Hace dos semanas que el bien y el mal vuelven a ponerse en escena para jugar a ciegas ese partido donde todos pierden: de un lado, Fernando Baéz Sosa, la víctima asesinada a golpes de puño y patadas de puntín, sus padres presentados con las etiquetas estigmatizantes que, en este caso, sirven para aumentar el morbo, como “paraguayo” y “portero” pero también junto a “hijo único” y “futuro abogado”; y del otro el grupo de pibes que asesinó en yunta, que convive en un lugar especial y aislado de la cárcel y que no se señala entre sí porque mantiene en alto los pilares de la “lealtad” y el “honor”. Ellos, los monstruos que se ríen del asesinato, que piden un lugar para tomar sol en el encierro y que mataron en nombre de una clase social y un grupo de pertenencia que fue el rugby pero podría haber sido otro, bien saben de rituales identitarios que tienen los hashtags del verano: Gesell, boliche, pelea, negros de mierda. Los saben solo por ser varones.
Lejos de esa presentación pobre y persistente que se hace desde los medios de comunicación masiva, estos pibes son, como tantas veces se ha dicho desde el feminismo, hijos sanos del patriarcado, pibes que replican una idea social de supremacía y de pelea como modo de existencia, de aparición y también de goce y padecimiento, porque bien se sabe que el que pega también sale lastimado. Y la garantía de patriarcado, que tanto se pone en dudas desde que las mujeres acceden a lugares de poder o salen a la calle a plantar sus luchas, está evidenciada en el hecho de que ese chico muerto que tanto le duele a la sociedad, que le hace correr la vista a medio mundo de los televisores que replican su imagen sonriente de 19 años, es, justamente, varón.
Los pibes del rugby ya protagonizaron varios hechos de violencia: le pegaron a otro a la salida de un boliche al principio del verano, prendieron fuego a una persona en situación de calle, violaron en grupo a una chica en una fiesta en Mendoza en 2017 y hoy mismo circula la denuncia en La Plata contra un ex jugador del Club Universitario por hostigar a su ex pareja con una amenaza bien sofisticada: "¿Sabés las ganas que tengo de que se te despedace el maxilar?".
Al mismo tiempo, quienes brindan testimonio para esta nota piden no ser nombrados justamente por la presión que se ejerce en los lugares donde se practica este deporte para callarse la boca sobre sus códigos y formas. Sin embargo, los pibes quieren hablar, muchos quieren explicar que no todos son iguales pero que los rituales existen, el tema es que esos rituales no son privativos de un deporte que ensancha las espaldas y las vuelve paredes sino que magnifica aquello de lo que parece, llegó el turno de plantearse: qué modelos de masculinidad tienen los pibes, cuáles siguen siendo sus pilares de pertenencia en tiempos de feminismo, qué hay que hacer para gozar de la aprobación del resto y cuáles son los intentos de revisar ese modelo que mata.
Quienes practican deportes dicen que el rugby tiene “bautismos” que incluyen sodomizaciones o trompadas en cadena pero que en todos los espacios de socialización hay otros rituales menos evidentes pero igual de potentes que cumplir.
“No es tan fácil ir a Gesell y ser un boludo que no levanta nada” dice Brian y enumera una serie de pistas para entender el desconcierto. “Si durante el año tuviste escraches o la patrulla feminista te sacó a empujones de una fiesta, en el verano algo de eso se cae y se descarga porque si todo el mundo quiere ir a Gesell es porque en Gesell nadie vigila nada” dice.
La mención a los escraches no es inocente. Si una pregunta sobrevuela en la reflexión del feminismo, es qué viene después de esa instancia de denuncia y visibilización que permitió a un montón de pibas salir del silencio y a otro montón a comprender que lo que le pasaba no era una vergüenza sino violencia, pero dejó a los pibes en un estado de desconcierto e inmovilidad. En muchos casos, el escrache también motorizó causas judiciales y activó expedientes dormidos. En otros, divisiones enteras de pibes escrachados dejaron en evidencia que “todos” es casi lo mismo que “ninguno”.
“El escrache sirvió para sacarnos de la naturalidad de la violencia” dice Ofelia Fernández, flamante legisladora porteña y ex presidenta del Centro de Estudiantes del Pellegrini. “Una vez resuelta esa posición de sometimiento nuestra (no resuelta del todo porque seguimos teniendo estadísticas terribles), pero resuelto sí ese empoderamiento, hay que ver qué pasa con el otro, cómo podemos no generar una pedagogía punitivista y del descarte sino de recomposición y de reinserción, en un círculo sano y libre. Ahora hay que pensar cómo se aborda esa masculinidad pero sin duda los necesitamos a ellos poniéndole onda a transformar una situación que nos impone cosas a ambos géneros, porque tampoco queremos seguir siendo madres y maestras jardineras de todo el mundo sino ocuparnos de nuestras luchas y de nuestras reivindicaciones. Espero que ellos puedan formular estos espacios, creo que esa es la parte necesaria ahora”.
Para muchos pibes esos espacios no existen: “No es una conversación que se pueda dar y no creo que a nadie en el club de rugby donde juego yo le interese. Lo que sienten es que son menos machos si son señalados permanentemente por las pibas, por ejemplo, y mejor salir a cagarse a trompadas para volcar esa frustración que hablar de eso. Pero cuando no había escraches también se cagaban a trompadas” dice Lucas, quien juega en las inferiores de un club de provincia y dice, quiere seguir jugando, pero tiene bien claros los rituales que para él exceden al rugby, son más bien de la vida cotidiana. Desde insultos constantes, desafíos y chicanas internas, cada uno intentando ponerse por encima del otro, hasta accionares en grupo, como “cagarse a palos” cada viernes en el boliche o armar previas bajo la invitación de "solo minas" (ya que otros hombres no pueden estar presentes, tanto porque les "robarían" a "sus minas" o porque habría "demasiados" hombres ajenos al grupo). También es parte de esta cultura contar después, como si fueran hazañas, aquella cagada a palos, esa tal fiesta en la que “se levantaron a todas las minas” o esa mina “que se agarraron”. Siempre con insultos en el medio: “Los cagamos a palos a esos putos”, “esa mina a la que le diste es alta trola, ya le dimos todos”. Es un modo de relacionarse en el que siempre quieren estar por encima de alguien, ya sea tu compañero, otro grupo o una mujer”.
Esto de “estar encima de otro” parece la regla de etiqueta de la masculinidad en crisis y se hace carne en cada violación correctiva, como la que tuvo como protagonista a Higui de Jesús hace cuatro años o en esa premisa que ya adquirió mil formas de “chiste” pero que es una vez más, un modo de desplegar un poder que no quiere dejar de multiplicarse: “preparen la cola, en la cárcel los están esperando” es una forma de esa violencia que hace de espejo del acto inicial y que se cuenta de a miles en las redes sociales: ojo por ojo, diente por diente y nunca encontrar el tono para decir algo que es serio pero no solemne: si los varones no empiezan el trabajo, difícilmente se va a hacer solo, lejos del tono paternalista o maternalista de aquella publicidad de Avon donde un chabón joven le decía a otro “chee paráaa no le hables así, la asustás”, los intentos de revisar prácticas son tibios y muy contados.
Para Luciano Fabbri, quien viene trabajando en masculinidades hace años y se autoenuncia como varón feminista, es un hecho celebratorio que la actual gestión de gobierno tenga Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad, pero admite que tiene también el gran desafío de ser la usina desde donde se propongan políticas de transversalización, de abordaje interinstitucional y también de abordaje comunitario y territorial. “Ahora me llamaron de un club de Rosario, me escribieron de un club de Lomas de Zamora, si bien no va a ser la primera vez que nos propongan un trabajo de masculinidades en algún club, el hecho de que estén pidiendo este trabajo de reflexión habla de que algunos espacios institucionales deportivos están recogiendo el guante y ese va a ser también uno de los desafíos de las políticas públicas estatales”.
Si de revisión se trata, Ofelia señala que muchas veces la intención inicial de criticarlos o condenarlos debería ser reprimida para dar espacio a que el milagro ocurra. Hay un “bullying al aliado” que según ella se da muchas veces cuando un chabón se cuelga a la causa feminista. “Hay muchos que se escudan en una cuestión reflexiva para no hacerse un planteo personal de revisión de prácticas, eso me parece que está bien ridiculizarlo para discutirlo pero a veces se llega a un extremo que se percibe como una represión a la posibilidad de que ellos cambien cosas. Hay un pibe que contó en un tuit que se hizo una vasectomía y se lo bardeó y humilló varios días. Y es lo que pedimos en carteles y a los gritos en la discusión sobre el aborto: que ellos se hagan cargo de su parte, entonces hay que valorar cuando hay iniciativas” dice.
Víctimas más víctimas menos
Valentina Gallina fue asesinada a golpes apenas empezó el año. Su mamá, Valeria Cazola había sido apuñalada por su pareja en 2008. Adriana Marisel Zambrano fue atacada por el padre de su hija de 9 meses, José Manuel Alejandro Zerda y su muerte se produjo por las patadas y trompadas en la cabeza que él le dio antes de irse por la puerta como si hubiera ido a visitarla. Y basta poner “asesinada a golpes” en cualquier buscador de internet para comprobar que las mujeres, lesbianas, trans o travestis muertas de este modo se cuentan de a centenas, en todo el mundo. Sin embargo, difícilmente se conocen sus rostros y sus casos solo llegan a los medios por componentes de espectacularización que no duran más que algunos días en la escena mediática.
Viviana Mazur, coordinación del Postítulo de especialización docente de nivel superior en Educación Sexual Integral dice que lo que pasó en Gesell pasa todos los días con alguna mujer, “y si bien hemos avanzado un montón en indignarnos ante cada femicidio y ante cada agresión a las mujeres o trans, no ocupa ese espacio en los medios televisivos ninguna muerte por violencia de género. Entonces hay algo que a mí me hace ruido en relación a que este suceso horrible, que es expresión de la violencia patriarcal y de estas masculinidades, genera mucha más indignación porque la víctima es otro varón”.
Para la socióloga e investigadora Dora Barrancos “Esa sobre punición que se produce frente al default, el retruco violento, de ninguna manera equivale a decir “que no haya sanción”, pero concuerdo en que esas fórmulas son pendulares, habilitaciones violentas generales. Y ahí el rugby no tiene nada que ver: el patriarcado mata, eso es lo que hay que saber”.
Para Mazur, el debate en torno a la frase “las principales víctimas del patriarcado son los propios varones” es errado. “Es como decir que la oligarquía sufre porque tiene que vivir encerrada cuidándose de los robos. Me parece que son las desventajas propias del ejercicio del poder pero que en una relación de poder como es la relación de género hay alguien que está del lado del opresor y alguien que está del lado de la víctima, y ahí estamos las mujeres y quienes forman parte de las disidencias sexuales, no los varones que se asumen estrictamente en la defensa del modelo de masculinidad que el patriarcado ofrece”.
Tanto Manzur como Barrancos aclaran que no hay que dejar de ver en esta situación otras cuestiones vinculadas a la interseccionalidad de otros factores de opresión: cuestiones vinculadas a la clase, al color de piel, a otros factores que hacen que las víctimas sean quienes son. “No fue cualquier varón al que le pegaron hasta matarlo: era un varón que no cumple con alguno de los criterios que resume lo que es la dominación y el poder” dice Mazur y explica que la ESI propone una instancia de diálogo para hacer que la deconstrucción sea más amistosa.
Y el patriarcado dónde está
Mucho se repite la palabra patriarcado, poco se habla de sus alianzas íntimas: no se puede negar que este modelo de masculinidad se sella con pibes consumidores, que gasten en alcohol y entradas a boliches, un aparato de seguridad que reprime atrás de los hechos y nunca para prevenirlos y esa declamación de la Unión Argentina de Rugby que se pronunció conmovido por el crimen pero al que llamó fallecimiento, como el que puede producirse por una avalancha de nieve o un tsunami. En una constelación de fallas donde los pibes se quedaron prácticamente solos y a su suerte matándose a trompadas, tal y como el Estado deja a cada mujer, lesbiana, trans o travesti que muere por femicidio cada día en nuestro país, se le arma una pregunta, una interrogación que desde distintos espacios se está tratando de formular desde el 18 de enero y es, una vez más, ¿y ahora qué hacemos? Este grupo de pibes tenía 15 años cuando la tierra tembló con la aparición del grito de Ni Una Menos y sus resonancias dieron la vuelta al mundo. ¿Este asesinato es parte del recrudecimiento de la violencia machista? ¿Es una muestra más del racismo con el que convive nuestra sociedad?
Para Graciela Morgade, decana de la Facultad de Filosofía y Letras y creadora de la diplomatura para docentes sobre ESI, la comunidad argentina tiene una fuerte desconfianza con la justicia, con que la justicia actúe de manera oportuna, que no haya influencias y favoritismos. “Y el otro componente que está vinculado a la falta de justicia, es pensar que hay falta de Estado, y que la falta de Estado remite a la solución ojo por ojo diente por diente. Así entiendo yo estos pedidos de justicia donde lo que se pone en evidencia es que se requiere un importante cambio cultural transversal”.
Joaquín, quien juega en el club que expulsó a uno de los rugbiers de Zárate, en zona norte, recuerda una fiesta donde los llamados “negros de mierda” eran pibes de clubes de rugby del conurbano, como podían ser los asesinos de Fernando. Una mamushka de señalados por “negros”: en un país que eliminó a sus pobladores originarios y a todo afrodescendiente que caminara, no es menos importante en el drama que el componente patriarcal, estatal, educativo. ¿Y qué hacen las escuelas con los actos de racismo? Ahí donde se pide ESI ESI ESI hay un grito desesperado de fallas que tienen huellas demasiado profundas. Para Barrancos hay una sobremitoligización en relación a la ESI y las conductas siguen siendo generizadas: “todavía hay en las escuelas deportes de niñas y de niños, ni te digo en la formación para la profesionalidad docente. Las escuelas que forman profesores de Educación Física tienen una diferenciación de género clara, y eso no lo resuelve la ESI, eso lo resuelve un cambio profundo en la formación docente. No podemos convertir la ESI en un mito, hace falta la ESI más toda la transformación curricular”.
Pequeñas masculinidades
Malvina Silva, socióloga y doctora en Ciencias Sociales, abordó el vínculo entre la música popular, la juventud y las diferencias de género en contextos de pobreza. Para eso estuvo dos años (2006 y 2007) en el barrio Malvinas, de Monte Grande, con un grupo de entre 12 y 23 años que todos los sábados iba a bailar. Ella habla del modelo de masculinidad en crisis ya desde esa época y expone muchas dudas respecto de cómo se va a reconstruir o cómo van las nuevas generaciones a construir el propio. “Me preocupan mucho las masculinidades pequeñas, porque se piensa que les niñes están construyendo otro modo de relacionarse pero no sabemos; tenemos a sus varones padres, maestros y demás, con este modelo caduco, entonces hay algo ahí que hace mucho ruido” dice.
En su experiencia de campo, “negro de mierda” y “cheto puto” forman un reverso que se replica todas las noches miles de veces alrededor de todos los bailes del país. En la adolescencia, donde todo se vive con una intensidad enorme, mezclar el clasismo, el racismo y la homofobia es moneda corriente. “Lo que pasaba siempre es que se creía que los chetos eran putos porque no tienen aguante, algo de la fuerza física ausente por trabajos más corporales como los que hacen las clases populares. Con los rugbiers eso se da vuelta porque justamente son tipos que tienen una pertenencia de clase de media alta para arriba, y a su vez tienen una fuerza física que la ponen en escena dentro de los boliches contra otros” explica.
El sujeto social que se representa en Fernando y en otros jóvenes más laburantes no es pasivo; según ella. “Se piensa que son todas carmelitas descalzas que no entran en esa lógica y la realidad es que es una lógica vincular. La muerte es el peor escenario pero la realidad es que estos enfrentamientos son muy comunes y a veces hasta me parece extraño que no sucedan muertes más a menudo”.
En los boliches que Silva evaluó, los sujetos sociales que están sindicados como autoridad, el mundo adulto, ya sea padres, patovicas, policía, inspectores, choferes de colectivo y demás, participaban en esos espacios en la pre y post fiesta como personas que en general tendían al autoritarismo más que al dialogo. “Los patovicas no entraban a las peleas para separar sino que entraban para pegar, y no era el suyo el golpe para persuadir sino que ahí había también una necesidad de afirmar el lugar de poder y de sometimiento. No es que los jóvenes se pelean porque les gusta correr riesgos o pelearse y nada más sino que hay una conexión con el contexto social en el que los jóvenes circulan, nacen, se crían etc. Cuando se dice “el boliche no es responsable porque los chicos eran mayores” o “los chicos se tienen que ir de vacaciones con los padres para que estas cosas no sucedan” se está pensando mal. Por un lado, me parece que los jóvenes se pelean por afirmación identitaria, reafirma la idea de unidad de un grupo y te separa de los otros pero además la pelea le da mucho sentido a la vida de muchos de estos jóvenes, les da un contenido extra”.
Silva recoge los días después, los domingos donde se juntaban desde el mediodía a reconstruir de una manera casí mítica las condiciones de la pelea. Y se crea un prestigio en relación a quienes pelean bien y a quienes pelean más. “Yo he visto cómo llevaban a bailar a pibes de 12 años para entrenarlos justamente en poner el cuerpo y ser a futuro pibes que peleen mejor. También está la cuestión de rito de pasaje: la pelea funciona de esa manera, la persona a la que todo el mundo respeta es porque ya pasó por todas esas peleas y cuando deja de pelearse es porque ya se consagró en adulto. El motivo por el que se pelean es múltiple pero todo esto está entrelazado”.
Con respecto al rol del Estado en una sociedad capitalista y desigual, para ella no está ausente sino que está presente a través de las fuerzas de seguridad. Ese es el rol que el Estado quiere cumplir, no es que no cumple otro porque no puede o porque no tiene recursos. El Estado destina recursos a controlar esos espacios a través de la fuerza y no de la prevención. “Si vas a tomar no manejes”, o “andá con otro que no tome y pueda volver manejando” son conceptos que circulan más bien como propuesta comunitaria que como política de Estado.
Para Silva hay que insistir en el control comunitario: “La idea de yo no me meto, que creo que en el espacio público es una consecuencia clara del sistema pero también es una herencia post dictatorial, tiene como mensaje el “No pongas el cuerpo por otro porque vos no sabés lo que hizo, probablemente esa persona se merece lo que le está pasando”. Lamentablemente esa idea sigue vigente en la sociedad civil” explica. El feminismo es uno de los grandes movimientos que disputa los sentidos del espacio público pero en el caso de los varones todavía nadie se atreve a meterse en las peleas, las instituciones educativas siguen sin transversalizar sus contenidos con la ESI y la justicia y los medios masivos sigue eligiendo a las mejores víctimas y a los mejores victimarios. Resta pensar qué va a ser de nuestros niñes, cómo interpelar a un cambio urgente para que no haya más Fernandos ni los buscadores tiren decenas de nombres atrás de la frase “la mataron a golpes”.