Se ha incrementado en las últimas décadas de modo exponencial el vínculo entre periodismo, información y mentira. Le han puesto diferentes nombres cada vez más sofisticados, como si el sólo nombrar conjurara sus efectos. Son las “fake news”, los “ deepfakes”, etc. Algunos dirán que mentiras hubo siempre con lo cual obturan cualquier posibilidad de indagación particular sobre la escena mediática actual. Me interesó indagar especialmente qué lugar ocupa la verdad para la mayoría de los periodistas hoy. ¿Les importa profundamente? Lamentablemente las respuestas no son alentadoras aunque la investigación está aún en proceso. Esto me llevó a revisar aspectos de la formación de los comunicadores. Hace poco más de treinta años junto con un grupo de investigadores, periodistas, educadoras, creábamos en la Universidad de Buenos Aires la carrera de Ciencias de la Comunicación, disciplina que ya tenía tradición en otras Universidades como la de La Plata. Desde entonces hasta la actualidad participé en más de veinte elaboraciones o evaluaciones de planes del estudio dedicados al Periodismo. Una de las primeras investigaciones que habíamos hecho en la UBA era sobre “La formación de los periodistas”, preocupada entonces por cómo incluir en la educación formal a profesionales que se habían capacitado en redacciones o bien en la vida misma, con carreras universitarias truncas pero con enorme voluntad de informar, ser periodistas. Desde entonces las carreras de Comunicación y de Periodismo se multiplicaron y no sólo a nivel universitario, también en institutos terciarios. Era evidente que cubrían un área de vacancia importante.¿Qué podemos decir luego de tres décadas de modo más o menos desapasionado?
Efectivamente se han formado con calidad y amplitud de miras una cantidad grande de profesionales, investigadores, trabajadores de la cultura. Entre los temas dominantes figuraban la organización discursiva de las argumentaciones, las transformaciones tecnológicas y su impacto en las subjetividades, las políticas de comunicación, las legislaciones. La sola tematización de cómo los medios afectan la totalidad de la vida constituyó un aporte significativo de Comunicación a las Ciencias Sociales. Sin embargo, desde la mirada en lejanía encuentro una opacidad, y hasta una especie de agujero de ozono: la preocupación por la verdad, nombrada así con todas las letras, no fue fundamental en la formación de varias generaciones de periodistas. Hubo motivos y fuentes de inspiración. Tres cuestiones resultan muy significativas: 1. se asociaba verdad a Deontología Periodística, espacio de saber que explicitaba derechos y deberes de la profesión pero que solía resultar esencialista, con propuestas de una dimensión ética aristotélica universalista despojada de la dimensión política y reticente a cualquier perspectiva histórica; 2. se había vinculado históricamente verdad a una supuesta objetividad legitimada precisamente por los sectores de poder mediático tradicionales en una suerte de positivismo oligárquico excluyente de todo otro conocimiento verdadero (Quizás los Mitre tendrían mucho que sincerarse al respecto); 3. pero finalmente hubo algo más contundente que le dio un mazazo contemporáneo a la preocupación por la verdad; fue la divulgación de una cierta concepción posmoderna, muy cool, de que todo es relativo. Comunicación como espacio de estudio se expandió en medio de la crisis de las grandes narrativas y el relativismo se tramó fuertemente en sus perspectivas teóricas. Sin llegar al nihilismo, el solo dudar de la posibilidad de encontrar la verdad – cultural, histórica, intersubjetiva – dejó una profunda huella en la formación de oleadas de periodistas.
En verdad los estudios de Comunicación y Periodismo se expandieron con muy importantes investigaciones, buenos profesionales, pero, por no caer en esencialismos, la mirada teórica fue escéptica en relación con la verdad. Y hasta con el conocimiento verdadero como búsqueda incansable. Ello no impedía investigar, incorporar el paradigma indiciario y obrar como auténticos sabuesos. Pero la desconfianza profunda en la verdad opacaba, por momentos, los descubrimientos. Y más aún, había bastante ingenua ilusión en el valor de construir buenos relatos, narrativas originales, creativas y potentes.
Sin pesados fundamentalismos, debemos decir que urge incorporar como contenido, como actitud, como proyecto, la idea de que el conocimiento verdadero de algo es posible y resulta estratégico en la elaboración y análisis de la información. Como historiadores del presente, que somos los periodistas, la necesitamos. Incluso la cláusula de conciencia permite, en cierta medida, no subordinarse a publicar mentiras. Y más aún: podría afirmarse que en la coyuntura contemporánea la mentira mata. Que desde usinas nativas e internacionales sofisticadas el engaño masivo se proyecta como un cono de sombra eficaz sobre vastos sectores de población. Por eso, así como los médicos se comprometen con el juramento hipocrático, así el conocimiento verdadero, la investigación fidedigna, el pensar la verdad, la búsqueda atinada de documentación probatoria, constituyen valores irrenunciables en el campo periodístico. Y es urgente. Forma parte de la batalla cultural, que, en verdad, aun no está ganada.