Las historias de amor fallidas se convierten con el correr de los años (y mientras más años pasan peor es), en pequeños punzones afilados que van picando pacientemente lugares específicos del cuerpo hasta dejarlos en carne viva. Para el momento en que uno lo advierte (tarde, siempre tarde), las llagas son tan intensas y se han vuelto tan íntimas, que somos incapaces de distinguir entre un golpe mortal y una dulce caricia.

La realidad es que yo tomé consciencia de mi lamentable estado recién la semana pasada, y gracias a una sucesión de casualidades que pusieron en mis manos una foto de Ella que consideraba perdida, la única foto de Ella, a quien por razones de pudor llamaré Luz.

Los pormenores de cómo nos conocimos con Luz prefiero omitirlos porque comprometen a otras personas, familiares, amigos, gente cuyos nombres elijo mantener al margen de este recuerdo, de esta herida abierta (altero, por cierto, algunas circunstancias concretas, aunque mínimas, a los fines de evitar posibles malentendidos). Sí puedo revelar que lo de Luz fue amor a primera vista: la veo con ese chalequito rosa tirando a rojo, tímida, sentada sola al costado de una fiesta de la que parecía ajena. Idéntica a mí, que invariablemente sobrellevo la sensación de ajenidad, de no pertenecer a ningún lado, a ninguna familia, a ningún grupo. Desde mi punto de vista, Luz irradiaba extrañeza y soledad, por ese motivo me animé, me acerqué, como nunca me había acercado a una mujer en mi vida.

Las cosas fueron muy rápido, quizás demasiado, pero en menos de un mes ya estábamos formalmente de novios. Ambos teníamos 18 años recién cumplidos y con más dudas que certezas seguíamos nuestras carreras universitarias. Los meses iniciales fueron la primavera que todo ser humano sueña tener, la tregua que cada hombre y cada mujer merecen disfrutar alguna vez en su vida. Nos escribíamos cartas, postales, poemas, con la misma pasión que demuestran de los amantes separados por irreconciliables conflictos familiares. El enamoramiento era total. Sólido. Inconmovible. Ni un sí ni un no. Entonces, antes de cumplir el tercer mes de noviazgo ya habíamos planificado un viaje a Córdoba. Lo planeamos para mediados de diciembre, justo después de los exámenes. Finalmente, atravesados por una fenomenal ansiedad luego de abandonar nuestras respectivas carreras, adelantamos la fecha al 30 de octubre.

Quienes me conocen de aquella época (1991, en números exactos), saben la ilusión y el entusiasmo que me producía la idea de viajar con Luz. Nuestro primer viaje, nuestro primer proyecto, nuestra luna de miel anticipada.

Los meses transcurrían y el enamoramiento permanecía intacto. Seguían las cartas, los poemas, las tarjetas, los regalos. En este sentido debo admitir que yo era algo más prolífico que Luz: más regalos, más tarjetas, más poemas. Una semana llegué a dedicarle catorce (me vienen a la mente unos versos tristes: sin ti / Luz / mi vida sería / sólo / una penosa sombra). Ella, en cambio, demostraba una envidiable mesura, quizás debido al hecho de que la escritura no era su modo natural de expresión. Para ayudarla, en el festejo del cuarto mes le obsequié una hermosa libretita negra. El obsequio tuvo recompensa inmediata, una conmovedora carta de tres páginas que recuerdo casi de memoria.

Así llegamos al 30 de octubre: amándonos.

En Córdoba, todo funcionó a las mil maravillas (caminatas, excursiones, risas, abrazos, mimos, besos) hasta que el tercer día percibí en Luz un signo de desidia, diría para ser preciso, un signo de una desidia atroz, uno de esos gestos casi invisibles que generan en cualquiera que se sienta realmente enamorado una violenta sensación de inquietud. Salvo que ese enamorado acepte la negación de las evidencias como procedimiento habitual, que no era mi caso.

Creo que hoy, a casi treinta años, a más de uno el gesto de Luz podría parecerle un gesto nimio, insignificante, incluso inocente, pero para mí, que lo padecí, para el yo que era en 1991, constituyó la prueba irrefutable de que algo andaba mal, muy mal.

Y se lo dije. Y cuando se lo dije ella se mostró sorprendida y un tanto molesta. Sí, es probable que yo no haya utilizado el mejor tono para introducir el tema, lo reconozco, pero ¿cómo utilizar el mejor tono cuando la persona amada comienza a descubrir su peor cara? Ella juraba y recontrajuraba que me quería, que me amaba, insistía en convertir su gesto de desidia en un síntoma de cansancio físico. Así continuó durante varias horas, excusa tras excusa, hasta que por fin lo dijo, hasta que me preguntó por qué necesitaba arruinar todo. ¿Justo a mí?, ¿arruinar?, ¿yo?, que la amaba como nunca había amado a nadie en mi vida, ¿justo yo?, que llenaba hojas y hojas prometiéndole amor eterno. ¿Yo quería arruinar las cosas? Su pregunta fue la confirmación, la prueba irrebatible de mi futura desdicha.

Al día siguiente compartimos una excursión que teníamos contratada. Fue en algún punto de la caminata donde le tomé la única foto que aún conservo (incineré todo objeto que remitiese a ella); el viento era imparable, el calor acuciante, a ella se la nota desganada, displicente, como si posara por obligación (examino nuevamente la foto, la belleza de Luz no ha declinado, tampoco su desdén). Regresando al hotel, ella me dijo “hablemos”. Lo suponía. Fue la sentencia. Había decidido abandonarme.

Le imploré, le rogué, le supliqué; le pedí encarecidamente que reflexionara, que se tomara un tiempo, un descanso; fue inútil, me dejó, me dejó solo.

La noche, qué terrible es la noche. Principalmente la noche en que uno es abandonado como un perro, un perro sarnoso al que se le niega incluso la posibilidad de beber un sorbo de agua. Por supuesto, no pude dormir. Daba vueltas en la cama vacía. A las tres de la mañana no aguanté más y salí a buscarla. Sostenía la esperanza de que aún estuviese esperando el ómnibus en la terminal. Averigüé en las boleterías, pregunté a los guardias, interrogué pasajeros. Nada. Luz brillaba por su ausencia.

 

Volví al hotel con el alba. Me desplomé en la cama y lloré, lloré igual que llora un niño frente la desaparición inesperada de su madre; lloré como sigo llorando hoy, como creía que ya no podría llorar, treinta años después, ante a su imagen, la imagen de Luz, mi Luz, mi amor, mi fantasma.