El niño Mauricio Kagel había nacido un 24 de diciembre y estaba cansado de que, en la escuela y en las casas de sus compañeritos, le dijeran que su cumpleaños era lo menos importante del día de su cumpleaños. El niño Mauricio Kagel era judío y la escuela a la que asistía era pública y laica, pero todos sus compañeritos eran católicos. Finalmente encaró a su madre y le preguntó: “¿Qué más pasó el día que nací?”. La madre le contestó: “No recuerdo, hijo. No se suele leer el diario en la sala de parto”. No es que Mamá Kagel fuese una desamorada con su hijo. Todo lo contrario: lo adoraba. Y el papá también. La casa de los Kagel rebalsaba de libros y revistas viejas, porque papá Kagel fue toda su vida un lector impenitente, pero Mamá Kagel se las arregló para que también entrara un piano en la casa, y después un violoncelo, y después profesores particulares de ambos instrumentos para su hijo. Quería que el niño se fuera inclinando naturalmente al instrumento con el que tuviera mayor empatía, en lugar de enviar al pequeño Kagel al conservatorio, y que allá eligieran por él.
Hubo un arpa también, después de que Mamá Kagel viera una en la vidriera de la Casa Ricordi, un día en que paseaba por la calle Florida con su hijo. La madre se frenó en seco y convenció a los empujones al pequeño Mauricio para que se colara en la vidriera y “sintiera” el instrumento en sus manos. Es una escena sin par: el niño flequilludo y encorbatado acunando un arpa en la vidriera de Ricordi, contemplado desde la calle Florida por su madre con absoluto embeleso. Algo vio el niño Kagel en los ojos de su madre en ese momento, que hizo completamente anecdótico el hecho de que abandonara las lecciones de arpa a los pocos meses y después dejara el violoncelo y más tarde el piano y al final también el país, para irse a Alemania a inventar una nueva especie de música.
Mauricio Kagel fue un argentino de extramuros, uno de los tantos que se van a hacer afuera lo que no pueden hacer acá, y lo logran, y después se pasan la vida atónitos de que acá no les den ni pelota. Sin embargo, su caso tiene final feliz: dos años antes de su muerte, el Colón le dedicó una Semana Kagel y lo hicieron Ciudadano Ilustre de la Ciudad, y cómo no iban a hacerlo ilustre si el tipo acababa de darle un momento inmortal a Buenos Aires. Me explico: la Semana Kagel coronaba con la ejecución de una gloriosa pieza musical para 111 ciclistas, titulada Una brisa, que consistía en lo siguiente: la concurrencia debía salir al foyer del Colón, a la entrada “linda” del teatro, la de la calle Libertad, y por ahí pasaban 111 ciclistas en compacto contingente, unos silbando, otros entonando una vocal o una consonante, otros haciendo sonar rítmicamente el timbre de sus bocinas. Habían cortado la calle, se había juntado una multitud. El espectáculo duró menos de un minuto, pero las caras de los ciclistas, y las del público del Colón, y las de los transeúntes curiosos, y hasta las de los camarógrafos de la tele y de los policías que cortaban el tránsito, eran una y la misma. Si me permiten un símil delirante, fue como si Kagel hubiera logrado proyectar en el cielo nocturno de Buenos Aires la expresión que vio en la cara de su madre aquel día desde la vidriera de Ricordi.
Me faltó agregar que, en la partitura de la pieza, Kagel explica que la alegría de los ciclistas se debe a que son músicos a quienes se ha otorgado una sala de concierto largamente prometida y hacia allá marchan pedaleando. Pero los músicos no saben, aclara Kagel en una cáustica nota final, que las mejores butacas para el concierto de apertura “han sido concedidas a los políticos de la ciudad que han obstaculizado el proyecto una y otra vez”. Así era el humor de Kagel: realista ante todo, según sus propias palabras.
Otro ejemplo: en el infausto año 1978, Kagel estrenó en Alemania una pieza radiofónica llamada El tribuno, escrita “para orador político y altavoces”. El orador entonaba estentóreamente, a lo largo de la pieza: “¡Somos una nación de fronteras abiertas! ¡Sin fronteras no hay nación! ¡Hemos creado la policía para preservar la dicha! ¡No hay quien no se sienta libre entre nosotros! ¡La policía somos todos!”. Kagel decía que componer no sirve para nada si los compositores no tienen la fuerza de ser absolutamente francos en sus composiciones.
Con la electrónica de los años ’50, se creyó que los sonidos sinusoidales y las máquinas habían abierto las puertas de un universo sonoro ilimitado en el mundo de la música, pero con el tiempo resultó que esos sonidos electrónicos se desgastaban mucho más rápido que el anticuado tañido de una flauta. Kagel decía a sus colegas hiperintelectuales que no había que tenerle miedo a la armonía tradicional. Decía que el arte de lo acústico debía ser tan sutil que permitiera oír el estornudo de las moscas. Decía que la enfermedad de la sociedad es la sociedad misma, que trata de curarse por medios que enferman. Decía que había que aprender a vivir acústicamente.
Una vez escribió un libro en el que se preguntaba por qué escriben libros los compositores. ¿La música no les es suficiente? Y se contestaba: “Jamás he pretendido ser escritor. Lo que he intentado formular en palabras lo hice porque era imposible hacerlo por medio de notas. La música es un vaso comunicante políglota, pero ambiguo. Como decía Valery, la palabra tiene la última palabra”. Lo notable es que todo lo que escribió Kagel en su vida lo escribió en alemán. Él decía que expresarse en una lengua que no dominaba del todo le evitaba la tentación de la floritura intelectual: lo obligaba sin remedio a la síntesis, a la precisión. Hasta el fin de sus días habló alemán como un inmigrante y su argentino hablado tenía rotundos ecos teutones. Se pasó la vida teniendo que contestar si era alemán o argentino. Terminó diciendo que era judío. Personalmente creo que debería haber dicho: judío de Buenos Aires, de las librerías y bares y cines y disquerías de la calle Corrientes de los años ’50, porque eso es lo que fue Mauricio Kagel toda su vida.
Sesenta años después de su nacimiento, hizo una cantata sobre su cumpleaños. La tituló 24 de diciembre de 1931 y la subtituló “noticias truncas para barítono e instrumentos”. Consistía en la lectura de todas las noticias aparecidas en los diarios el día en que nació. La última de las noticias leídas en la obra informaba que las campanas de todas las iglesias del continente americano habían sido sincronizadas con las de Jerusalén, para anunciar juntas la Navidad de norte a sur. Kagel agrega en las notas anexas a su partitura que, en un mundo perfecto, su obra debería culminar al son de las campanadas desenfrenadas que se oyeron aquel día de una punta a la otra del continente americano, no importa la hora que fuera en cada lugar. Uno se imagina que eran las cinco de la mañana en Buenos Aires y que, cuando las campanas callaron, un anónimo bebé recién nacido oyó por primera vez en su vida el sonido que hacen las moscas cuando estornudan.