Traté de entender lo que escribiste, pero hurgar en quienes están cerca o lejos es recrear un laberinto que con un lápiz deshacemos. Esa salida tan sencilla de encontrar si nos dejamos llevar por los muros que entrevemos. Cuando dejé las imágenes en planos acortados, desordenados, contrapuestos, parecía necesario volver al primer párrafo indolente. Callada, los ojos girando mientras una mano en el hombro intentan despertar la normalidad de un vestigio de luces y polvos. En diez minutos notas a pie de páginas: cerillas, crisálidas, jinetes ordenando futuros gestos. Recomponiendo el dolor de sentir el control contra piedras o cáscaras de árboles destruyendo raíces de figuraciones. Por qué creías. Por qué tiraste de ese hilo con un nudo quedo. Pensabas, dijiste, podías hacer cualquier cosa. Recién después miles de años juntando micrófonos. Tu voz, caía. Desperdigaba soñolencias. Yo, acá, allá. En cualquier momento me esfuerzo. Qué vano. Creías, cómo no hacerlo. Esa chica: cabellos, cejas, perfiles, se sacó la campera sin darse cuenta. No sabía. Es probable que nunca lo supiera. Si ves el titular el resto es solo eso. Negras paredes con costuras de recetas enriquecidas. Un punto. En un rincón acumulando desdichas. Le dije, te dije, le hubiese dicho. Pero callar es un anhelo nunca nuestro.

Quiero que la veas: sentada, la espalda apoyada contra una heladera. No, no llora, hace minutos lloraba. Es un caos que levantó ella. Él; uniforme, camisa gris, mangas celestes; su mano una aquiescencia. Ella; no importa; qué más importa; apunta, dispara; la frente, dos dedos de frente cuando decidió dejar su carrera. No más. Ya no hay vida, ni vida que reclame presencia. Más adelante, por favor. Lo podés ver, siempre, te acuerdas. Como ahora. Segundos para una respuesta. Ese tiempo desvanecido en la pregunta que siempre quiere ella. En su viaje pensaba en llamar por teléfono. Cuando habló se había caído. Tres líneas profundas salpicadas de sangre junto a sus piernas. Los pasos de su tierra alterando sorpresas, automáticas reacciones paseando inexorables para verlas. En la intimidad de su destreza, mira, sonríe, pasa. Mirar o ser mirado. Hablar o ser hablado. Pensar o expresar preexistencias. Inmediatas, mediatas; la clase de una profesora que aún conserva. Tanto; tantos; pasando. Ese verbo, adjetivo pujando. Creo que sí. Creo que podemos entenderlo. Comprender, lo sé, era su insistencia. Hasta que, llegada en, encontrada quién. Abrió la puerta, caminó. Espumas que parecían de nieve. Tanto frío adentro de una campera.

Lo cierto; lo cierto es que al otro día quise saber de ella. Estaba, buscaba, entraba y salía por una escalera. Escribí. Te dije. Volviendo al pálpito un púlpito de estridencias. En el último escaló, ahí, como niños, latencias, la hora incierta; viendo pasar enyeses grisáceos, hierros cuadriculares separando lo que parecía tan cerca. Abajo, aquí, ahora, arriba, seguiría hasta el último acierto cuando la certeza quedase en pensamientos pasajeros. Atrás, ventanillas, la calle tan largacentral y una oscilación abierta por una puerta; aire, sus ojos abiertos; creo, vi, pude verlo tantos ciclos. Como si fuera siempre sin pasar el tiempo: Hola, dije, hacía meses. ¿Meses? Un decir para no ocultar tanta timidez. Para no prejuzgar, ni sospechar lo que había sentido tantas veces. Mientras tanto, para vos, para mí, nada es extraño. Cuando algo así como todo esto. Todo aquello. Entonces. Efímero, transitorio, duradero. Decía que. Aprender, aprehender, llegando a la excelencia, entrar y salir un pedazo de vida que recogemos, valoramos, cómplices, porque ella estaba ahí, todo, cualquiera de nosotros. La vez pasada pensé. Quise decirte. Por qué creés que traté de encontrar realidades. Un día, hace mucho, Tomás, Ana, hablaban en un texto, parecía que nadie hablaba por ellos. Una casa, una mesa, sillas, el desayuno o el almuerzo, una revista para leer el fin de un comienzo. Tanto desorden había desordenado los días de semana. Nada parecía cierto, y todo creía verdadero. Ni niños ni adultos ni ancianos, el tiempo pasó; la distancia es la luz de una calle cruzando un boulevard hasta llegar a una ochava que la vista no alcanza a distinguir de los espejismos de una tarde de invierno. Lo cierto es que las abstracciones suelen ser cómodas para alguien que proyecta tan concreto. Es cierto: reconocer cualidades es respetar lo que pienso, soy, no seguiré siendo. Siendo, realmente siendo. En el umbral de una puerta vi un pie gravitando sobre la tierra. En una división, en una partida experiencia traté de encontrar en la historia revestida mi esencia. Vi, atrás, detrás, años y milenios. No sabía que el amor era mi temor de no conjugar aquello que partía la realidad en dos fuentes antagónicas. Inciertas. Despojadas de toda eficiencia. Puentes, ceder, para qué un temor que es cofradía de un mundo interior agazapando miserias. Creo; quise; seguiré queriendo.

 

 

 

Anoche desperté a la madrugada. Un poco de agua, soda, en realidad; un vaso de acrílico verde que no es acrílico ni es verde. Viste, lo sé, lo vi, te vi alcanzándote el vaso, tomando la misma aletargada transparencia. Esa inutilidad de una mañana manifiesta. Materialidades que reconocemos con el afecto, de lo contrario carecerían de toda evidencia. En el largo periplo de un día, una semana, un mes, un año, una atemporalidad rodeada de agua, piernas sin piernas, proas y popas vislumbrando una escalera. Al bajar, el agua no estaba lejos. Llamabas. Habías venido. Legué. Tus ojos y unas gafas de tanta torpeza. No pienses lo que no pienso, ni creas que escribí esa carta con otra torpeza. Es la misma, solo que ahora nada me apremia. Nada temo. Nada sé. Creciendo dentro lo que busco fuera. La misma lengua para un lenguaje que respira silencios, gestos, el ir y venir de aquello que compartimos sin pretender integrar a significados unívocos, únicos, completos.