El asesinato de Fernando Báez Sosa a manos de once rugbiers alertó sobre los riesgos que implica la masculinidad hegemónica. Ante lo irreparable del hecho, importa pensar en lo que se debe transformar.
La frase de Aristóteles “el todo es más que la suma de las partes” aplica no sólo al “efecto-patota”, sino también a las relaciones de poder. Las manifestaciones de violencia no son exclusivas de determinados sujetos (aunque su responsabilización es inobjetable), sino una cualidad ligada a condiciones materiales, simbólicas y sociales, con importantes consecuencias personales. Se habla de la “cultura rugbier” no tanto por la técnica deportiva y sus reglas, sino por sus prácticas clandestinas: rituales de iniciación, humillaciones y formas de avergonzar, denunciadas por varios testimonios. Violencias que son una búsqueda feroz de reconocimiento y jerarquía al interior de los grupos, que predispone a actos intimidatorios. La necesidad de filiación grupal permite entender la complicidad e inacción de muchos testigos.
Pero la violencia no es una subcultura. Los artículos del investigador Juan Branz evidenciaron el mandato social que dispone a los varones a exhibir prácticas viriles para garantizar cierto estatus. Estatus que aquí corresponde a la supremacía de un género, de una cultura blanca y de una clase social.
Desde el psicoanálisis se agrega la idea de que los varones, al ser subjetivados para el ejercicio del poder de dominio, crean mecanismos identificatorios entre pares. Así, ubican a ciertos individuos en la condición de semejantes, o sea, de sujetos incluidos en un mismo estatus, mientras inferiorizan otras identidades. Ello configura un “doble estándar ético”, como lo denominó Silvia Bleichmar, donde solo los pares son destinatarios de los “valores” pregonados. Mucho se ha hablado de los valores del rugby, revelando a su vez su carácter excluyente: los pares son objeto de admiración, respeto y protección, pero las identidades subalternas pueden ser objeto de aniquilación. Así, la violencia es efecto de la pérdida de igualdad para el conjunto.
Los varones, al ser subjetivados como “sujetos en más” -más permisos, más privilegios y más prerrogativas- no aprenden a cuidarse a sí mismos y a los otros/as. Las prácticas de cuidado o prudencia no son varoniles, en el deber de “evacuar” de sí todo aquello que evoque a la pasividad y a la femineidad.
Lo contradictorio es la precariedad de las identidades masculinas que, en el ejercicio de la hegemonía, buscan reconocimiento a través de “pruebas” de virilidad constantes y nunca suficientes. Ante ello, los varones no son víctimas del patriarcado sino que sufren el costo por la supremacía en el mismo, o bien, padecen la masculinidad hegemónica.
Las violencias sólo pueden entenderse en el marco de procesos de fragmentación, descivilización y profundas desigualdades. La anulación de las relaciones intersubjetivas es el efecto más fuerte del modelo neoliberal en este capitalismo tardío.
Ello se evidencia en algunas aristas del asesinato en Villa Gesell. El problema no fue el alcohol, sino el consumo problemático de una de las pocas drogas legales en Argentina, cuya impunidad depende del costo que se pueda pagar. El problema tampoco fue el rugby, sino su apropiación cultural por parte de las clases dominantes, al secularizarlo como deporte de élite. Así, su reapropiación por parte de mujeres, colectivos disidentes y otros agentes comunitarios es una tarea democratizadora.
La respuesta defensiva de la Unión Argentina de Rugby expresó la incapacidad de interrogarse a sí misma. Porque las violencias no son ajenas a las instituciones, como si el contexto social invadiera “la acción civilizadora” del deporte moderno. En la medida en que la complejidad de los problemas de violencia torna más difusas las fronteras entre “el adentro y el afuera”, las instituciones actúan como variable interviniente de lo que acontece entre sus participantes.
Urge problematizar los vínculos de las violencias con el proyecto deportivo moderno, construido a imagen y semejanza de lo masculino. La personalización de la competencia, la falta de propuestas inclusivas, la constitución de los cuerpos para la hegemonía, ameritan ser cuestionadas. No se trata de “educar en valores” -en una matriz es excluyente- sino de fomentar prácticas de reconocimiento para una ética del semejante, que se traduce en no hacerle al otro/a, lo que no quisiéramos que nos hagan. No se trata de abstenerse de la violencia por miedo al castigo, sino por un horizonte ético compartido.
La tarea de quienes enseñan no consiste en “poner cotos” a la violencia, sino en construir sujetos capaces de definir los límites de la propia violencia y articular su individualidad con el conjunto. La incorporación de la perspectiva de género, desde una óptica decolonial e inclusiva, aporta a la constitución de sujetos éticos.
* Psicóloga, docente e investigadora UBA.