El domingo 26 de enero Karen de 23 años apareció ahorcada en una celda de la Unidad Penal 46 de José León Suárez. El mismo fin de semana se conoció la situación de María, una mujer de 74 años, postrada con profundas escaras en su cuerpo producto del abandono y la falta de atención médica, internada en el Hospital de Agudos Mixto en la Unidad 22 en Lisandro Olmos. Celeste, también privada de libertad en el mismo hospital, en sillas de ruedas a raíz de una golpiza que le propinó el Servicio Penitenciario, se encargó en este último tiempo de curar las escaras y acompañar a María. Cansada de reclamar atención médica y de soportar la indiferencia se cosió la boca para que escuchen sus reclamos. Esta cartografía de la muerte, se hace extensiva en nuestras cárceles, superpobladas y en pésimas condiciones. Y la lista de historias es interminable porque a esto nos acostumbran los paisajes de las cárceles que se compone con el dolor y el sufrimiento de los cuerpos descartables que el sistema amontona. Fragmentos de vidas que conforman una realidad, donde la crueldad como nuevo orden es la forma de castigo. ¿Qué pasa cuando el dolor de los demás no atraviesa nuestros propios dolores?
El filósofo camerunés Achille Mbembe parte de las nociones foucaultianas de soberanía y biopolítica para repensar el actual despliegue soberano de los poderes de la muerte. En sus reflexiones sostiene que ser soberano hoy es ejercer el absoluto control sobre la mortalidad y definir la vida como manifestación del poder en condiciones concretas. Sobre los cuerpos y las vidas de quienes están privadxs de libertad también se ejerce este poder soberano. Es el poder de policía, brazo armado de la justicia por ende soberanía estatal, el que pone en escena la muerte de esos cuerpos, a la vez que hace explícito el mando para decidir quién vive, quién muere y cómo. Cada vez que alguien muere en la cárcel no solo aumenta el número de muertes violentas o por abandono sino que se instala la normalización del terror bajo un régimen de excepciones, en palabras de Walter Benjamin: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en que ahora vivimos es en verdad la regla”. Es esta la regla que impera en las instituciones de encierro.
Las cárceles son un laboratorio social desde el cual es posible entender el funcionamiento de la crueldad, la desigualdad, y el modo en que las máquinas de guerra del capitalismo despliegan su acción de aniquilación o productividad. Las cárceles son los espacios que intentan mantener el equilibrio social, institución disciplinadora de los modos de vida que siempre está ahí como posibilidad de alojo para quienes se desmarcan de la ley. Ese lugar donde las crueldades se naturalizan bajo la forma de tortura o de reproducción del capital.
Insistimos en recordar que la mayoría de nuestras compañeras privadas de libertad han vivido experiencias de discriminación y violencia antes de su encarcelamiento; y que éste tiene consecuencias devastadoras para ellas, sus familias y comunidades, principalmente cuando son madres o tienen personas dependientes bajo su cuidado. Sus biografías están marcadas por situaciones de vulnerabilidad económica y social previa a la condición de encierro y una vez en libertad están expuestas a seguir viviendo de manera precaria, con escaso o nulo acceso a educación, salud, vivienda o a un trabajo digno. Porque el estigma de haber estado presas es una marca que las acompaña más allá de los muros.
Otra faceta de esta crueldad es experimentada en las formas de explotación y endeudamiento a las que son arrastradas las mujeres para poder subsistir. No es ninguna novedad volver a recordar que las cárceles están llenas de personas pobres. “Somos el último orejón del tarro”, solía decir una compañera que estuvo años privada de libertad por desobedecer al mandato social-patriarcal, por torcer lo que el destino de la pobreza tenía preparado para ella y revelarse a la aceptación pasiva de sus carencias materiales. El recorrido por distintas instituciones penales desde muy jóvenes, la vida en situación de calle muchas veces atravesada por el consumo, configuran sus itinerarios vitales. Nos preguntamos: ¿Cómo es posible que este itinerario se presente como inexorable para nuestras compañeras, hermanas, amigas con trayectorias de vidas de desamparo y pobreza? ¿Qué resonancias tienen estas vidas para los feminismos hoy? Cuando hablamos de interseccionalidad, ¿están estos cuerpos e historias presentes o entran dentro del velo de la moral que en algún lugar de nuestras percepciones opera diciéndonos “algo habrán hecho”
Alejandra Rodriguez es activista feminista, educadora, integrante del Colectivo YoNoFui