Uno podría preguntarse, al leer este libro, empezando por su título: ¿dónde queda el fin del mundo? Su autora, Nora Strejilevich, va relatando su viaje por el mundo que no es otra cosa que un viaje por los vericuetos de su vida, en donde lo que uno lleva, lo lleva puesto.
El fin del mundo “¿quedará en Pampa y la vía?”, se pregunta. Y nos cuenta que ahí, en esa esquina, quedó parada. “El resto había que inventarlo”, agrega. Y sí, siempre se trata de una invención. Reinventarse, incluso, como lo hace ella en estas páginas. ¿No es eso, en última instancia, la escritura? Y la vida. Aun cuando se escribe sobre vivencias propias, porque los originales están perdidos.
Nora aborda la tragedia de la desaparición con un lenguaje poético. Pero ¿cómo? Si no hay poesía después de Auschwitz, dijo Adorno, metaforizando lo indecible del horror. Y en ese acto lo hace posible, dando cuenta de los efectos de la desaparición, cuando cual plomada en el discurso se acaba la poesía. Y hasta un León –su padre-, puede perder el interés por la vida, tomada -toda ella-, por una herida lacerante e infinita. “Te llevaste tantas palabras”, le escribe a su progenitor a manera de epitafio de una tumba sin flores de la que ella nada quiere saber.
La muerte no tiene inscripción Nora, de ahí los ritos. Y ellos y ellas, siempre se llevan consigo una parte nuestra. En todo caso, se puede elegir no llevar flores ni saber la ubicación de la tumba en el cementerio, solamente cuando hay tumba para destino de esas flores.
Entonces, en esa vida que nos describe rota, en ese pronóstico de gloria que finalmente falla, ella misma contesta de antemano el interrogante que enuncia después: “¿Qué pasa cuando no se puede, cuando se pierde el sentido?”. Hay que inventarlo. Reescribir las pisadas. Porque mientras uno se formule la pregunta está buscando la respuesta. En consecuencia, algo del orden del deseo sigue en pie.
Y Nora lo hace con una herramienta privilegiada: la escritura, su oficio; la literatura, su arte.
Por eso, en su recorrido por las calles allá por el fin del mundo, las fachadas de las casas son huérfanas, porque así es, en última instancia, la condición humana. Ésa de “doble faz”, con “su lado diáfano y su lado oscuro”, aclara entre paréntesis.
Y entonces, hace rodeos en su ruta al sur, porque por momentos tal vez casi sin darse cuenta confiesa querer que la trague la tierra, pero la tierra ya la tragó una vez y en los sótanos del centro clandestino de c
etención llamado “Club Atlético”, supo a “tragedia humana”. Se volvió entonces invisible debajo de “un muro –describe-, que se le cayó encima y no puede levantarlo ni levantarse”. “Me duelen las escenas que siempre vuelven en muda procesión a la misma celda oscura”, confiesa. Y por eso inventó un artilugio privilegiado para estar a “salvo de inenarrables historias para no ser contadas”, a través del cual, precisamente, nos las cuenta.
“¿Y si se hace de noche?”, se interroga por ahí en una de esas páginas en las que el cielo oscurece. Esa noche, Nora, es para nosotras “la furia de las mareas rebotando contra muros de piedra”. Mientras tanto, en el encuentro con esa “presencia plana” de las fotos, portada esa pancarta en manifestación por quienes sin haberlo conocido lo abrazaron, te encontrás con la imagen de tu hermano Gerardo, desaparecido (y la de Graciela, su compañera y las de tus primos Hugo y Abel), y sostenés, en sus rostros congelados en el tiempo, esos afectos de mirada joven.
Nora nos habla en el libro también de Sara, su madre. Y sí, la muerte de una madre, es un poco como perder el mundo. Es como una “geografía de distancias” que, como lo detalla, se agiganta en esa ausencia de “utensilios sin horizonte”. La pérdida de una madre, Norita, desempolva las cartas que, a manera de alimento, curaban las lejanías. “Esas letras que te acercan a ella”, que dobladas viajan en tu bolsillo. “¿Podés prender la luz?”, te pedía, en una demanda que interpretabas iba mucho más allá de un cuarto iluminado. Está prendida… Para siempre. ¿Sabés dónde? En ese pesimismo que maquillabas para no contagiarla. En tus indestructibles ganas de reír. Por eso la volviste inmortal en vos, mientras dure.
Se fue Sarita… A Gerardo se lo llevaron las sombras del terror. Y al León “se le enfermó la voluntad”. ¿Y Norita? Se desconocía su paradero pero reapareció en “las costuras” de su escritura, remendándose, “en retazos con punto atrás”, en la “gramática de ecos” y puntos suspensivos que habrán de acompañarla, adonde vaya. Y por eso reescribe, todo el tiempo el guión, para no abandonarse al dolor, según señalaba el mandato materno.
La vida es un “movimiento de pérdida y de búsqueda”, nos explica, para agregar también que “heredamos hilachas de escenas, ficciones sin saber que somos escritos por ellas”.
Recomiendo profundamente sumergirse en las páginas de Un día, allá por el fin del mundo. Por eso estas líneas tomando prestadas las palabras de Nora, parafraseándola. Porque son palabras que danzan alrededor nuestro, palabras por momentos alegres y sonoras, que dejan “el espanto colgado del perchero” y por momentos tristes y dolorosas. Palabras que “se asustan y se achican” y palabras que, bajando estridentes por el ascensor, “reirán (orondas) a carcajadas por los siglos de los siglos”. Palabras que “marcan territorio” en un cielo con efectos especiales; y palabras que cuando dan la espalda señalan un nuevo destino -y “una no quiere irse de un lugar donde hasta la luz (que se refleja en las pupilas) tiene sentido”-. Palabras que, en su escritura, nos convocan a esa cita: ¿Dónde? ¿Cuándo? Un día, allá por el fin del mundo o, como vos preferís: acá en cualquier parte, balanceándote con la brisa como si bailaras, volviendo del futuro y remontando tu vuelo al atardecer.
*Adaptación
del texto de presentación del libro Un
día, allá por el fin del mundo, de Nora Strejilevich.