Ni una Coca Cola tomé desde que llegué a EEUU, no tuve esas ganas desenfrenadas que me agarran cuando estoy en Buenos Aires de correr a comprarme la latita, no la light, no la sin azúcar, sino la Coca helada que como ninguna otra cosa me causa cierta saciedad moral o física. Que quieren que les diga, el momento en que se abre la latita, el saltar de las burbujas, la efervescencia que empieza a escucharse. Lo mismo podría decirse de la Sprite o del champagne, o de la cerveza, hay algo en las burbujas que hace saltar el espíritu. Todes de alguna manera lo tenemos, con la sidra o con el ananá fizz tal vez, o con el “sodeado” como el de mi amiga Caro: ese culito de vino que toma fuerza volcánica con el chorrito de soda. Los días de enero cuando trabajaba en el centro me sorprendía ver la cantidad de personas que caminaban acoloradas con su latita roja en la mano. Y como gorda, con esa sentencia social siempre por encima de cualquier otra cualidad en la sociedad argentina, siempre pendiente de lo que engorda o no engorda, me fijaba en eso. La mayoría de las personas que bebían Coca Cola eran flacas. Y las personas gordas siempre light. Yo misma formaba parte de ese grupo de las sin azúcar hasta que siempre caía en la común, la que de verdad “me levantaba”, que me ponía de mejor humor y me calmaba algo: y bueno, parece que es el azúcar que se le va hacer, que es una mierda para el organismo pero en ocasiones parece que es lo único que te levanta. Mil dietas hice, mil o doce mil lo mismo da, pero peso 80 kilos y fracasé en todo lo que intenté con mi cuerpo, nunca pude ir al gimnasio ni sostener pilates. Pero tampoco soy ( ni fui) una compulsiva bebedora de Coca Cola. Y siempre tuve novias y amigas odiadoras seriales de la gaseosa. Ideológicas y materialmente activas rechazadoras de su consumo. Así que el debate sobre su inclusión en precios cuidados se me une en la distancia al de la publicidad de la cerveza, a la misógina idea de que las mujeres no tomamos birra, que nos tienen que iniciar en su consumo, que en la libertad de las playas mostrando, supuestamente, mi cuerpo moldeado por su no consumo y por las ensaladas y el gimnasio, a ese cuerpo sin cerveza hay que iniciarlo en la bebida, hundirnos todas en el líquido. ¿Será que los publicistas nunca fueron a una marcha nuestra? ¿nunca nos vieron beber? ¿nunca escucharon el cantito “macho, al chino, traeme una de litro”? ¿ Será que la periodista que criticó la inclusión de la gaseosa en precios cuidados nunca sintió esa necesidad de la coca y no de ninguna otra cosa? Será a mí que se me juntan en algún lugar de la memoria por los litros de ambas que he bebido con igual goce político. La birra con las pibas, la panza birrera, las piernas y los brazos hinchados de gas, las charlas- borracheras entre las pibas y en la calle fue y es una lucha que dimos las tortas en el espacio público. Un arrebato a los pactos machistas, al goce solo de ellos. Lo hicimos también con el whisky sin abandonar nunca los tragos. De colores o chiquitos. Una madrugada recuerdo que un alemán se me hizo el gato retándome a beber una birra a la que le volcaba dentro una medida de whisky. Quería medir otra cosa, pero lo hacía a través del alcohol. Habrá sido los celos con que la novia nos miraba a mi chica y a mi, esa mirada de hetero resignada a salir con un boludo que desafía a una torta a beber como él. Por supuesto que no cedí. Como por supuesto no cedo siempre a mi deseo cocacolero o me limito con la cerveza porque las resacas son eternas, y necesito yo misma meterme en precios o algo que se llame cuidado.
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