Quienes hayan pasado los 30 y estén rumbeando peligrosamente hacia los 40 quizás se acuerden que hubo un tiempo –cuando eran adolescentes, pongamos muy a fines de los ‘90– en que los recitales de rock eran patrimonio de los jóvenes. Podía haber algún que otro forastero cuarentón mezclado en el público, pero se notaba enseguida y la suposición inmediata era que estaba acompañando de mala gana a alguno de sus pibes. Sin hacerse el empírico, pero poniéndole garra, se podría aventurar que durante la última década se dio un ensanchamiento de los bordes de la cultura joven, al menos en el terreno del rock independiente.
Hoy es muy común ver en recitales de grupos como El mató a un policía motorizado o Mi Amigo Invencible a gente que pasa con ganas los 35 y no por eso está acompañando a ningún chiquilín. A cierta edad, hasta queda bien, en un círculo medianamente progre-hinchapelotas, decir que a uno le gustan las bandas de esa generación indie, casi como un carné de pertenencia descascarado a ese supuesto “universo joven”, porque ya esa muchachada tampoco es tan juvenil a esta altura del partido.
Pero si la banda platense y esa camada lograron que un público de hasta 40 o más se supiera sus canciones y las cantara con orgullo quinceañero, el freestyle y las batallas de gallos, con Wos a la cabeza, siguió ampliando aún más el margen. Alcanza con revisar las fotos del público del último Luna Park que hizo el canguro rapero para distinguir las franjas etarias mezcladas en una tremenda maroma multitarget. Y así también los festivales de los últimos tiempos, de Cosquín Rock a Lollapalooza, funcionaron de territorio para que distintas generaciones trazaran su propio mapa de la música actual.
También es cierto que, gracias a la explosión de las plataformas digitales durante la última década, el mundo de la música alcanzó un cariz de disponibilidad absoluta. Y eso también agrandó el espectro de consumos musicales ATP. Hace diez años todavía podía funcionar el morbo de irse bien temprano a Parque Rivadavia a comprar un álbum inédito de Herbie Hancock, sabiendo que podía costar tres veces más que en una disquería de Londres. Ahora nadie tiene que hacer malabares para conseguir música –“la muerte de la curiosidad”, la llamarán algunos– y la idea de comprarla ni siquiera tiene sentido. A lo sumo, se paga el ticket para un concierto y hasta ahí llega el amor.
Esa autopista liberada, que en fracción de minutos permite escuchar un tema de Duki, el último disco de Hancock o la canción Fósil de Mi amigo Invencible también borroneó los contornos etarios: todos escuchan todo y van al recital de la banda que les gusta. Ya no importa si, como dice El Mató en El mundo extraño, “todo el mundo es más joven que yo”.