicción se encontraba Le Brique, mientras que el boliche fue clausurado tras un operativo promovido por el ministro de Sergio Berni, quien como Ministro de Seguridad bonaerense salió públicamente a defender el accionar policial. Ambas son reacciones que muestran el natural espíritu de cuerpo de quienes está al frente de organismos que buscan empatizar pero, en un punto, encontrarán diferencias y deberán resolverlas.
Ante una familia desgarrada y aturdida por un hecho que difícilmente se pueda internalizar (tal como le ocurre al personaje Frank Alexander en La Naranja Mecánica), aparece también la ciudad de Villa Gesell a través de una sociedad que se divide básicamente entre quienes se solidarizan con los padres de Fernando y ejercen una proyección empática, y por otro lado quienes temen en verdad por la mala imagen que de su ciudad se está proyectando.
En el primer grupo aparece Gabriela Covelli, una abogada geselina que organizó el lunes por la noche una sentada frente al boliche con una convocatoria masiva que marcó un quiebre en lo que hasta ese entonces era un extraño silencio tanto del municipio como de Le Brique. A Gabriela no hace falta que le expliquen lo que significa perder un hijo en una circunstancia que hubiese podido evitarse: el suyo falleció hace dos años por mala praxis en un hospital de Pinamar. La reacción popular fue tan conmovedora que tanto el boliche como la Municipalidad no tuvieron otra opción que declarar sendos duelos, sobre todo cuando notaron que todo el país estaba hablando de ello.
En el segundo grupo, en cambio, figuran quienes creen que la impresionante resonancia que tuvo el caso (tendencia en Twitter al día de la fecha y en boca de todos) responde a un interés premeditado por urdir una campaña en contra de Villa Gesell. Todos sabemos hay medios y medios, intereses y desintereses, pero solo un necio puede sostener que exista una confabulación conspiranoica para atentar contra una ciudad que en el verano más concurrido de los últimos años fue noticia porque se desmoronaron tres balcones, jóvenes se tiraban botellas en la playa, otras manadas atacaban a pibes y, como si esto no bastara, un camión recolector de residuos llenó de humo a veraneantes que gritaban indignados (en una escena ya no propia de La Naranja Mecánica sino más bien de cualquier película de los hermanos Marx). “Esto pudo haber pasado en cualquier ciudad”, sostienen muchos. Sí: pero pasó ahí.
Quizás una de las apuestas más audaces y menos previsibles del actual presidente Alberto Fernández a la hora de conformar su gabinete haya sido el nombramiento al frente del Ministerio de Seguridad de alguien que no es policía o militar, sino en verdad antopróloga. Esto sugiere, en principio, un marco teórico más amplio para entender problemas compuestos por complejidades mucho mayores, y ciertamente más difíciles de resolver que tan solo llenando las calle de policías, atestando los lugares de controles espasmódicos o proponiendo una política del ojo-por-ojo para remediar un dolor que, otras circunstancias, bien pudiese haber evitado. Un buen atajo para resolver una encrucijada capciosa es atacar la multicausalidad del problema. Sino todo queda como cantaron Los Violadores en el estribillo de “1,2, Ultraviolento”, canción inspirada en La Naranja Mecánica: “¿Y ahora que pasará? Nos quieren transformar… ¡no lo lograrán!”.
Todos los procesos y gestiones se analizan recién con el tiempo, pero hay señales que por sí mismas señalan caminos. Quizás entendiendo la profundidad de las tramas y evitando reduccionismos expiatorios (la-culpa-de como un prefijo para encontrar un motivo a mano cuando en verdad son varios) se podrá alcanzar algo mejor que el “tratamiento Ludovico”: esa técnica que La Naranja Mecánica exhibe como solución pero, en el fondo, resulta ser una trampa para sacarse el problema de encima y dejarnos saciados de justicia, pero permitir que el humano siga siendo lobo de sí mismo.