Por sus ribetes casi filosóficos, las neurociencias constituyen una frontera de conocimiento y una de las áreas más importantes que, en este siglo XXI, la ciencia debe explicar. Hacia allí fue Enzo Tagliazucchi, que tiene 33 años y aunque de chico se apasionaba con las computadoras, estudió física porque también se llevaba bárbaro con los números y las matemáticas. Temprano, advirtió que en el cerebro se jugaban todos los esfuerzos del ser humano por comprender el mundo que lo rodeaba y se estacionó en el análisis de la conciencia y sus estados. Primero, decidió estudiar qué ocurría cuando las personas dormían, luego qué pasaba cuando se encontraban bajo anestesia y más tarde decidió examinar de qué manera los psicodélicos aumentaban la conectividad y tendían a integrar regiones cerebrales disociadas.
Ahora, como investigador adjunto de Conicet (en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA) se concentra en comprender los efectos de drogas como el LSD, el MDMA (conocido como éxtasis), la psilocibina (que poseen algunos hongos como los cucumelos) y el DMT (compuesto activo de la ayahuasca), entre otras. Además, es profesor en la Universidad Nacional de San Martín, donde acaba de inaugurar el Laboratorio de Conciencia, Cultura y Complejidad.
–Usted es físico. Y luego su formación se enfocó en las neurociencias. ¿Cómo se produjo esa transición?
–Tuvo mucho que ver la lectura del libro El Universo de la conciencia, de Gerard Edelman y Giulio Tononi. El texto me permitió advertir que los problemas más significativos se vinculaban de modo directo con el estudio del cerebro. Y hacia allá fui. Conseguí una beca doctoral en Frankfurt (Alemania) –en el Instituto Max Planck de investigación cerebral– y opté por estudiar el sueño en los seres humanos.
–¿Y qué investigó?
–Me centré en aquella fase del sueño que se caracteriza por la ausencia de uno mismo, que se traduce en un estado de pérdida de conciencia. Utilizábamos resonancia magnética funcional combinada con encefalografía para conocer en qué estado se encontraban las personas y realizábamos los experimentos. También me interesaba conocer qué ocurría con los individuos que se encontraban bajo el afecto de la anestesia. En ambos casos, quería comprender de qué manera el cerebro contaba con la posibilidad de experimentar distintos estados de conciencia.
–De ahí la conexión con sus estudios sobre psicodélicos. ¿Qué ocurre con la conciencia cuando un individuo los consume?
–Conducen a un estado de conciencia alterada. Me refiero al LSD, a la psilocibina, la mescalina. Algunas de las características de este tipo de drogas es que con una dosis normal, el consumidor siente una distorsión de la percepción pero no pierde la noción de que efectivamente se halla bajo la influencia de una droga.
–¿Por qué este tipo de sustancias son consideradas “antiadictivas”?
–En principio, porque promueven experiencias intensas que pueden despertar curiosidad y placer, pero no generan una necesidad de consumo al día siguiente. De hecho, es muy común que las personas que prueban este tipo de psicodélicos lo hagan una sola vez en su vida.
–¿Y si la experiencia que el individuo tuvo fue buena y siente ganas de repetirla?
–En ese caso se incrementaría la tolerancia. Quien comience a consumir con frecuencia aumentará las dosis para buscar más efectos y se encontrará con una droga que, a nivel fisiológico, es extremadamente segura. En la historia, jamás se ha registrado una sola muerte por sobredosis de LSD.
–Sin embargo, en algunos casos las personas tienen lo que en la jerga se conoce como “mal viaje”.
–Sí, claro. En esos casos, se dispara una experiencia cargada de ansiedad, falta de control y reiteradas percepciones visuales que generen miedo. Se trata de una parte del proceso psicodélico sobre el cual se puede reflexionar. Por otra parte, el consumo varía de acuerdo a las características de las personas. Por ejemplo, un individuo diagnosticado con psicosis o esquizofrenia no debe consumir.
–¿Qué investigó en concreto? Sus trabajos describen conceptos como “sinestesia”, “conectividad cerebral” y “redes”.
–Sí. Podría explicarlo así. Cada cerebro tiene receptores y el LSD tiene afinidad con los de serotonina. Con la droga, aumenta la conectividad de las redes cerebrales y ocurre, por ejemplo, que el módulo que procesa información auditiva se integra con el que se encarga de la información visual, y de repente, un sonido puede generar una imagen. Esto se vincula con el concepto de sinestesia de los sentidos. Por otro lado, cuando la red del cerebro que analiza la conciencia de uno mismo se “sobreconecta” con la red que percibe el mundo exterior a partir de los sentidos, se produce la pérdida del límite que separa la conciencia del cuerpo en relación al exterior.
–Y se “diluye el ego”…
–Sí. La persona comienza a sentir que no hay límites y que todo lo abarca, que de alguna manera: “pertenece al mundo”.
–¿Cómo realiza sus experimentos?
–En primer lugar, se interroga a las personas de manera exhaustiva sobre su salud, sus adicciones, embarazos y toda clase de datos personales. Luego, los individuos ingresan a un resonador nuclear y participan de dos sesiones: una en la que reciben un placebo y la siguiente en la que consumen una dosis considerable de sustancia. Mientras, un escáner registra factores de interés como la intensidad de las percepciones visuales, las alteraciones emocionales y la disolución del ego. En la etapa final, completan una segunda serie de experimentos y, por último, llenan otro cuestionario larguísimo donde narran sus experiencias. Las sensaciones se compilan, analizan y se ponen a la luz de la teoría.
–Leí que los psicodélicos son estudiados por sus potenciales usos terapéuticos. En este sentido, ¿cómo operaría el LSD?
–Al LSD no se lo tiene tan en cuenta por el estigma social del que aún no logra desmarcarse, pero lo que sí comenzó a utilizarse es la psilocibina. En 2008, en la Universidad de Los Ángeles, fue probada para aliviar a pacientes con cáncer terminal y se obtuvieron muy buenos resultados. Conversé con uno de ellos que me comentó cómo le había servido el consumo para su experiencia de trascender el cuerpo, en la medida en que reconfortaba sus niveles de ansiedad ante la posibilidad de una muerte inminente.
–¿Cómo actúan los psicodélicos en el cerebro para que puedan funcionar como agentes terapéuticos?
–Aquellos estudios sostienen que la psilocibina quita a los pacientes del estado mental en el que se encuentran; les permiten despegarse de los problemas y reflexionar sobre su situación desde otra perspectiva. Sin embargo, lo que está más avanzado en el campo de la utilización de drogas como agentes terapéuticos es el éxtasis (MDMA).
–¿Por qué?
–Cuando una persona consume su variante “pura” (que no se comercializa en el mercado negro) coloca al individuo en un estado de bienestar y empatía. Así, se convierte en la herramienta ideal para la terapia en el tratamiento de personas con estrés postraumático. Individuos que, por ejemplo, fueron a la guerra y que no pueden compartir los acontecimientos que vivieron ni siquiera con sus familiares más cercanos. El éxtasis, por sus características, estimula la socialización y la comunicación de los recuerdos. A nivel mundial, hay muchos laboratorios que avanzan en este sentido.
–¿Qué piensa acerca de las “drogas de diseño”?
–Que tienen mala reputación y es bien merecida. Son productos que se obtienen a partir de la síntesis de reactivos que se utilizan para reemplazar drogas con efectos similares, pero que, por supuesto, no cuentan con la supervisión de ningún profesional.
–Es muy común con el éxtasis...
–Sí, en la tragedia de Time Warp se encontró PMMA (una variante más tóxica y con efectos más retardados que la anterior) en las pastillas que los jóvenes consumieron. Algo similar ocurre con el LSD. Cuando se adquieren las drogas en el mercado negro las posibilidades de adquirir compuestos sustitutos y tóxicos es muy alta. En general, son sustancias que, tal vez, comparten algunas de las características del LSD “puro”, pero causan otros efectos bien distintos como el aumento de la presión cardíaca, la alteración de la respiración y pueden conducir a la muerte (como el “NBOMe”).
–Es central, entonces, conocer los componentes del producto que se consume.
–Por supuesto. Pienso que las drogas de diseño son un efecto de la guerra contra las drogas. La cantidad de combinaciones y permutaciones que se pueden componer es astronómica. Y esto no es culpa de nadie, son las normas de la química orgánica y el modo en que funciona el cerebro. Sería como combatir las leyes de la naturaleza. Se puede prohibir la proliferación de este tipo de sustancias en el mercado, pero en mi opinión, la mejor manera es permitir que aquellas drogas “clásicas” –es decir, las que tenemos bien estudiadas y sabemos cómo actúan en los cuerpos– se consuman en un marco legal y regulado.
–¿Piensa que los médicos deberían recetar LSD?
–Desde mi perspectiva, cualquier persona debería estar en condiciones de dirigirse a un psiquiatra y explicar que uno desea probar la droga. Eso llevaría a una evaluación extensiva por parte del profesional que se dedicaría a estudiar las condiciones de posibilidad y los potenciales efectos. El último paso sería una receta para consumir el psicodélico. Así, cada uno de los pasos estaría supervisado, sobre todo, los componentes de la sustancia que se suministra y consume.
–El interrogante de siempre: ¿la legalización incrementa el consumo?
–Podría aumentar o mantenerse, pero en definitiva ese no es el problema. El punto reside en controlar y reflexionar acerca de lo que se consume. Lo que se conoce como LSD “puro” no tiene nada que ver con otro tipo de sustitutos que se venden en el mercado negro bajo el mismo rótulo. Lo mismo ocurre con otro tipo de drogas como la cocaína, en relación a sus subproductos: el “paco” y el “crack”. El inconveniente que se desprende de aquí es que en las sociedades actuales a los adictos se los excluye del sistema. Sin embargo, la mejor manera de supervisar sus consumos es partir de médicos y otros especialistas. El Estado debería intervenir. Sé que es bastante radical lo que planteo.